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1.036. DIEGO VELÁZQUEZ. El cuadro de ‘Las Lanzas’ e Isabel María, una Medinaceli de El Puerto, descendiente de Alfonso X y San Francisco de Borja.

La presencia del galeón “Andalucía” en Puerto Sherry, atracado en su muelle, en las mismas aguas que bañan los restos del fuerte de Santa Catalina de El Puerto, cuya rada albergó en siglos precedentes navíos y tripulantes de significado protagonismo en nuestra historia. Además de generar una admiración mayúscula por la belleza y fidelidad de la réplica, produce una cierta nostalgia a los que nos gusta especialmente la historia, en el más amplio sentido de la palabra, incrementada con la presencia de otra excelente réplica, la de la nao o carabela “Santa María”, amarrada en un muelle paralelo al del galeón. Esta pequeña añoranza sentimental experimentada en el luminoso paseo por nuestro puerto deportivo, batido por el viento de Levante el pasado domingo de Feria, me anima e inspira la presente nótula, de la que es protagonista  una dama del siglo XVII, época de la que data el galeón “Andalucía”. /En la imagen, el pintor Diego Velázquez.

En la imagen, el galeón 'Andalucía' y la nao 'Victoria', atracados en el Puerto Deportivo.

El imponente lienzo de Velazquez con el que hemos iniciado el título de nuestra colaboración, que tiene más de nueve metros cuadrado de superficie y 375 años de antigüedad fue encargado por Felipe IV al genial artista sevillano para formar parte de la decoración, junto a otros lienzos encargado a Carducho, Maíno, Jusepe Leonardo y Antonio de Pereda del Salón del Reino del palacio del Buen Retiro, donde fue instalado originalmente.

"La rendición de Breda" o"Cuadro de las lanzas". Óleo sobre lienzo. 307 x 367 cms. Autor: Diego Velázquez. 1634-1635. Museo del Prado. Madrid.

El cuadro conmemora la conquista de la ciudad de Breda, en Flandes, en poder de la Casa de Orange desde 1590, retratando la escena del protocolo de su rendición. El acto inmortalizado en el cuadro tuvo lugar el 5 de junio de 1625, del que hoy se cumple el 386 Aniversario y los dos personajes centrales son: el que entrega las llaves de la ciudad, Justino  de Nissau y el que las recibe para la corona española, el general Ambrosio Spinola Doria, I marqués de los Balbases, Duque de Sesto, Caballero del Toisón y Gobernador de Milán y Flandes.

CONEXIÓN PORTUENSE.
Su biznieto Felipe Spínola Colónna –aquí entra la conexión portuense- casó en la iglesia de Santa María la Real de la Almudena con Isabel María de la Cerda y Aragón el 20 de noviembre de 1682, recién cumplidos 15 años, pues ella había nacido en El Puerto, en el palacio de Medinaceli, en la calle de los Oficiales, hoy Palacios o del Palacio, el 30 de octubre de 1667. El marido, tan solo uno o dos años mayor que ella, pues había nacido en Milán en 1665 o 1666, según indican biógrafos diferentes, poseyó los títulos de IV Marqués de los Balbases, fue Gentilhombre de Cámara de S.M. y Virrey y Capitán General de Sicilia, además de caballero de la Orden de Santiago y Comendador de la misma. Era hijo de Pablo Spínola, marqués de los Balbases, Comendador Mayor de León y del Consejo de Estado de S.M., nieto de Filippo Spínola, II marqués de los Balbases y duque de Sexto que fue el primogénito de Ambrosio Spínola. /En la imagen, Ambrosio Spínola Doria.

Nuestra protagonista, Isabel María de la Cerda y Aragón, era hija del VIII Duque de Medinaceli, VIII Conde del Puerto de Santa María y varios títulos más, Juan Francisco de la Cerda Enriquez de Ribera, del Consejo de Estado de S.M., Sumiller de Corps y Caballerizo Mayor de Carlos II, su Privado y Primer Ministro, Adelantado Mayor de Castilla y Condestable de Aragón,  descendiente por la rama paterna del Infante Fernando de la Cerda y, por tanto de su padre, Alfonso X El Sabio y de Luis IX de Francia, por la esposa de este, Blanca de Francia. Fue su madre, Catalina Folch de Cardona, Duquesa de Segorbe, Cardona, Lerma, Condesa de Ampurias y marquesa de Comares y por esta rama materna, descendiente de San Francisco de Borja, su sexto abuelo. /En la imagen, San Francisco de Borja.

Es bastante probable que el joven matrimonio se instalara en el Milanesado, donde nacerían sus cinco hijos: Juana, que casó con el marqués de Castel-Rodrigo; María Teresa, con el Duque de Mirandola; Jerónima que casó con su primo Nicolás Fernández de Córdoba y de la Cerda, X Duque de Medinaceli y Ana María, con el Duque de Arcos. El único varón, heredero del marquesado, Ambrosio Gaetano, enlazaría con otra pariente: Ana Catalina de la Cueva y de la Cerda, todos ellos con sucesión a excepción de María Teresa.

En 1707 residía en Palermo (Sicilia. Italia). En las fiestas navideñas de ese año enfermó, falleciendo poco tiempo después, en 1708. Tenía 40 años. /En la imagen, grabado de la catedral de Palermo

BAUTIZO EN LA PRIORAL.
En la página oficial de la Fundación Casa Ducal de Medinaceli solamente se cita el año de su nacimiento, sin completar la fecha ni el lugar del mismo. Para que no quede duda del paisanaje de esta ilustre dama del siglo XVII, reproducimos el texto de su acta bautismal, tal como figura en el folio 219 del Libro nº 37 de Bautismos, conservado en la caja 77 del archivo parroquial de la iglesia Mayor:

«En la ciudad del Puerto de Santa María, el jueves diez de noviembre de mil seiscientos sesenta y siete, Yo, el Doctor Alonso Holguín, Vicario en ella y Cura más antiguo en la iglesia Mayor de esta ciudad, bauticé en la capilla del palacio del Excmo. Señor Duque de Medinaceli, marqués de Cogolludo, conde de esta ciudad y Gran Puerto de Santa María, Señor de las villas de Deza, Enciso y Lobón, de los Consejos de Estado y de Guerra, Capitán General de la Mar Océana, Costas y Ejércitos de Andalucía, a Isabel María, hija del Excmo. Señor Don Juan Francisco Thomás Lorenzo de la Cerda, Duque de Alcalá y Lerma,  marqués de Denia, Adelantado Mayor de Castilla, Conde de Santa Gadea y Buendía y de la Excma. Señora Doña Catalina, Antonia, Gabriela, Josefa, Benita María de Aragón y Sandoval,  Duquesa de Alcalá y Lerma, marquesa de Denia y condesa de Santa Gadea y Buendía, su legítima mujer. Fue su padrino el Señor Don Tomás Antonio de la Cerda, marqués de Laguna, Comendador de la Moraleja en el Orden de Alcántara y Mestre de Campo del Tercio provincial de Sevilla, encárguele el parentesco espiritual y la obligación que tiene en fee de lo cual lo firmé» . (Textos: Antonio Gutierrez Ruiz. A.C. Puertoguía).

3 comentarios en “1.036. DIEGO VELÁZQUEZ. El cuadro de ‘Las Lanzas’ e Isabel María, una Medinaceli de El Puerto, descendiente de Alfonso X y San Francisco de Borja.

  1. Federico

    MARIA CRISTINA DE AUSTRIA: Doña Virtudes

    Llegó a Reina por sus virtudes, públicas y privadas, cuando hubo que buscarle esposa a Alfonso XII. El Rey al duque de Sesto: «No te esfuerces, Pepe. A mí tampoco me ha parecido muy guapa. La que está bomba es mi suegra». Hizo que los hijos de Alfonso con Elena Sanz fueran declarados sin padre.

    Si la restauración monárquica en 1874 es obra política de Cánovas, que lleva a Alfonso XII de la mano hasta el trono desalojado por su despendolada madre, lo que solemos llamar Restauración, con mayúscula, tiene como protagonista clave y como hilo de continuidad en la máxima jerarquía del Estado, a la Reina María Cristina, esposa segunda de Alfonso XII. Embarazada al morir éste, juró la Constitución como Reina Regente durante la minoría de edad de Alfonso XIII, nada menos que 16 años.

    Y al jurar Alfonso el cargo, se convirtió en Reina Madre y consejera del Trono hasta 1929, en que murió. Durante el medio siglo que habitó entre nosotros, fue conocida en toda España como Doña Virtudes. Pocos motes tan adecuados, en lo que tiene de reconocimiento y también en el retintín.

    Porque María Cristina de Habsburgo llegó a Reina de España precisamente por sus virtudes, públicas y privadas, cuando el Gobierno de Cánovas tuvo que buscarle esposa a Alfonso XII tras la súbita muerte de la Reina Mercedes. El recuerdo licencioso de Isabel II y la constatada afición a las faldas del joven rey obligaban a buscar una candidata que no se perdiera por los pantalones, que pudiera tener descendencia y que se atuviera religiosamente a los preceptos constitucionales del régimen político español.

    Y como no parecía persona capaz de enamorar demasiado ni de influir en exceso, pero sí de comportarse con la profesionalidad exigida en tan augusto menester, nadie mejor que esta hija de los archiduques de Austria, tíos del Emperador Francisco José I, el marido de Sissi, con poco más de 20 años y educada para el matrimonio en el capítulo de Nobles Damas Canonesas de Praga, del que fue nombrada Abadesa, sin rango eclesiástico.

    No tenía un duro, pero era germánica, católica, estudiosísima, melómana y no se le conocía un desliz ni se le sospechaba. Isabel II, en su exilio parisino, patrocinó tanto este segundo matrimonio real como el amancebamiento de su hijo con Elena Zanz, que antes y después de la muerte de la reina Mercedes era popularmente conocida como La Favorita, la que cantaba con Gayarre cuando Alfonso le echó el ojo. Cánovas, por una vez, coincidió con la persona que más detestaba, la reina felizmente destronada, y propuso el matrimonio al Rey viudo, que se resignó, sin más.

    Pero el sentido del deber de María Cristina iba más allá de la resignación. Se vieron antes de la boda en la villa de Bellegarde, en Arcachón, y ella había colocado sobre la tapa del piano, que tocaba muy bien, un retrato de María de las Mercedes, gesto que gustó al Rey, así como sus palabras de que respetaría el recuerdo de la muerta y no pretendería nunca suplantarla. Demasiado bonita, ay, para ser cierto. Además, Alfonso le confió al Duque de Sesto, que ponderaba las discretas virtudes estéticas de la novia:

    «No te esfuerces, Pepe, a mí tampoco me ha parecido muy guapa. Pero te habrás dado cuenta de que la que está bomba es mi suegra...»

    Y lo estaba. El 29 de noviembre de 1879 tuvo lugar la boda, calcada de la anterior. Al mes, con puntualidad germánica, la Reina estaba embarazada. A los nueve, daba a luz una niña, con desconsuelo general. Se esperaba un heredero no sólo por el machismo antañón, sino para aventar cualquier duda dinástica -aún estaba fresco el recuerdo de las guerras carlistas-. María Cristina no podía hacer más. Pronto quedó embarazada de la que sería su segunda hija, pero ya entonces padecía una gravidez más duradera y menos feliz: los celos.

    Aunque creyó que, tras el matrimonio, el Rey abandonaría a Elena Sanz y, después, quiso convencerse de que lo haría tras tener un principito, la verdad fue mucho más cruel. Elena tuvo con su regio amante un niño y luego otro, llamados Alfonso y Fernando, mientras ella daba a luz a María de las Mercedes -se repetía el gesto con la difunta- y luego a María Teresa. Tras una tercera hija de Elena Sanz, Isabel Alfonsa, el Rey cambió a La Favorita por La Biondina, la también contralto Adelina Borghi, igualmente hermosa pero ni elegante ni desprendida. Y en María Cristina el rencor se confundió con el amor. En realidad, no sabemos si verdaderamente la Reina estaba enamoradísima de Alfonso o era tan orgullosa, tan pagada de sí misma, que no toleraba una desviación permanente. Acaso en ella las dos cosas eran una sola o llegaron a serlo. Y en el rencor fue tan apasionada como en el amor. Incluso más.

    De pronto, la Reina se enteró de que el Rey se moría. Y comprobó que seguía su vida licenciosa de siempre, en la que Elena y Adelina eran sólo las titulares, pero había infinidad de suplentes. El Duque de Sesto acompañaba al Rey en sus juergas, seguramente porque sabiendo que iba a morir quería que disfrutara el tiempo que le quedase. La Reina entendió que Sesto y sus amigotes no vacilaban en acelerar la muerte del Rey. Y se la juró.

    En esos últimos meses de vida de Alfonso, diríase que María Cristina iba apuntando todos los desvíos, todos los desdenes, todas las barbaridades que el Rey protagonizaba. Y sufrió horrores. Alfonso decidió morir a pie firme y lo mismo visitaba a los enfermos de cólera -cuando él estaba para el Viático- que pasaba las noches de cama en cama, volvía a Palacio al amanecer y se ponía a trabajar en los asuntos del día. Tenía una hipervitalidad que delataba su enfermedad, pero María Cristina veía sólo vicio y desdén. Que también los había.

    La muerte fue rápida y con ella entró Cristina en la Historia de España. Yacía arrodillada, con la mano del muerto entre las suyas, cuando Cánovas la obligó a levantarse para que jurase la Constitución y recibiese la dimisión de su Gobierno. Nunca le perdonó la brusquedad, quizás por no entender que en ese gesto de continuidad institucional se encerraba la clave de la política nacional.

    Se ha dicho aunque no parece cierto, que una de las últimas frases de su marido fue: «Cristina, guarda el coño y ya sabes: de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas». Pero los dos términos se cumplieron: la virtud de la Reina fue tan evidente como su acatamiento de la Constitución y del sistema turnante, aunque siempre prefirió a Sagasta. Lo mejor de su regencia es que los actos de Gobierno fueron sólo responsabilidad de los gobiernos.

    Y no es que no le gustase mandar, pero esa pasión que nadie le había sospechado supo mantenerla dentro de la ley y del decoro, tan olvidados. En Palacio cambió la decoración, las salas, la servidumbre y las damas de compañía, que se hicieron célebres por feas. Cuidó con mimo y devoción a su hijo el príncipe, de salud débil y por cuya vida temían todos. Pero vivió. María Cristina, cumplida su tarea oficial, se dedicó a su pasión particular: la venganza. Y lo hizo de forma concienzuda. A Sesto le exigió la devolución del título y lo vendió. A los hijos de Elena Sanz los hizo declarar sin padre por el Tribunal Supremo y les negó la herencia. A Francisco Silvela, que después de Cánovas era el gran líder conservador, le hizo una fechoría que los buenos historiadores todavía cuentan de forma distinta. Según González-Doria, Silvela informó a la Reina de que un servidor de Palacio no ocultaba en el Teatro que estaba enamorado de ella. La mera hipótesis de que su virtud pudiera siquiera comentarse la enfureció de tal modo que lo hizo dimitir.

    Según Ricardo de la Cierva, que documenta cuidadosamente el proceso, la caída de Silvela, tan injusta como desgraciada, se debió a un desaire: la flota francesa, de paso por España, había pedido que Alfonso la revistara y Silvela se comprometió en nombre del Gobierno, pero María Cristina canceló el acto. Silvela, para no cargar a otros el fiasco diplomático, asumió de verdad la responsabilidad, dimitió y se retiró de la política.

    Las dos historias son conciliables: la Reina pudo montarle la trampa a Silvela no sólo por su inclinación germánica y antifrancesa sino también como venganza. María Cristina había echado siete llaves al sepulcro de su corazón y no permitía que una mano anónima le pusiera flores. Vivió cultivando un odio insoluble.

    Su muerte tuvo imprevisto y devastador efecto político: el Rey, roto su matrimonio, dependía tanto de su madre que, al perderla, cayó en una grave depresión y no hizo nada serio para evitar la República. Por eso puede decirse que con María Cristina empezó y terminó la Restauración: se había opuesto a que su hijo aceptase la dictadura de Primo de Rivera porque deslegitimaba el sistema constitucional, incluido el Trono, pero Alfonso XIII prefirió jugar a los soldados. Cayó Primo y tuvo que morirse María Cristina para darle la última lección. Demasiado dura, aunque de su virtud tampoco quedan dudas.
    Federico Jiménez Losantos

  2. La Druida de Madrid

    ¿Con cuanto multa Moresco por conducta similar?
    Gallardón, su colega pepero y sucesor del Duque de Sesto y pariente de nuestra protagonista porteña de esta historia, según el artículo 87.1 de la Ordenanza de Limpieza de los Espacios Públicos y Gestión de Residuos realizar las necesidades fisiológicas en vías o espacios públicos es considerado falta grave, lo que puede implicar una multa de 751 a 1.500 euros. Lástima que los policías municipales no se pasen por aquellos lugares donde se practica botellón para imponer la correspondiente multa.

  3. Antonio

    Después de varios siglos, a fines del XIX, el Duque de Sesto, pariente de Isabel de Medinaceli, que fue alcalde de Madrid, prohibió verter aguas por las calles, bajo multa de tres pesetas, y circuló una coplilla que decía:

    Tres pesetas por mear;
    ¡Carajo, qué caro es esto!
    ¿Qué llevará por cagar
    el Señor Duque de Sesto?

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