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3.296. Ya no basta con el Derecho.

O el Estado impone a los golpistas el orden constitucional, o la revolución en marcha triunfará y se llevará por delante al régimen del 78| José Luis García Ruiz, en la imagen.

Gente del Puerto no adopta posiciones políticas en esta publicación electrónica, manteniendo su neutralidad habitual en cuestiones locales. No obstante, en este tiempo convulso, que afecta a todos los españoles y, por tanto, no ajeno a los porteños, queremos traer a estás páginas el artículo de opinión de un experto: el catedrático de Derecho Constitucional y Doctor en Derecho, José Luis García Ruiz (ver nótula núm. 848 en Gente del Puerto).

Así se pronuncia el hijo de Victoriano García Linares, que no nació en El Puerto porque su madre se fue a parir junto a su abuela, en Jerez, pero que viviría en la esquina de la calle San Juan con Postigo, a la que regresaría todos los veranos cuando, después de los estudios, volvía a la casa paterna, junto al almacén de Ultramarinos donde hoy, en dicha esquina, existe una plaza pública. Esto escribe el especialista:

Hace unos días me propusieron impartir una pequeña charla sobre el asunto de Cataluña desde el enfoque de mi especialización en Derecho Constitucional. Decliné la invitación respondiendo que no me era posible hacerlo porque, en mi opinión, ya no estábamos sólo en el plano del Derecho, aunque, paradójicamente, llego a esta conclusión partiendo precisamente de un tema esencial en el Derecho Constitucional.

En esta disciplina existe una institución primigenia a la que llamamos poder constituyente originario. Es un poder creador e ilimitado, que no necesita justificación ni está sometido a normas preexistentes por lo que su alcance es inconmensurable en cuanto puede poner patas arriba cualquier régimen político y dar lugar al nacimiento de otro nuevo y radicalmente distinto. Es tanta su potencia que podemos describirlo como una tremenda erupción volcánica cuyos ríos de lava montaña abajo sepultan y destruyen todo cuanto encuentran a su paso. Tanto es así que, para evitar tan desastrosas consecuencias, desde hace casi dos siglos, la Teoría de la Constitución intentaría domesticarlo creando la figura del poder constituyente constituido, que permite cambiarlo todo con la condición de hacerse mediante los procedimientos preestablecidos.

En lenguaje no académico, para que se me entienda bien, al poder constituyente constituido lo llamamos reforma de la constitución, mientras que al poder constituyente originario lo llamamos revolución o, con menos alcance, golpe de Estado.

Pues bien, cuando una exigua mayoría de diputados del Parlamento de Cataluña, invocando una supuesta soberanía propia, decidió en base a ello saltarse sus propias normas reglamentarias, prescindir de los quorum establecidos por su propio Estatuto de Autonomía, olvidar su falta de competencia para aprobar una ley ad hoc del referéndum y declarar solemnemente que la ley de transitoriedad a la república catalana se situaba por encima, y por lo tanto al margen, de la Constitución española lo que estaban haciendo era poner sobre la mesa la aparición de un poder constituyente originario que, por su propia naturaleza, no respeta ningún orden jurídico preexistente.

Frente a ellos una ingente masa de políticos juristas (registradores, abogados del estado, catedráticos de derecho etc.) siguieron con la inercia de pensar que el Derecho todo lo puede y de ahí el cúmulo de ingenuidades cometidas como la de creer que quienes negaban su sometimiento al derecho preexistente iban a sujetar su conducta a las decisiones de los jueces y tribunales, por muy altos que fuesen, encargados de aplicarlo. No han querido asumir, tal vez por parecerles inimaginable una situación de este tipo, que las revoluciones o golpes de Estado o triunfan o fracasan. No hay término medio. A estas alturas de la Historia vaya usted a explicar que las revoluciones triunfantes habidas en el transcurrir del tiempo, la mayoría violentas y algunas pacíficas, carecen de legitimidad porque hicieron tabla rasa del orden jurídico hasta entonces existente.

Esta es la partida de ajedrez que se está jugando. Ciertamente conforta que el Jefe del Estado haya llamado a las cosas por su nombre e instado a las instituciones del Estado a la defensa de éste y del orden constitucional. Pero me temo que vuelva el síndrome engañoso del (supuesto) poder del Derecho y ello conduzca a pensar que bastará con el 155 o la ley de Seguridad Nacional, apartando de sus funciones a los cargos que -el Rey dixit- se han comportado con tanta deslealtad --cuando no éramos tan finos a eso se le llamaba traición-- para que las aguas vuelvan a su cauce. En la inercia que lleva esta revolución --con todos sus avíos de acompañamiento: adoctrinamiento simple pero rotundo, propaganda falaz, movilización de masas, tergiversación del lenguaje etc.-- hay que seguir siendo ingenuos para creer que la razón del Derecho será suficiente. Si la camarilla dirigente no ha aceptado los autos y requerimiento del Tribunal Constitucional ¿va a aceptar ahora por las buenas lo que se publique en el BOE?.

Y es que no queremos acordarnos de que, como les explico a mis alumnos, el Derecho es Derecho no porque sus normas sean buenas o justas --que sí debieran serlo-- sino por la certeza de su cumplimiento; certeza que no existiría sin la existencia de un poder --el poder del Estado-- que lo impone, llegado el caso, por la fuerza.

Y en esa estamos. O el Estado impone a los golpistas el orden constitucional, o la revolución en marcha triunfará y se llevará de camino por delante al régimen del 78.

Y cuando el orden constitucional se haya restablecido ya habrá tiempo de negociaciones y, si es el caso, de reformas. Será el tiempo de la política que, como es sabido, es el arte de lo posible y la política democrática, todavía más. Cada cosa a su tiempo y ahora lo necesario, si el Estado quiere seguir existiendo como tal, es derrotar el golpe de Estado por la buenas o... por las no tan buenas. | Texto: José Luis García Ruiz. Catedrático de Derecho Constitucional.

 

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