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4.042. El Puerto en la Luna. Notas de una investigación

| Texto: Ángel Mendoza.

Cuando se cumple medio siglo de la llegada del hombre a la Luna, sale a la luz un interesante descubrimiento, sobre cuya posibilidad se había especulado durante años, que sitúa a El Puerto de Santa María en el equipaje que Amstrong, Collins y Aldrin transportaron en la nave Apolo XI. El escritor Ángel Mendoza, tras décadas de búsqueda, confirma por fin en el siguiente reportaje la veracidad de aquella suposición inicial.| En la imagen Buzz Aldrin en la Luna | Foto: NASA.  
Barcelona. Otoño de 1994
No hay descubrimiento importante que no tenga su manzanazo en la cocorota, y el mío (salvadas las distancias con toda una Ley de la Gravedad) vivió su chispazo en el otoño de hace casi veinticinco años, tuvo forma de bulería callejera y su eco se prolongó en el tiempo hasta que hace pocos meses confirmé, al fin, lo que llevaba dos decenios y medio tratando de demostrar: El Puerto está en la Luna. Que nadie piense que ha tenido tal revelación un proceso metódico, una labor debidamente planificada y concienzuda (por más que haya querido subtitular esta entrada como “investigación”), sino que a la coronación de mi hipótesis inicial --que más bien debería llamar simple y empecinada intuición-- llegué más por azar que por otra cosa, desenlazando nudos de interrogación casi por pura chamba.
| Las Ramblas de Barcelona, cuando Cataluña todavía era bilingüe.

Pero viajemos, sin más demora, a octubre de 1994 y a las Ramblas de la Barcelona post olímpica donde quien esto firma pasaba unos días, por motivos de mi trabajo de entonces, asistiendo a un congreso titulado La Educación Social del siglo XXI: perspectivas y retos, que resultó ser una interminable sucesión de sermones infumables declamados por pedagogos de prestigio, en el campo teórico y sólo en ese, que habrían llevado al suicidio colectivo a cualquier grupo de chavales en edad de aprender algo interesente. Como quiera que pude escaparme de aquella conjura de pirados de la pseudoeducación la tarde previa a la clausura, terminé deambulando por la Ciudad Condal, dejándome llevar por el oleaje de aquella urbe rebosante, tan renovada tras los Juegos del 92. Fue en el populoso paseo de Las Ramblas, entre el pintoresco hormigueo de artistas anónimos que se buscaban la vida, cuando el viento me regaló una bulería, cantada con tiento y sonido cavernoso de calé, que decía lo siguiente:

Puerto de Santa Maria
la Luna me sabe a ti,
porque llevó un astronauta
cositas buenas de aquí.

Más que el pellizco con que estaba ejecutado el cante, y más que la estrofa utilizada –era un breve romance de cuatro versos y no el típico tercetillo de la bulería- me sorprendió el contenido de la letra, y que ese contenido hablase de mi ciudad, y que, para remate, sugiriese presencia porteña en el único satélite natural de la Tierra. ¿Qué era aquello? Busqué la guitarra y la voz de la que habían salido tan inauditos versos y descubrí sentado en un banco –y en un lote compacto de instrumento y garganta- a un tipo escuchimizado, muy oscuro de piel, pelo también zaino y engominado de forma excesiva, que tendría unos cuarenta años y vestía de forma no menos histriónica que sus movimientos de manos al rasgar las cuerdas, sus contorsiones corporales y las exageradas muecas que hacía mientras interpretaba. Llevaba botines rojos, pañuelo al cuello verde menta y una camiseta de Curro, la mascota de la Expo, sobre un traje de chaqueta mil rayas, más o menos gris, que ya entonces habría estado pasado de moda en el escaparate de Confecciones Muro. “Toco pa comé”, se leía con dificultad en el trozo de cartón que había colocado, a modo de lema empresarial, delante del cuenco de plástico que ejercía de contenedor recaudatorio. Me coloqué frente a él,  eché dos monedas de veinte duros en su particular cepillo y esperé a que volviese a cantar eso que tanto me había impresionado. Pero el repertorio se prolongaba, la luz de la tarde se marchitaba como una vieja flor y el gitano no repetía la bulería. Así hasta que, dando fin a su jornada laboral, concluyó su actuación, guardó el cartelito en un bolsillo, se metió en otro el cuenco y el superávit, embutió la guitarra en una funda de cuadros escoceses, casi con más agujeros que sus botas coloradas, y, visiblemente molesto, me encaró, tensó como un gato:

--¿Tú que quieres, Gafas?
La bulería de hace un rato, le rogué con tono pacífico: solo quería saber de ella. Le expliqué que era portuense y que me había llamado la atención eso de El Puerto y la Luna… Entonces aflojó repentinamente su tirantez, me extendió la mano y estalló:
--¡Hombreeeeee, casi paisanos entonces! Anda, vente conmigo.

| Barrio Chino de Barcelona | Foto: Ricard Quesada

Y me vi siguiendo por las calles del Barrio Chino a aquel tipo encogido sin saber si me llevaba a un sitio tranquilo a revelarme el origen de taninquietante estrofa o iba a sacar, en un determinado momento, una faca para desposeerme de lo poco que llevaba en la cartera. Por suerte parecía que iba a ser lo primero y, como se frena un vehiculo delante de un precipicio, se detuvo en seco en la puerta de un barucho minúsculo y apenas iluminado, con nombre taurino que olvidé con el tiempo; cruzó su cancela de baraja medio rota, igual que quien entra en su casa, saludó al camarero, como si fuera de la familia, y me invitó a sentarme en una mesa con más lamparones que el techo del Liceu, pero sin nada de brillo. Yo pedí una tónica y él lo de siempre. Y lo de siempre era una botella de oloroso seco Alfonso, de González Byass, con su catavino al lado bien lustroso.

Nunca cantaba dos veces lo mismo el mismo día, por una superstición que tenía, me aclaró. La letra de la bulería era suya -porque también era “poeta a ratitos”- y fue un encargo de alguien muy, muy importante, pero hasta ahí podía revelar, porque las cosas íntimas del flamenco son para los gitanos, nada más, prosiguió, mientras apuraba una copa tras otra. Me acordé entonces de algo que José el Negro, bien contundente, le soltó una vez a Luis Suárez Ávila mientras el abogado y flamencólogo lo entrevistaba: “Si te digo mi verdad, me quedo sin ella”.

| El estudioso del flamenco y colaborador de Gente del Puerto, Luis Suárez Ávila, con José de los Reyes 'el Negro' | Foto: Los Fardos de Pericón.

Pero aquel otro gitano, en cambio, si me contó parte de su verdad, aunque no lo que yo quería. Se llamaba Miguel Moreno De Los Santos, había nacido en Rota en el año cincuenta y cuatro, era familia lejana de los Agujeta –recalcó con un par de pizcas de vanidad- y cantaba desde chico. Durante años actuó para los americanos de la Base, y lo ganaba bien, incluso en dólares, pero la Villa se le quedó pequeña, de modo que tiró para Madrid donde se hizo llamar Niño de la Chata, en homenaje a su madre. Se subió a algunos tablaos de postín como Los Canasteros, pero un rifi rafe gordo con un cliente lo apartó de los escenarios y casi lo envió a presidio. Se convirtió en un maldito al que nadie contrataba, y terminó cantando para atrás a artistas de tercera división por dos duros. Finalmente llegó a Cataluña, donde sobrevivió como pudo, y ahora “actuaba” en las Ramblas esperando mejores auditorios. Una semana antes, me confesó a media voz acercándose mucho, alguien de TV3 le había dado su tarjeta y había prometido llevarlo pronto a la televisión catalana con un buen caché.

| Ángeles Barceló y Carlos Francino, en la televisión catalana TV3. Año 1994.

No sé cuantas copas de Alfonso después (que intuí que acabaría pagando yo, como en efecto sucedió), y cuando ya casi no entendía lo que pronunciaba mi pintoresco compañero, buscó el hombre acomodo en la mesa, se dejó caer, dejando ver solo su pelazo negro empatricado y revuelto como un alga marina, y empezó a roncar con estruendo de banda de cornetas y tambores. Yo volví al hotel y, a la mañana siguiente –después de asistir a la conferencia final del congreso en la que di el triple de cabezadas que el resto de los participantes- viajé en dirección a El Puerto.

No supe nada más de aquel Mairena de las Ramblas, ni me preocupé en indagar qué podía haber de verdad en su biografía beoda, pero lo cierto es que se me quedó dentro la bulería aquella, como se instala en nosotros una sospecha o un miedo que sabes que te va a acompañar mucho tiempo. Compartí, eso sí, el relato con Luis Suárez una tarde, en su casa de la calle San Juan. No le sonaba de nada aquel cantaor, y se quedó perplejo cuando le recité la curiosa bulería arromanzada que, desde luego, no era tradición oral (los astronautas no existían cuando los primeros gitanos llegaron a Castilla), ni estaba en el corpus de ningún investigador medianamente importante, ni había que darle, por tanto, mayor importancia. 

Tele Rota. Verano de 2002
Así hasta que una noche del verano de 2002, mientras hacía zaping a las tantas para no ir a la cama todavía, después de una barbacoa nocturna poco digestiva en casa de unos buenos amigos, paré el mando en Tele Rota, donde estaban repitiendo el programa vespertino Terraza de verano. Seguro que muchos recuerdan, con algo de sonrojo ajeno, aquellos espacios estivales de las televisiones locales, siempre rodados en jardines de hoteles o en parques acuáticos, con sus actuaciones en play back de futuras estrellas de la copla, sus concursos para niños patrocinados por alguna empresa descollante de la zona y, como no, sus inigualables presentadores. El de aquel magacín era un cincuentón de pelo cano (en polo, bermudas, náuticos, y más bien orondo) que desde luego no tenía desperdicio como comunicador. Estaba frente a él Robert Cassidy, nada menos. ¿Y quién no conoce por aquí al Teniente Coronel Robert Cassidy, vecino de Rota desde casi los albores de la Base Naval? El tal Cassiddy --ataviado como para ir a jugar una partida de bolos-- era un sonrosado septuagenario de cabellera nívea que se parecía a todos los ancianos secundarios de los telefilmes americanos de los setenta y, micrófono en mano, confesó sentirse “mucho contento” por la interview en Tele Rota, y era tan alucinante para mí el numerito que me tragué entera, y como hipnotizado, la interview, en la que se dio un pormenorizado repaso a los felices años en el Sur de España del Teniente Coronel, que casi le habían hecho olvidarse por momentos de su New Jersey natal.

| Buzz Aldrin durante la Guerra de Corea.

Pero lo que me hizo dar un respingo del sofá, y removérseme todas las costillas de cerdo y chorizitos y filetes, fue cuando se refirió, con una exaltación incontenible que casi le apagaba la voz, a las dos estancias en Rota de su viejo amigo, casi brother, Buzz Aldrin, original también de New Jersey, compañero de batallas en la Guerra de Corea y de formación en la prestigiosa academia de West Point.

| Edwin Eugene Buzz Aldrin, en la época a la que se refería el Teniente Coronel Cassidy

Había que aclarar a los telespectadores, interrumpió el presentador con educada ceremoniosidad, que estábamos hablando, nada más y nada menos, que del segundo hombre que había pisado la luna en el verano de 1969, el gran Edwin Eugene Aldrin,  tripulante del Apolo XI,  nave de la histórica misión de la NASA en la que se logró –y aquí también hubo un quebrado tono de emoción intensa- “un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la Humanidad”. Fueron estancias breves, pero dichosas para Aldrin, en la provincia gaditana: una primera visita antes de la mítica misión lunar y otra después, cuando ya era una celebridad en horas bajas.

¿Que qué le gustó de aquí? Muchas cosas, afirmó Cassidy tratando de improvisar una pequeña lista: temperatura, playas, vino, bonitas mujeres. ¿Y algo más… curioso?, trató de indagar quien dirigía la entrevista. Bueno, sí, dudó uno segundos Cassidy, ya me acuerdo:

--El cazón en adobo. Una noche llevé a my friend al Puerto Santa María y se comió él solito una ración de cazón en adobo que ya never se le olvidaría…

| Una ración como ésta se comió solito Buzz Aldrin en El Puerto.

Estallido de risas, sonora carcajada hispano-norteamericana, y era una pena no poder seguir hablando con el Teniente Coronel (al que daba las gracias de todo corazón, y aquí tiene usted su casa)  porque en televisión el tiempo es oro y ya está preparada sobre el escenario la joven promesa Puri de Chipiona, que sin duda acabaría eclipsando en un futuro, vaticinó el presentador mientras se acercaba a la joven haciéndose un peligroso lío en las piernas con los cables del micro, a su mismísima paisana Rocío Jurado.

| Entrada a la Base Naval de Rota.

El Puerto. Invierno de 2009
Mis intentos por contactar con el Teniente Coronel fueron, como podrán imaginar, infructuosos. Le escribí más cartas a Robert Cassidy que a mi primera novia; yo, que soy de escribir. Llamé no sé cuántas veces por teléfono a la  Base de Rota para concertar una cita en la que solo trataría con el Teniente Coronel, siempre lo dejaba bien claro para que no me confundieran con un antiimperialista o algo por el estilo, “de la estancia en España del astronauta Edwin Eugene Aldrin con objeto de elaborar un reportaje para un periódico provincial con el que colaboro desde hace varios años”. Y el pertinaz silencio me hizo también callar a mí y abandonar mi particular investigación en un tiempo en el que me dediqué a lo que todo el mundo a los treinta y pocos: sacar unas oposiciones, comprar un piso, casarme, tener descendencia…

| Magnificant desolation, biografía de Buzz Aldrin.

En noviembre de 2009, el día que cumplí cuarenta tacos, un viejo amigo, que conocía mi enquistada querencia por aquella bulería, me regaló uno de los libros más increíbles que he leído nunca: Magnificant desolation, biografía de Aldrin, cuyo título calca la improvisada descripción del paisaje lunar que hizo el astronauta al bajar del Apolo XI: una magnífica desolación. Es increíble, me preguntaba mientras traducía el libro a duras penas, pero sin desfallecer, lo desgraciadas que pueden ser las vidas de personas llamadas a tener, por sus circunstancias, vidas plenas y envidiadas. Y la de nuestro protagonista es un típico caso de juguete roto: las 21 horas y 31 minutos que el astronauta Edwin Buzz Aldrin permaneció en la superficie lunar el 20 de julio de 1969 le trajeron fama y reconocimiento. Pero una vez de regreso a la Tierra cayó en el alcoholismo y la depresión, se divorció dos veces y trabajó como vendedor de coches mientras buscaba algo que llenara el espacio que le dejó el espacio. Pero lo importante para mí, lo inexplicable y emocionante, lo que justificaba un montón de años de inquietud por una letra oída una tarde en Barcelona, estaba en el capitulo de la biografía en el que cuenta su flechazo por el Sur de España, y hasta donde fue capaz de llevar esa pasión.

| De izquierda a derecha, Amstrong, Collins y Aldrin.

El verano anterior a ser recluido junto con los otros astronautas para la misión Apolo, Aldrin visitó a un viejo camarada de guerra, de West Point y casi de infancia, porque habían nacido muy cerca, recordado por él como Roby Cassidy y destinado desde hacía unos años en la Base Naval de Rota. Necesitaba unos días de desconexión antes de ser absorbido por una de las empresas más decisivas de la Carrera Especial y de Guerra Fría, y los buscó en la compañía de un buen amigo. En el capítulo que relata esa primera visita cuenta su impresión ante todo lo que era la Rota de aquellos años, y cómo, una noche, lo llevaron a conocer la ciudad limítrofe de Puerto de Santa María (como tanta gente, se come el artículo), donde le contaron que se alzaba una magnífica plaza de toros, construcción exclusivamente hispana que no quería dejar de ver antes de irse. Le recordó la Plaza Real a los anfiteatros romanos, según escribe. Luego paseó por el casco antiguo, entró en “una especie de catedral cristiana” (él, que era presbiteriano convencido) y le llamó la atención un bar cercano con freiduría que se llamaba precisamente Apolo.

| El Bar Apolo, donde estuvo comiendo Buzz Aldrin en su visita a El Puerto.

Propuso a sus acompañantes cenar allí, por más que no se tratase de un restaurante de lujo, y entonces probó, dejándose llevar por los consejos del camarero, el cazón en adobo. El impacto que le causó el bienmesabe fue difícil de definir, pero imposible de olvidar. Describe la ternura precisa de cada mordisco, la tersura de romper la tela apenas dura del rebozo, el calor encendiendo la boca y el humo del pescado inundando el paladar y escapando, aún caliente. Se detiene en el intenso sabor a mar y a ajos y a especies del cazón, reunidos en una conjunción muy cercana a la experiencia mística.

| Entre los objetos que se quedaron en la Luna, hubo uno que llevó Buzz Aldrin,  procedente de El Puerto de Santa María.

Nada fue igual en sus gustos culinarios a partir de ese día, todo cambió para siempre, y quiso, y consiguió, que a través de su amigo Roby y de la NASA llegara hasta los Estados Unidos una muestra de cazón en adobo portuense para sumarlo a los objetos que  llevarían hasta el satélite. Yo tampoco sabía que además de los cachivaches más conocidos que se dejaron allí: la placa conmemorativa, un disco con música y mensajes de casi todos los países, la consabida bandera norteamericana que sigue ondeando, además de todo el aparataje técnico sobrante…, fueron hasta cien las cosas que no volvieron, y que a cada uno de los tres astronautas se le dio la posibilidad de aportar un número determinado de objetos, siempre que fuesen analizados y debidamente autorizados por los ingenieros responsables.

| Logo del Apolo 11

De modo que allí estaba la respuesta, o  respuesta aún parcial, a la pregunta que me suscitó la bulería de Miguel Moreno De los Santos, en el cazón adobado que había recorrido en cuatro días 384.400 kilómetros a bordo del Apolo XI. En apenas dos líneas liquida Aldrin en el libro su segunda estancia en Rota --Navidades de 1971-- cuando, después de la gira de dos años en la que recorrió el mundo entero con sus compañeros exhibiendo la hazaña de julio de 1969 como monos de feria, volvió a España, ya depresivo y con problemas de alcohol,  buscando la paz y los consejos de su buen amigo Cassidy, que montó en su honor “una fiesta hermosa y musical que le agradeceré de por vida”. ¿Todo resuelto entonces? No, aún faltaba algo.

Entrevista a Buzz Aldrin, hace 25 años, en la Cadena SER, a partir del minuto 34.

Centro Penitenciario Puerto III. Invierno de 2019
En enero de este año, mientras cruzaba hacia mi aula un módulo de la prisión de Puerto III donde ejerzo como docente, volví a oír aquel cante después de más de veinte años: Puerto de Santa María/ la Luna me sabe a ti… Esta vez sin guitarra, sin el encanto y la fuerza de la primera vez y, suponía, para nadie más que para mí, porque allí no había público que pudiera echar moneda alguna. Me volví y ahí estaba él, sesentón y más pequeño aún que entonces, con un atuendo mucho menos llamativo y mucho más pobretón, con apenas una madeja de pelo canoso donde una vez hubo cerrado cabello oscuro, y con surcos en el rostro en los que se podría sembrar remolacha. Me tendió la mano, sonriente: 

--¡Qué de tiempo, Gafas!

Al parecer me había reconocido dos días antes, y no quería dejar de saludarme, antes de irse definitivamente, porque le quedaba poca condena y había pedido aquel centro penitenciario para pasar las últimas semanas antes de volver a su Rota natal a montar un tablao flamenco, ahora que el flamenco estaba de moda otra vez y él sabía de eso tanto. Tenía algo que confesarme y lo hizo un día después, cuando, ya con tranquilidad, pude charlar con él. A finales de 1971 lo mandaron a llamar para que echara unos cantes en una fiesta que le había preparado a un buen amigo un oficial yanqui de mucho rango en la Base. También tenía que improvisar en unas pocas horas --porque era también poeta casual-- una letrilla referida a lo del cazón en adobo que el mediador de su actuación le contó para que se inspirara.

Aquella noche no reconoció entonces al segundo ser humano que pisó la Luna, porque nunca fue de mucho leer la prensa y las revistas, pero le señalaron quién era, y sintió algo muy grande al estar delante del héroe Buzz Aldrin, quien no pudo contener las lágrimas cuando su amigo le iba traduciendo, a susurros, la bulería que para la ocasión había creado el Niño de la Chata. Al día siguiente de nuestra charla Miguel obtuvo la libertad, y no he sabido nada más de él, y le deseo desde aquí toda la suerte que no ha tenido en su penosa vida. Se cerraba así un círculo que el propio Moreno de los Santos había comenzado a dibujar hacía mas de dos decenios. Ahora, cuando se cumple medio siglo de la llegada del hombre a la Luna, no puedo evitar mirarla desde la perplejidad más absoluta, como cuando era niño, siempre complacido, si aspiro bien fuerte, por las vaharadas calientes y espaciadas a cazón en adobo de El Puerto que me llegan desde tan lejano y enigmático lugar.

4 comentarios en “4.042. El Puerto en la Luna. Notas de una investigación

  1. Juan Rincón

    Quizás algún dia se desarrolle algún tipo de vida extraña en La Luna. Lo que no todo el mundo sabe es que puede ser que esa génesis se produzca en base al cazón en adobo portuense - lo más seguro que del Bar Apolo - que un astronauta dejó allí hace 50 años. Si quieres conocer esta historia, tendrás que leer el genial artículo de Angel G, Mendoza.

  2. Milagros Carreto Vega

    Una historia "alucinante" !!! gracias Ángel por contarla. Me parece bastante increible que el cazón de El Puerto llegara a la Luna!! eso hay que darlo a conocer en el Mundo...
    Hay que hacerle un monumento a Aldrin en El Puerto comiendo cazón bajo la luz de la Luna... jajaja (como no se le ha ocurrido a ninguno de nuestros insignes alcaldes)!! Enhabuena por tu artículo!

  3. María F. Lobo

    Me ha encantado! Conforme iba leyendo no quería que terminara tan maravillosa historia, y que el destino quiso que volviera a encontrarle después de tantos años.¡ Qué de tiempo, gafas! Gracias por compartirlo...

  4. Raquel Letang Benjumeda

    Un interesante y entretenido artículo, mantiene el interés hasta el final, nos ha transportado en el tiempo y sobre todos nos ha traído buenos recuerdos a los que vivimos esos tiempos

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