Reencuentro, confesiones tardías y la serenidad que deja el paso del tiempo

El escritor y flamencólogo Antonio Cristo Ruiz evoca con ternura y melancolía su primer gran amor juvenil, vivido en la plaza de Isaac Peral, una relación marcada por la intensidad de la adolescencia, las convenciones sociales de la posguerra y una separación inevitable por el futuro que ella eligió. A través del reencuentro décadas después, ya en la madurez tardía, el relato se convierte en una reflexión íntima sobre el amor, la memoria y las decisiones que determinan una vida, dejando como poso final la serenidad del recuerdo y la aceptación del destino.
| Texto: Antonio Cristo Ruiz.
Conocí a una niña de unos quince años en la plaza Peral. Se llamaba María y me enamoré de ella. Solía salir acompañada de su amiga Rocío. Yo iba todas las tardes a verla y cada día me gustaba más. Me recorría la plaza dando vueltas solo para contemplarla.
Un buen día se dirigió a mí y me preguntó: —¿Por qué das tantas vueltas y me miras tanto? Mi respuesta fue: —Porque me gustas mucho, María. Se echó a reír y me dijo: —¡Qué fresco eres! Siéntate con nosotras en el banco y deja de dar tantas vueltas.
Ahí empezó nuestra relación, que duró dos años. Yo era mayor que María, año y medio. Lo pasábamos muy bien todos los días de la semana, excepto algunos sábados y domingos, porque yo tenía que jugar partidos de fútbol con la Peña El Troncho. Recuerdo que Rocío y María fueron un par de veces al campo de la Gimnástica para verme jugar.
En unas Navidades, cuando llevábamos ocho meses de relación, estuve esperando a María en el portal de su casa y de repente salió su madre y me dijo: —Antonio, pórtate bien. La única palabra que me salió fue: —¡Sí!

Solíamos ir a bailar al cine Macario, pero sus padres se enteraron y tuvimos que dejarlo. Las veces que nos encontrábamos con ellos yo lo pasaba fatal. María me decía: —Antonio, mis padres saben muy bien que tenemos relación y también saben de qué familia eres.
Mis amigos de la peña El Troncho me preguntaban qué me había dado María, que no se me veía el pelo.
Una tarde fui a recogerla y la vi muy seria y triste. Me dijo: —Antonio, tengo que hablar contigo. Me he enamorado de una persona mayor que tú y tenemos que romper nuestra relación. Tú sabes que te quiero y que te he cogido mucho cariño, pero me da mucha pena dejarte y te pido perdón. Cuando me iba, me llamó: —Ven, Antonio.
Nos dimos un beso, nos abrazamos y nos besamos mucho, como si no hubiera pasado nada. Yo no entendía qué le pasaba a María. Al despedirme, se quedó llorando; yo me fui triste y lo pasé muy mal durante algunos meses. De vez en cuando la veía paseando con aquel hombre, mucho mayor que yo.

Una tarde de verano la vi sentada con su novio en el parque Calderón. Hice como si no la hubiera visto, pero me llamó: —Antonio. Le respondí: —Adiós, María, tengo mucha prisa. Ya hablaremos otro día. Creo que quería presentarme a su futuro esposo. Siempre que me veía se paraba conmigo; hablábamos mucho más de lo normal, me cogía las manos y a veces me besaba. Nunca entendí bien lo que pasaba. Nunca le guardé rencor. Fue muy cariñosa conmigo y me demostró que me quería. Siempre me preguntaba cómo estaba y si tenía relación con alguna chica.
Hablando con nuestra amiga Rocío, me informó de que el novio de María era norteamericano y se llamaba Richard. Cuando María cumpliera veinte años se casarían y se marcharían a Estados Unidos. Se conocieron en una boda y de ahí partió su relación. Rocío me dijo: —María quiere despedirse y hablar contigo antes de marcharse. Te quiere mucho y no sé por qué te dejó. Estaba muy enamorada de ti y ahora la veo triste.
Un día María me estuvo esperando a la salida de mi casa. Al verme, me dijo: —Antonio, vamos a dar un paseo. Me marcho mañana a Estados Unidos y posiblemente no nos veremos más. Paseamos y estuvimos hablando un buen rato. Me dijo: —Que tengas mucha suerte en la vida. Contigo he pasado los dos años más bonitos de mi vida. Nos dimos varios besos y se marchó llorando. Así fue la despedida de María. Yo quedé muy confuso.
Nuestra amiga Rocío se marchó a Barcelona y no la volví a ver, aunque supe que estaba muy bien y que era una gran persona.

En el verano de 2017, paseando por la calle Luna, una señora me llamó por mi nombre. Al principio no la reconocí, hasta que me dijo que era María. Me dio mucha alegría verla, aunque lógicamente ya no era la María que yo conocí, ni yo el Antonio de los diecisiete años.
Conversé con ella varios días. Me contó que no había tenido suerte con su esposo, que se había divorciado y lo había pasado muy mal. Tenía un hijo, John Antony, que no había podido venir ese verano a El Puerto por trabajo.
Me dijo que se había acordado mucho de mí, de El Puerto y de su gente. Sus padres habían fallecido y su hermano Juan vivía en Canadá. Había preguntado por mí y le dijeron que vivía en Madrid, que escribía en Gente del Puerto y que venía a menudo.
Tomamos café con churros, recorrimos calles que solíamos pasear y fuimos a la Iglesia Mayor Prioral, pues era muy devota de la Virgen de los Milagros. Me enseñó fotos mías jugando al fútbol con la peña El Troncho y otra montando a caballo en la feria de ganado. Me regaló una foto suya, que no sé dónde está; aunque la encontrara, no la pondría en este texto.

Trabajaba en una agencia de viajes y vivía con su hijo en un pueblo cercano a Nueva York. Venían a El Puerto de vacaciones cuando podían. Nos acordamos mucho de aquellos tiempos de juventud. Me dijo riendo: —¿Te acuerdas de aquellas noches en la puerta de mi casa, cuando casi nos pilla mi madre? ¡Qué pillo eras, Antonio!
María fue una mujer guapa tanto de joven como de mayor. Tuvo pretendientes, pero lo pasó tan mal en su matrimonio que no se fiaba de nadie. Me preguntó por mi familia. Le conté que tenía dos hijas casadas y cuatro nietos, dos hembras y dos varones. Me casé con una roteña poco después de que ella se marchara a América y somos muy felices. —Me alegro mucho, Antonio, de que la vida te haya ido tan bien —me dijo.
Nos escribimos durante tres o cuatro años. El último correo que me mandó no se encontraba bien; tenía problemas de corazón. Me confesó: —No he querido a mi marido como te quise a ti, Antonio. Es la verdad.

Analizando su matrimonio, creo que aquellos eran tiempos duros, salíamos de la posguerra, había hambre, necesidades y miseria. Ella eligió el camino con más posibilidades de vivir mejor. Le aconsejaron que yo era muy joven y sin porvenir. Richard era militar, sargento, tenía coche —algo muy raro entonces— y buen sueldo. Ese camino lo eligieron muchas personas en aquellos años.
María ya no está entre nosotros. Me dio mucha pena cuando se marchó con los que no vuelven. Fue una mujer sincera, que decía lo que sentía. Creo que ahora, después de todo lo vivido, descansará en paz. Con la verdad por delante: he conocido a muchas mujeres casadas con norteamericanos que han sido felices, incluso hay familiares míos en esa situación. María tuvo mala suerte; le tocaron los malos momentos que trae la vida.
Cuando le conté esta historia a mi esposa, me dijo: —Me hubiera gustado conocerla personalmente.
