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El Chato Guarigua. El del pregón dulce y las manos tostadas #6.254

| Manuel García Berciano, más conocido como el Chato Guarigua

| Texto: José María Morillo

En las esquinas soleadas de El Puerto de Santa María, cuando la ciudad aún olía a pan tostado y a leña de almendro, vivió Manuel García Berciano, más conocido como el Chato Guarigua. Nació en 1922, en una casa humilde donde el aire se colaba entre las rendijas del alma y el pan se partía con la misma esperanza con que se amasa la vida. Murió joven, a los 55 años, el 17 de julio de 1977, dejando detrás de sí un reguero de voces, pregones, memorias y expresiones.

Manuel era hijo de Francisco y Mercedes, dos portuenses de los de toda la vida, de esos que sabían más del campo que del calendario, y de esos nacimientos que se apuntaban en la libreta del párroco. Fue el tercero de cinco hermanos que lograron resistir los envites del tiempo, aunque su madre, con la entereza de las de antes, trajo al mundo veintiún hijos, muchos de los cuales se le fueron antes de aprender a andar. Una familia grande, como los patios de vecindad y las ganas de reírse de lo duro.

El apodo Guarigua, que a tantos confundía, venía del padre. Francisco vendía naranjas washintonas —que aquí se decía “guachintonas”, y acabaron siendo “guachis”— en un esportón de esparto que olía a tierra. De “guachi” a “guari”, y de ahí, por arte de boca en boca, nació el “guarigua”. Así se quedaron todos: los Chatos Guariguas, con un mote más viejo que el pinar de Coig.

Manuel no pisó mucho la escuela, pero no por lento, sino porque la vida lo llamó antes a la faena que a la pizarra. Aprendió a leer y escribir en la mili, en Mahón, en la isla de Menorca, donde el mar tiene otro acento, y los sargentos, otro genio.

Vivió primero en la calle del Postigo, pero al casarse con Pepa Torres Martín-Bejarano, se fue con ella a un bodegón junto a la Plaza de Toros, hasta que el destino los llevó a la Barriada de la Inmaculada. Con Pepa tuvo una hija, Mercedes, y de ahí brotó una saga entera: ocho nietos y una ristra de bisnietos que ya dan palmas y piden semitas sin saber bien qué son.

Trabajó en lo que salía, como los hombres de antes, sin esperar al lunes ni al patrón. En el campo, en la panadería de la calle San Juan, donde las manos le olían a harina y a almendra tostada. Compraba las almendras él mismo, las partía con su hija Mercedes en una piedra del patio y las tostaba en horno de leña, usando las cáscaras como combustible. Luego, se iba con un canasto hasta la esquina del Bar Los Maera, en la calle Ganado, y las vendía con un pregón que aún resuena en los oídos de los mayores:

—¡Almendras de los almendros! ¡Los niños las roban y yo las vendo!
También vendía semitas —ese pan dulce, prieto y redondo como un abrazo de abuela— con otro grito:
—¡Semitas, que están calientes y calentitas!

En Navidad, junto a su hermano Paco, se ponía en La Placilla a vender tortas de aceite. Eran días fríos, pero el calor del negocio casero y de los villancicos improvisados lo arropaban.

La anécdota, con pena de 9 meses, del cerdo que no llegó a Sevilla
Como en toda buena historia de pequeña Ciudad, hay una anécdota que define a un hombre más que mil biografías. Por hambre y por coraje, el Chato Guarigua vivió un episodio que aún se cuenta en voz baja, entre sonrisas de complicidad y alguna lágrima escondida. Un conocido le pidió que llevara un cerdo hasta Sevilla. Pero Manuel, que tenía la necesidad sentada a la mesa todos los días, vendió el marrano antes de llegar a casa, por 900 pesetas. Con ese dinero compró comida y celebró una cena con su mujer y su hija en el Bar Vicente, como quien celebra una tregua en la guerra del día a día.

Pero El Puerto era —y es— pueblo chico, infierno grande. El dueño del cerdo se enteró antes de que terminara la digestión, y apareció en su casa reclamando lo suyo. Manuel, sin parpadear, le soltó una verdad como un puñal:
—En mi casa no había para comer. Y yo he vendido el cerdo para darle de comer a los míos.
Le cayeron nueve meses y un día. Un mes por cada cien pesetas de hambre. Pero en la cárcel no entró un ladrón. Entró un padre. Y de allí salió con el mismo pregón y con la frente igual de alta.

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