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Luis ‘el de los huevos’, memoria de un Puerto que ya no vuelve #6.252

| Texto: José María Morillo.

Hay personajes que no salen en los libros de historia, pero se quedan en la memoria de los barrios, en las esquinas donde aún se respira lo auténtico. Luis del Pino Robles, más conocido como Luis ‘el de los huevos’, fue uno de esos gaditanos de casta, hechos a la vieja usanza, que lo mismo te cantaban una copla que te contaban un chascarrillo. Repartidor desde niño, artista por vocación, emigrante por necesidad y soñador hasta el final, Luis fue un hombre de los que sabían ganarse la vida con las manos, y los aplausos con el alma.

Vivió casi un siglo viendo transformarse la ciudad, desde los carros hasta los coches, desde los tablaos hasta la televisión. Pero nunca dejó de ser él mismo: educado, generoso, elegante hasta con las palabras. Su historia es la de tantos que cruzaron el siglo XX con una sonrisa por delante y un arte que no cabe en ninguna etiqueta. A Luis lo recuerdan con cariño, con admiración, y con ese pellizco que deja en el pecho saber que se ha ido alguien que representaba lo mejor del pueblo: dignidad, talento y alegría.

Venía al mundo bajo los soportales que daban sombra frente a la antigua Casa de la Munición, donde después se serviría vino y olvido en la taberna de La Resaca. Allí, entre uniformes, lavaderos y carretillas de leche, creció este personaje de alma ligera y paso firme, hijo de María Magdalena —que lavaba la ropa a los soldados— y de Francisco, primo hermano de los toreros Manolo y Miguel del Pino. Desde chico, Luis supo que la vida era más de bregar que de esperar, y se echó a las calles con una cesta de huevos al brazo, repartiendo queso y leche como quien siembra dignidad puerta por puerta. Así fue como le vino el apodo, “el de los huevos”, que él llevaba con orgullo, como quien sabe que hasta lo humilde tiene nobleza si se hace con arte.

Programa de mano de 1953. Luis aparece abajo a la izquierda

Luis fue uno de esos hombres que bailan la vida con compás propio. Dominaba el cante, las castañuelas y ese estilo irrepetible de los que imitan a la alegría sin perder su raíz. Lo mismo se marcaba una bulería vestido de Carmen Miranda —con frutas en la cabeza y lentejuelas al viento— que dejaba boquiabierta a Lola Flores en una fiesta privada. Soñó escenarios y tuvo algunos: en Canarias, en París, en bares donde el público pedía bises como quien pide otra copla de la memoria.

| Luis, ataviado a lo Carmen Miranda, en unos Carnavales

Pero la vida, terca como un mulo, lo llevó por otros derroteros: Francia, el trabajo de camarero, la hernia, la invalidez. Aun así, nunca perdió el brillo de los ojos ni el deseo de subirse otra vez a un tablao. En la Barriada de las Nieves, ya con el bastón de la edad apoyado en la esquina de la Plaza Venezuela, seguía soñando con actuar “por amor al arte”, con volver a sentir las palmas. Porque hay quienes nacen para ser artistas, y hay quienes, como Luis, nacen para no dejar de serlo nunca, aunque la vida les cambie el decorado. Nos dejaba con 96 años en marzo de 2020.

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