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2.820. Felipe Benítez Reyes. Sus años escolares en El Puerto

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El escritor roteño Felipe Benítez Reyes está de enhorabuena: acaba de publicar en Destino El azar y viceversa, una esperada novela de quinientas páginas a la que no le sobre una tilde. Obra, pues, monumental en todas las acepciones del adjetivo. Orgulloso de su origen mayeto, el pueblo que lo vio nacer y crecer – donde hace tiempo que tiene calle con nombre propio- no fue el de sus estudios primarios, sino El Puerto de los primeros setenta del pasado siglo. San Luis Gonzaga vio pasar por sus aulas a otro grande de la literatura en castellano, como antes lo hicieran Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti y Fernando Villalón. Publicamos estos dos textos de evocación porteña de uno de los autores más citados y elogiados de las últimas generaciones. /Texto: Ángel Mendoza.

I

(…) ¿Viajamos un poco en el tiempo, rumbo directo a los primeros años de la década de los 70, para no ser menos que los personajes de H.G. Wells, aunque en trayecto inverso? Bien, en 1973 yo era alumno interno del Colegio San Luis Gonzaga, de jesuitas, en el Puerto de Santa María. (No lo interpreten, por favor, como inmodestia, sino como dato histórico: también fueron alumnos de ese colegio Fernando Villalón, Juan Ramón Jiménez y Rafael Alberti.) (…Lo cual no quiere decir nada a favor de su posible condición de cantera lírica, por supuesto, porque también es antiguo alumno de allí Manuel Humberto Williams, alias Gallina Blanca, que se dedica actualmente a perseguir el fraude fiscal con diligencia.) Los pedagogos de aquella época no parecían tener miedo a las programaciones exhaustivas, de modo que los alumnos estábamos obligados a manejar a diario, como libro de consulta, una Historia Universal de la Literatura editada por Santillana: 576 páginas en formato holandesa.

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Tras unas nociones preliminares (“¿Qué es la literatura?”, “No todos los libros son literatura”, “¿Sirve para algo la literatura?”), ofrecía aquel libro, de entrada, una antología de textos de autores chinos, indios, hebreos, árabes, griegos y romanos, para que los niños fuésemos iniciando del modo más traumático posible nuestra conversión en eruditos. (Y luego los poetas líricos barrocos, y los épicos, y los dramaturgos, hasta llegar, exhaustos, a Corneille, Racine y don Ramón de la Cruz, para que no faltase nadie.)

Leíamos allí fragmentos de Lao-Tse, de Kalidasa (El anillo de Sakuntala, con su reverberación suntuosa de exotismo de película de sábado por la tarde en los cines faráonicos con butacas de gutapercha carmesí), de Valmiki, del Mahabharata, del Pantchatantra…Nos enterábamos por aquel libro didáctico y caótico de la desgracia final del gigante Polifemo, de la burla que hizo Aristófanes de los sofistas, de las aspiraciones beatíficas de Horacio, de las maquinaciones vengativas de Medea… Leíamos en él la “Oda a la cigarra” de Anacreonte, el poeta etílico, y la fábula del oso y los dos amigos, de Esopo. Leíamos allí fragmentos amañados del Poema de Mio Cid y el romance del infante vengador, el de Fontefrida, el de la mañanica de San Juan, el de Abenámar… Leíamos el cuento anónimo de los dos ánades y el galápago y el de los mures que comían hierro. Leíamos “La balada de las lenguas envidiosas” de Villon y la “Llama de amor viva” de san Juan, oíamos los lamentos italianizantes de Garcilaso de la Vega y los resoplidos de furia de Orlando. Éramos testigos de la lucha de Amadís con un gigante, del rapto de unos indígenas relatado por fray Bartolomé de las Casas, de la mala aventura que padeció con una leona el hijo del caballero Zifar, de nombre Garfín; de la flotación espectral de la suicida Ofelia…Y así sucesivamente.

En las largas horas de estudio a que estábamos obligados los alumnos internos, aquel libro fue para mí algo parecido al espejo prodigioso que se traspasa y te lleva a la región de los encantamientos sin fin. Lo hice mi cómplice, mi chistera de ilusionista, mi caverna de espectros. A ningún otro libro creo que le deba yo más que a aquel modesto libro de consulta para adolescentes con ganas de hacer cualquier cosa menos consultar libros. (…)

II
Fragmento de una conferencia sobre el Vino ofrecida en El Puerto.

Les ruego que me disculpen el descenso a la anécdota autobiográfica, pero el hecho de venir al Puerto de Santa María en calidad de conferenciante, situado a medio metro del suelo, ante un micrófono y ante un público, me produce una emoción extraña, una emoción propia de impostores, porque en esta ciudad fui yo colegial, un niño que leía a Aristóteles y a Edgar Allan Poe durante el día y que soñaba con los piratas y con las novias de los piratas durante la noche, allá en los dormitorios como túneles del colegio puesto bajo la advocación de San Luis Gonzaga, ese colegio inmenso y laberíntico en el que entrevieron sus primeros versos Fernando Villalon, aquel conde esotérico y dadaísta; Juan Ramón Jiménez, cantor principal de los crepúsculos, y Rafael Alberti antes de ser un marinero desterrado. Siempre que regreso aquí, al Puerto, me viene como una oleada la imagen de aquella época de mi vida que me parece que transcurrió ayer mismo y que ya es un nunca jamás: un tiempo entre la niebla. Siempre que regreso aquí, aquel niño que ya no es un niño reconoce calles y bares, cines y olores, y el pasado adquiere de ese modo la consistencia de una alucinación amable.

Los alumnos internos de aquel colegio de jesuitas disponíamos de dos horas de paseo los lunes y los miércoles, y algunos aprovechábamos aquella expansión para irnos en ocasiones a una vieja taberna cercana al colegio, una taberna en la que bien pudieran escenificar sus torneos de atrocidades y de conquistas galantes don Juan Tenorio y don Luis Mejía, porque parecía menos una taberna que el fósil de una taberna, y allí jugábamos a los bellacos.

Este juego llamado de los bellacos era en esencia muy sencillo: en principio, pedíamos una botella de vino, que quedaba situada en medio de la mesa como una especie de amenaza; luego, a cada uno de los jugadores se le asignaba un número, y la ronda comenzaba del siguiente modo: alguien decía "Se ha perdido un cofre lleno de oro y la llave la tiene el primer bellaco", a lo que el primer bellaco tenía que contestar rápidamente :"Mientes, bellaco", ante lo cual el bellaco desmentido preguntaba "Entonces ¿quién la tiene", y el bellaco falsamente acusado contestaba: "La tiene el cuarto bellaco", por ejemplo, a lo que el cuarto bellaco tenía que contestar: "Mientes, bellaco. La llave la tiene el segundo bellaco", y así sucesivamente.

Si alguno de los bellacos se despistaba y no atinaba a replicar con urgencia a esa acusación de poseer la llave del cofre lleno de oro, estaba obligado a beberse un vaso de fino de un solo trago.

Recuerdo que uno de los alumnos tenía un don natural para equivocarse, y sus equivocaciones iban haciéndose más frecuentes cuanto más bebía, de modo que en muchas ocasiones teníamos que llevarlo apuntalado hasta el colegio, circunstancia que no siempre pasaba desapercibida para el cura encargado de vigilar las oscilaciones de nuestra conciencia.

Rafael Alberti se refiere en La arboleda perdida a esas largas calles de bodegas que hay en el Puerto.

Recuerdo que, casi de niño, en aquellos tiempos colegiales a los que me he referido, pasaba yo por esas calles bodegueras con la sensación de cruzar un territorio misterioso, aromático, húmedo y sombrío, pues parecían esas bodegas los laboratorios secretos de unos alquimistas que lograran convertir las uvas en filtros de efectos mágicos. Los altos muros de esas bodegas provocaban la sugerencia de un espacio custodiado y solemne, a salvo del exterior, de los curiosos y de las ofensas del clima, y para el niño que yo fui representaban las murallas inexpugnables de un recinto brumoso en el que se llevaban a cabo faenas de hechicería. (…)

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