“¡Hasta siempre Don Enrique! La carta que aún late 27 años después
| Texto: Eloy Fernández Lobo.
Aunque la fecha de hoy no sea, que yo sepa, aniversario de nada relativo a la vida y la obra de D. Enrique Bartolomé López-Somoza, me voy a arrogar el privilegio de adelantarme al centenario de su nacimiento, que tendrá lugar el próximo 29 de enero del 2026, para rendirle un cariñoso y público homenaje, sacando a la luz, con ligeras variaciones, la carta que le dediqué bajo el título: “¡Hasta siempre Don Enrique!” el 17 de marzo de 1998, hace 27 años, con motivo de su fallecimiento; en la que trataba de dejar constancia del gran afecto, admiración y respeto que por él sentía; sentimientos que el paso de los años no han conseguido mermar; son precisamente ese cariño, ese entusiasmo y esa consideración, los que me llevan a tratar de proyectar de nuevo, públicamente, la imagen de este gran Hombre, de su inconmensurable talla humana.
Deliberadamente evitaré hacer aquí un inventario o una glosa de su obra humanística e investigadora, porque no es la misión de este homenaje, y porque esos trabajos ya se han llevado a cabo, con amplitud y erudición, por plumas muy autorizadas del Puerto, basta remitirse a Gente del Puerto para obtener esa información, o bien acudir a la Biblioteca Municipal.
En aquella muy sentida carta del 17 de marzo de 1998, publicada por el Diario de Cádiz, decía yo: “Se nos ha ido un gran hombre, D. Enrique Bartolomé López-Somoza, amigo donde los hubiere, corazón más grande que su cuerpo rebosante de sapiencia, el Puerto está de luto, nuestro Puerto no volverá a ser el mismo, ha perdido una gran voz, una incomparable pluma, un educador nato, un erudito, un ser insustituible, irremplazable, un amigo”.
Y añadía: “Allá por 1953, cuando el Instituto Laboral abrió sus puertas en la calle Sto. Domingo, no había libros de texto, sin embargo, jamás sus alumnos le vimos impartir clases con apuntes ni libros por delante; batallas, fechas, reyes, gobernantes, número de habitantes, extensiones, producción de esto y de lo otro, minas, altos hornos, siderurgia, industria en todas sus facetas, todo fluía de su mente como si de una gran enciclopedia viviente se tratara, ¡Qué milagro!, decíamos, ¿Cómo podrá hacerlo?, las únicas respuestas que se nos ocurrían eran, que tanto sus conocimientos como su memoria eran como pozos sin fondo, con caudal ilimitado y profundidad infinita.”
Sobre su perfil humano, manifestaba en la carta: “He de decir, que D. Enrique, sobre todo, era querido, adorado por sus alumnos, se lo ganaba a pulso por su calidad humana, con sus virtudes: Su enorme generosidad, su modestia ilimitada, su sencillez extrema, estimulaban nuestra emulación y nos hacían ser mejores a la vez que engrandecían, aún más, su figura ante nuestros ojos.
Preocupado siempre por nuestra formación y educación, llevó mucho más allá de los límites normales de la docencia el interés por sus alumnos; trece años después de haber dejado yo el Instituto Laboral, estando trabajando, casado y con hijos, en una de aquellas visitas a nuestra tienda, que de cuando en cuando me regalaba, me escuchó hablar inglés; se interesó por el tema y al decirle yo que era casi autodidacta y que no había cursado estudios oficiales algunos, me dijo que habían creado la Escuela Oficial de Idiomas de Málaga (antes sólo existía la Escuela Central de Madrid); posteriormente me llevó los programas a la tienda, y venciendo mi resistencia, me animó a matricularme como alumno libre; cursé la Diplomatura de Profesor Intérprete, intercalando los distintos niveles de inglés de la Universidad de Cambridge a través del British Institute. Gran parte de lo que soy y he conseguido en la vida a D. Enrique se lo debo, puesto que la segunda mitad de mi trayectoria laboral estuvo vinculada al idioma inglés, llegando en TERRY a ocupar el puesto de “Export Area Manager” para Europa, y a gestionar, durante 19 años, una academia de idiomas propia, que llegó a contar con más de 150 alumnos y 5 profesores”.
Concluía mi despedida con el siguiente párrafo: “La mano de D. Enrique siempre estuvo tendida, su corazón abierto; tutor, compañero, confesor, padre y amigo. Hombre consecuente hasta la médula, la ética por lema, su generosidad sin fronteras. A finales de 1997 o principios de 1998, aun cuando ya sabía que el mal le robaba la vida por minutos y habiendo estado hospitalizado, se disculpaba por no haber respondido a un favor (Ir conmigo a Telepuerto) y se refería a su enfermedad con la sonrisa de siempre, como para todo, sin darle importancia, así era D. Enrique y así vivirá por siempre en nuestros corazones; en nombre de sus discípulos, hasta siempre D. Enrique”.