| Texto: José María Morillo.
En el número 13 de la calle San Sebastián —que más que calle parece aún hoy una vieja rendija abierta entre los siglos— vino al mundo, allá por 1942, un muchacho que, sin saberlo nadie aún, se haría figura entrañable de El Puerto de Santa María. Sus padres, Manuel y Ángeles, supieron desde el primer llanto que aquel niño no venía con las manos vacías. Venía, como dicen las viejas, “con cuerpo de hombre ya formado”, y no andaban muy descaminadas: Antonio, que así le bautizaron, llegó a medir con los años un metro noventa bien plantado. Y a sus 83 primaveras asegura, entre risas y buen semblante, que sigue hecho un figura aunque pese lo que pese.
Le llaman 'el Pleti', apodo con más historia que explicación —que no viene de pletina--, aunque el hierro lo trabajara como si fuera arcilla de alfarero. Desde chico apuntaba maneras de personaje, y más de uno recuerda que en carnavales, teatro o funciones escolares, se enfundaba más veces que nadie el sayo de Don Quijote, con lanza, escoba o lo que hubiera a mano. Sentido del humor no le falta. Por suerte.
Estudió en el colegio de Don Juan ‘el Cojo’, que era más personaje aún que maestro, y pasó por el Instituto Laboral, aunque las aulas no fueron su lugar. Ya con 13 años, sin ruido ni rebeldía, se marchó con su padre al taller de cerrajería que daba al parque de Ruiz Calderón y a la plaza de la Herrería, junto al bar de Paco Ceballos. Allí, entre martillos y tornos, entre el chisporroteo del soplete y el olor a aceite viejo, empezó su verdadera escuela. El taller, que su padre primero alquiló y luego compró a Félix Tejada, estuvo en marcha desde 1950 hasta bien entrados los setenta. Después, Antonio lo trasladó a la calle Curva, donde cuadruplicó el espacio gracias a una permuta con Romerijo, y pasó de ser un taller a ser casi una pequeña industria, aunque él nunca se vio a sí mismo como empresario, sino como un currante más, con llaves del local.
En 2002, cansado ya de darle a la lima y al torno, colgó los guantes. Reformó el viejo taller —ayudado por lo ahorrado y un crédito bancario de los de entonces— y lo convirtió en tres locales de copas que dieron vida a la noche porteña durante años. Junto a su pensión, aquello le permitió una jubilación tranquila, más cercana a la dicha que al descanso.
Aficionado a los toros desde mozo, más por deseo de su padre que por vocación propia, llegó a probar suerte en la plaza de Tahivilla (Cádiz), ni más ni menos que con Paquirri en el cartel. Aquella tarde fue su debú y su despedida: bastó un par de lances para entender que su sitio no era el ruedo, aunque de aquella época guarda una colección asombrosa de más de mil objetos taurinos, carteles, programas de mano y reliquias varias. En su casa, la de San Sebastián, era costumbre que se vistieran los toreros locales antes de las corridas: José María Susoni, Antonio González Sabio, Fernando Heredia… todos pasaban por allí a enfundarse el traje de luces y a zamparse una buena sopa de puchero con picadillo que Ángeles, su madre, preparaba con esmero de misa mayor.
De ideas claras y corazón izquierdo, Antonio heredó la conciencia social de su padre, Manuel Almagro Guilloto, quien estuvo preso en el Penal del Puerto entre el 36 y el 39, librándose así, quizás por azar, de los siniestros paseos del coche negro que enlutó a tantas familias. Si hubiera sido reconocido como pariente del General Modesto —que lo era— el destino podría haber sido otro, menos piadoso. Por eso decía su padre que se apellidaba Guillot, con t final, que sonaba menos comprometido.
Así ha vivido Antonio, el Pleti, con la conciencia de clase bien templada. Siempre se sintió uno más: no quiso nunca ponerse del otro lado del mostrador. Llevó un negocio, sí, pero defendiendo siempre a los suyos, a los de mono azul y manos endurecidas. No hay quien sepa aún de dónde viene su apodo, pero quizá eso sea lo de menos. Lo cierto es que, en El Puerto, si alguien dice “el Pleti”, todos saben de quién se habla: de un hombre grande, en cuerpo y memoria, que forma parte del alma popular de la Ciudad.
Ahora se dedica a viajar.