
Texto: Verbigracia García L.
Había un aire de expectación especial cada vez que el Club Náutico anunciaba su fiesta de disfraces. En los años sesenta, cuando El Puerto todavía respiraba con calma marinera y elegancia veraniega, aquellas noches eran auténticos acontecimientos sociales, de los que se hablaba durante semanas.
El salón principal y la terraza del club se engalanaban con guirnaldas, farolillos y serpentinas, mientras las orquestas afinaban los instrumentos. La brisa del Guadalete traía consigo el olor a salitre mezclado con perfumes intensos y laca de peinado, porque las señoras acudían impecables, incluso bajo máscaras o disfraces que ocultaban sus rostros.
Los disfraces eran un espectáculo en sí mismos. Había quien se esmeraba con trajes confeccionados en casa, derrochando ingenio y puntadas de paciencia, y quien alquilaba atuendos más sofisticados: damas antiguas, piratas, caballeros medievales, bailarinas orientales. Los jóvenes, contagiados por los aires de modernidad, se atrevían con disfraces inspirados en el cine, la televisión o incluso en la naciente cultura pop, que poco a poco llegaba hasta las orillas del Guadalete.
Se bailaba hasta la madrugada, al son de pasodobles, boleros y, cada vez más, ritmos modernos que hacían mover los pies a la nueva generación. Entre copa y copa, el concurso de disfraces añadía emoción: los premios, sencillos pero codiciados, eran motivo suficiente para desplegar creatividad y humor. No faltaban las comparsas que arrancaban carcajadas con letras picaronas o críticas veladas de la actualidad.
El Club Náutico, con sus luces reflejándose en el agua del puerto deportivo, era escenario de una mezcla curiosa: la elegancia de la sociedad local, el ingenio portuense y gaditano y el encanto de una ciudad que todavía conservaba la calma de los veranos largos.