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Perico ‘de la Carlota’. Alma libre en El Puerto de los recuerdos #6.381

“Cuando paso por El Puerto…”: las sevillanas que aún recuerdan a Perico

| Texto: José María Morillo
En los rincones de la plaza del Polvorista, donde el aire aún guarda ecos de pregones y risas antiguas, vino al mundo Pedro Delgado Sánchez, en los días en que la II República comenzaba a pintar de esperanza los balcones del país. Nació en la casa de Roque Aguado, junto a la majestuosa Casa-Palacio de Vizarrón, y desde pequeño supo lo que era la vida dura y la dignidad con la cabeza en alto. Lo conocían por Perico “de la Carlota”, en honor a su madre, a la que adoraba con devoción de hijo bueno.

Decían que en Carnaval nadie lo reconocía. O todo lo contrario. Se disfrazaba con tanto arte, y no era solo por la peluca o el traje, sino por ese duende que tenía para transformarse, consiguiendo un parecido extremo con su madre. Junto a ella recorría las calles de El Puerto de Santa María, echando una mano en lo que hiciera falta, porque la vida, en aquellos años de penurias, exigía ingenio y coraje. Su madre, mujer valiente, tiraba del estraperlo para sacar adelante a los suyos, y él, siempre a su lado, le ayudaba a echar un capote a la maltrecha situación económica de años de penurias.

Vivían en una Casa-Palacio de Cargadores a Indias, junto al río Guadalete, ese río que tanto ha visto y tanto ha callado. En aquel caserón coincidían familias de lo más variopinto: los López Romero, los Fernández Galloso, los López Tey… todos formaban una pequeña comunidad donde se compartía el pan, las penas y hasta las coplas. Entre ese vecindario encontró Perico afecto y refugio, aunque su condición sexual —esa atracción que sentía por personas de su mismo sexo— le trajo más de un disgusto en tiempos donde amar diferente era motivo de persecución.

Vivió los años más duros del siglo pasado: la Guerra Civil, la postguerra y la larga sombra del franquismo. Fueron tiempos de “persecuciones, humillaciones, torturas y abusos a seres indefensos por la poca conciencia en materia sexual”, y Perico no escapó de esa injusticia. Cayó preso por causas que no eran suyas, víctima de una sociedad que prefería mirar hacia otro lado antes que comprender.

Corrían los años sesenta cuando, una noche en la calle Palacios, los serenos —que todo lo veían y todo lo contaban— intervinieron ante una disputa por el amor de un mismo mozo. Las lenguas decían que Perico andaba por allí, aunque nada tuvo que ver. Aun así, “las acusaciones fueron dirigidas hacia él”, y como tantas veces, pagó el pato el que menos culpa tenía.

Pero el golpe más injusto llegó poco después, cuando “robaron en la vivienda de un oficinista del escritorio de una conocida bodega de la Ciudad”. Aquel oficinista, también con querencias parecidas, se vio envuelto en una historia de celos y encuentros nocturnos que acabó mal. Perico, que aquella noche rondaba por los alrededores, fue visto por los serenos y acusado sin pruebas. “Pobre Perico, el mozo disputado en amores fue el ratero, pero ‘el oficinista’ no lo denunció…”. El resultado: un año de cárcel por un delito que no cometió.

| Perico, con Antonio Fernández Feria, en una imagen tomada en la Feria.

Su familia, y buena parte del vecindario, no le dieron la espalda. Gracias a la ayuda de un funcionario de prisiones, José Padilla, emparentado con los Palacios —tíos de Francisco Ferrer Palacios—, pudo sobrellevar su estancia en la cárcel de Huelva con cierta dignidad, trabajando como ayudante doméstico “habida cuenta de la injusticia cometida”.

Cuando regresó, la vida siguió. Trabajó en la “Otra Banda”, en las faenas del puerto comercial y pesquero, cargando y descargando mercancías, ayudando a los hombres de la mar. Era querido, servicial y con ese humor tan suyo que ni la cárcel ni la tristeza lograron quebrar.

| Perico, trabajando en el muelle.

En el arte también dejó su huella. Participaba en fiestas y encuentros, sobre todo con los pensionistas del mar y en la caseta de Feria de Chicharito, donde su desparpajo arrancaba aplausos. En la Peña La Marea halló su sitio. Allí, colaborador y muy querido, compartió años felices y amistades sinceras. Su presidente, Joselito Dandy, lo trataba con respeto y cariño. Aun así, después de la cárcel, Perico se volvió reservado, desconfiado. “No se fiaba de nadie ni en tiempos de la democracia”. Solo dos excepciones se ganaron su confianza: Sebastián Ganaza Cañas, Ojito, y su vecino el Pino.

Se nos fue a mediados de la primera década de este siglo, pero quienes lo conocieron aún lo recuerdan paseando por las calles del Puerto con su inseparable Mobylette, con esa mezcla de guasa y dignidad que lo acompañó toda su vida.

“Cuando paso por El Puerto,
lo primero que se ve
al parguela de Perico,
con su nueva mobylette.”
(Sevillanas. Anónimo popular)

Perico amaba la playa de La Puntilla. Allí, entre dunas y pinos, encontraba paz y soledad, lejos de las habladurías del pueblo. Porque si algo le sobraba al Puerto, era guasa. Y cuando alguien le gastaba una broma, él respondía, sin pestañear:
«--Soy Perico, ‘el de la Carlota’. Yo soy maricón, pero tú... Calla, calla mariquita, porque si los pinos hablaran…»

Y así era Perico: un alma libre, de las que no se doblegan, que vivió a su manera, con arte, con pena y con una verdad que aún resuena entre las calles donde su nombre sigue siendo leyenda entre los más mayores.

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