| Texto: Jesús María Serrano
Parece mentira Paqui, cada vez que nos vemos me repites que tu señorita tiene más joyas que la mía. Me gustaba más El Puerto [de Santa María] que comenzaba en las calles Albareda, Larga, Cielo, Cruces y Rosa, para terminar en Santa Fe y Santa Clara por el norte, San Francisco y el Campo de Guía al sur, porque acercarse a la estación era toda una aventura, por no hablar que adentrarse por el Camino de los Enamorados o subir a La Belleza o La Angelita. Tuvieron que ser los norteamericanos de la base, quienes construyeran la única carretera digna que actualmente todavía no se ha transformado en avenida de doble sentido.
Los paseos lo determinaban los cines. Del Teatro Principal al Cine Colón y Central Cinema y en ocasiones al Salón Moderno en el barrio alto, donde las señoritas no se aventuraban a ir sin compañía debido a las cosas que podían pasar y, a las lenguas que siempre van a hablar.
Pero debo reconocer que, si bien los cines eran determinantes, los freidores de pescado que hoy casi no existen, también establecían un perímetro de nuestro pueblo y las jerarquías al no existir lance de amor sin papelón de pescado frito, y las tabernas, desde El Golpe en la calle San Juan, tabernón de la calle Palacios. La Burra o Casa Lucas, donde bebían entre horas los empleados del banco, ayuntamiento y oficiales de la funeraria.
Los cantes de los borrachos en mitad de la noche, el paso cansino de los mulos tirando de los carros sobre los adoquines en las calles urbanizadas, las gaseosas de Espumosos Valdelagrana y sus sifones repartidos por un Isocarro sin marcha atrás.
Si se veía a una joven circular en una Velo-Solex o conduciendo un VW escarabajo todos sabíamos que era una Terry, si alguien arrancaba una Rieju o Motobic tenía un ultramarinos.
Lo que no era tan evocador era el paro, las casas de vecinos que si entrabas en una sabías que al fondo estaba el retrete y un cubo de zinc y alrededor del mismo, puertas y ventanucos, innumerables niños y alguna radio que emitía El criminal nunca gana o Matilde, Perico y Periquín.
Eso me llevé en mi corazón en el tren para Sevilla y eso mismo soñaba cada noche sentado en los bancos de forja del pequeño muelle de San Ignacio donde mi padre y tíos se sentaban, charlaban con sus amigos gallegos Pepe y Juan Sanjuan.
De mi calle de San Bartolomé, larga, ancha y serena como del Guadalete y las playas prefiero no hablar, porque puedo llorar y soy un hombre hecho y derecho.