Desventura y andanzas del joven grumete en el Río de la Plata

| Texto: Enrique Pérez Fernández. Imágenes generadas con IA
Aún estremece imaginar el terror que sentiría el joven grumete portuense cuando vio caer a su alrededor, abatidos con flechas, a sus compañeros, y luego verlos descuartizar para ser asados y comidos. Este episodio, que parece sacado de la peor de las pesadillas, lo contó, tras leerlo en viejas crónicas de la época, el historiador Antonio de Herrera en 1601:
“...Juan Díaz de Solís quiso en todo caso ver qué gente era ésta y tomar algún hombre para traer a Castilla. Salió a tierra con los que podían caber en la barca; los indios que tenían emboscados muchos flecheros, cuando vieron a los castellanos, algo desviados de la Mar, dieron en ellos y rodeando los mataron sin que aprovechase el socorro de la artillería de la carabela, y tomando a cuestas los muertos y apartándolos de la ribera hasta donde los del navío los podían ver, cortando las cabezas, brazos y pies asaban los cuerpos enteros y se los comían.”

Nunca sabremos si los nueve expedicionarios que quedaron a bordo de la carabela La Latina, que contemplaron la matanza, pudieron hacer algo para rescatar al único superviviente de la despiadada escabechina. Lo cierto es que no lo intentaron. Y al joven Francisco del Puerto debió de caérsele el mundo encima ante el incierto futuro que de un día a otro la vida le había deparado.
El poblado guaraní donde ocurrió el suceso se encontraba en el lugar hoy nombrado Punta Gorda, cerca de la actual ciudad uruguaya de Nueva Palmira, donde en 1888 se levantó un monumento a Díaz de Solís, el mejor piloto español de su tiempo, lebrijano, de carácter pendenciero y en su juventud corsario, que no tuvo ocasión de rectificar el gran error de su vida cuando desembarcó donde los ríos Paraná y Uruguay vierten sus aguas al estuario del Río de la Plata, al que sus hombres, tras su muerte, llamaron Río de Solís.

Reagrupados los tres barcos, la expedición decidió regresar a España al mando de Francisco de Torres, experto marino lepero y cuñado de Díaz de Solís. Pero el infortunio continuó. En la isla de Santa Catalina (hoy Florianópolis), frente a la costa de Brasil, una de las carabelas naufragó, salvándose 18 hombres, que fueron capturados por los portugueses que explotaban factorías en aquellas aguas. Finalmente, los marineros de la nao y la carabela sobrevivientes llegaron a Sevilla el 4 de septiembre de 1516, enfermos y abatidos por las penurias.

¿Qué fue de Francisco del Puerto?
Tras perdonarle la vida sus captores, el joven portuense no tuvo más opción que integrarse en la vida de los guaraníes chandules y, con el tiempo, ser uno más de ellos. Y se unió a una joven indígena con quien tuvo al menos dos hijos. Los ecos de su extraordinaria experiencia en tierra guaraní se conoce de primera mano pues dos expediciones contactaron con él. La primera, la del marino portugués Cristóbal Jaques, que en 1521 exploró el Río de la Plata aguas arriba para localizar el paso a Asia. La segunda ocasión fue en 1527, durante el viaje que con el mismo fin realizó en nombre de España, zarpando de Sanlúcar en abril de 1526 con 200 hombres, el veneciano Sebastián Gaboto. De aquel encuentro con el portuense --que entonces tenía 26 años-- escribió en 1535 el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias:
“…y aquel río entra por muchas bocas, haciendo muchas islas y a una de ellas pusieron el nombre Isla Francisco del Puerto; porque un hombre así llamado y natural del Puerto de Santa María en España, que es a dos leguas de Cádiz, le hallaron allí en aquella isla, que le había dejado Johan Diaz de Solís, cuando descubrió aquel río, y se quedó él, siendo grumete y le habían criado los indios, y sabía ya la lengua de ellos muy bien: el cual fue útil y conveniente a los cristianos.”

Pues sí. Gaboto tuvo la deferencia de bautizar con el nombre de nuestro paisano a una de las islas fluviales del entorno del Río de la Plata. No sé cuál porque no ha llegado a nuestros días el topónimo, pero quizá fuera la hoy nombrada isla Juncal (5 km x 2 km), inmediata al lugar del poblado donde fue capturado y vivió Francisco del Puerto.
Decía Fernández de Oviedo que el contacto de los expedicionarios con él fue útil y conveniente a los cristianos. Ocurrió que Sebastián Gaboto, en la brasileña isla de Santa Catalina dio con dos de los náufragos de la expedición que regresó a España tras la muerte de Díaz de Solís, y le hablaron de un lugar remoto, la Sierra de la Plata, más allá de las fuentes de los ríos Uruguay y Paraná, que en sus entrañas guardaba ingentes cantidades del preciado metal. Y en su busca partieron los españoles desde el Río de la Plata, donde se encontraron con Francisco del Puerto, que se ofreció a guiarles con algunos indígenas.

En la larga travesía fundaron el fuerte de Sancti Spiritus, el primer asentamiento español en tierras argentinas, y más arriba otro, el fuerte Santa Ana. Aquí ocurrió alguna desavenencia entre Gaboto y el portuense-guaraní pues los españoles fueron atacados por indígenas a requerimiento del propio Francisco del Puerto. Desde entonces su rastro se pierde, desconociéndose qué fue de él.
La legendaria Sierra de la Plata anhelada era el Cerro Rico o Potosí, en suelo boliviano, la mayor mina de plata del mundo, que no sería descubierta por los españoles hasta 1545. Su explotación fue el motor que posibilitó la gran gesta y la enorme riqueza del Imperio español en ambas orillas del Océano.

Una historia de novela
La vida de Francisco del Puerto cuenta con los ingredientes precisos para que un autor como Pérez Reverte armara una estupenda novela de aventuras, con el portuense como sosias del joven Íñigo Balboa trasplantado a tierras americanas.

Tres escritores argentinos contemporáneos tomaron a nuestro paisano como protagonista de sus obras: las novelas El entenado (1983) de Juan José Saer, El grumete Francisco del Puerto (2003) de Gonzalo Enrique Marí y el libro de cuentos En el campo las espinas (1980) de María Esther de Miguel.

No está escrito en las crónicas de la época, pero seguro que ya mayor, Francisco del Puerto se vería reflejado como en un espejo con el niño que fue, cuando era grumete en una importante expedición al Nuevo Mundo y su porvenir cambió de un día a otro para siempre. Tampoco dejaría de tener presente a su villa natal en España, a orilla de la desembocadura del río Guadalete, donde soñó con vivir maravillosas aventuras allende el mar. Y ciertamente, las vivió.

