Este relato forma parte de un proyecto literario mayor, "En las lindes" que el autor dedica a su hermana Sole, en la imagen superior.
| Texto: Juan Luis Rincón Ares
Sebastián y Piedad se llevaban apenas dos años de edad. Crecían al compás y durante algunos años, para merma del devaluado auto concepto de Sebastián, tuvieron casi la misma estatura y peso. Muy poquito de ambas cosas, es decir.
Fueron compañeros inseparables de mil juegos de patio a pesar de que como hermana pequeña que era, él la hacía rabiar casi continuamente. ¡¡Daktari!!, la pinchaba musicalmente Sebastián llamándola igual que aquel león estrábico de la serie de televisión que solían ver juntos en el primer televisor que llegó a su casa. Ella se enrabietaba y se quejaba a su madre que nunca les hacía el menor caso. Entonces lloraba desconsolada, esmorecía, y escondía la irritación y la vergüenza de su ojo insumiso en ocasiones contra la almohada de última cama de la habitación más interior.
Sin que Sebastián hiciera nunca ni el más tímido intento para consolarla, poco después, se olvidaba, le perdonaba un millón de veces y volvía a buscarle. Siempre contenta, siempre detrás de él. Hasta lo escogía como novio cuando jugaban al Jardín de la Alegría o al pañuelito y tenía que elegir pareja. Había poco donde escoger, era cierto, y Piedad no quería líos con el Juajosé ni con el Juli de la Chelo. El Tomás no jugaba nunca a esas cosas y al Rodri, que sí le hacía un poco de tilín a la niña, tampoco le iba lo de cantar y bailar. Se quitaban de en medio juntos cuando empezaban los corros. Con el Miguelito, las veces que estaba en el patio con ellos, no se podía contar.
Se quedaba cerquita del grupo, mirando alelado, sin sentarse ni nada. Y además a Piedad, ¡qué leches!, le gustaba mucho su hermano. Más que los demás. Ella, no podía ser de otra forma, también participó en la aventura de las dos calles. De hecho fue el nexo de unión entre ellas.
Se acercaban otras navidades. Ramón le había regalado a Sebastián como aguinaldo unos patines de hierro usados que años atrás sacaron para él de la base de Rota. El cercano basurero de la US ARMY venía a ser la juguetería más moderna de la provincia a la que sólo unos pocos privilegiados tenían acceso.
En su casa de la planta de arriba, sobre el patio, tras pasar por una legión de hermanas y hermanos, ya hacía tiempo que habían desechado los patines. En la casa de Sebastián, acostumbrados a aspirar, como máximo, al mecano, a la muñeca de plástico o al balón de badana por Reyes, aquel presente inusual fascinó a todos. En el patio de abajo también. Todo el parvulario hacía cola para probarlos. Todos menos la Ani, claro. Daba igual que estuvieran viejos, que las ruedas se atascaran provocando fatales caídas de boca o que las presillas metálicas para agarrarlos al pie no funcionaran del todo.
Como no nadie sabía patinar y eran muchos los que esperaban su turno, se colocaban solo uno de los patines, en el pie derecho o izquierdo según les tocara, y atronaban el patio con sus rodadas. La misma tarde del regalo, Sebastián, para que lo dejaran tranquilo los ansiosos de la lista de espera y, en mayor medida, espoleado por las vecinas que se habían quejado por el ruido que hacían aquellas pesadas ruedas metálicas sobre las baldosas estriadas y lo animaban a buscar mejor pista, quiso escaparse a practicar a la plaza Peral. Seguro que allí podría usarlos más rato, se caería menos y avanzaría más rápido, pensó.
Su hermana Piedad, atenta a la jugada e igual de ávida que él, se quiso enganchar en la excursión. Sole, para equilibrar salomónicamente la balanza de las mortificaciones diarias a las que Sebastián sometía a la pequeña, no dio opción: o se llevaba a la Mariquita --así la llamaban todavía en casa y en el patio-- o se quedaban los dos en casa y sin poder calzarse el nuevo regalo. Y allá se fueron.
Lo demás vino, como el propio patinaje, sobre ruedas. La gente de la calle Santa Clara --niñas y niños-- menudeaban por aquella plaza muy cercana a su barrio para jugar a la china, al clavo, a la palmá, al cortahilos, etc. Andrés, uno de ellos, era más pequeño que él, apenas un año, y no compartían clase, pero era primo de uno de sus más inseparables camaradas en las lindes del patio y más de una vez compartía patio y frontera. Congeniaron desde siempre en el colegio y allí se encontraron porque el destino lo quiso.
Para perplejidad de su hermano, Piedad arrolló entre sus nuevos amigos. Era muy simpática, le decían. Según ellos, era también muy guapa. En realidad, ellos eran bastante más crudos en sus expresiones. Andrés le decía “--Rendón o tú, Chano, como te llames, tu hermana está taco buena”. Tenía solo once años. A pesar de sus reticencias iniciales, las de Sebastián, por supuesto, porque ella se mostraba encantada cuando su hermano le trasladaba las novedades mercadeando con otros secretos, Piedad, que así se presentaba ya porque había elegido dejar de llamarse Mariquita en Las Siervas en cuanto llegó a la edad del pavo, fascinó a muchos.
El mismo Andrés, el Eloy Benítez, el Rafa y alguno más quedaron colgados de ella y le daban bastante la vara a Sebastián con aquellos amores suyos que su hermana no sabía administrar. Le molestaba en demasía ser conocido por el hermano de la Piedad y que no hubiera viceversa. Se hizo muy molestosa la frecuencia con la que iban a buscar a Sebastián a su casa para, en realidad, verla a ella. De paso, la invitaban a ir la Plaza Peral o a Santa Clara con ellos para jugar o lo que fuera.
A Piedad, sin embargo, le resultaba difícil escaparse con él durante los días de diario. Sebastián se piraba con más frecuencia por las noches en cuanto acababa de trabajar con Ramón en el taller o en el almacén de su padre, según los días y la época. Tenía permiso materno. Al fin y al cabo, ya era un todo un hombrecito que había terminado de trabajar y tenía derecho a relajarse con sus amigos.
Ella era una niña y tenía que hacerse valer más. Además, tenía menos edad. Sin embargo, ya tenía más responsabilidades domésticas, aunque fueran menos derechos y sus salidas, mucho más controladas. Por eso, a la vuelta de plaza lo esperaba cada noche, con ansia, y, sin disimular, lo asaltaba en cuanto se colaba por los postigos entornados de las dos habitaciones.
--¿Quién estaba hoy en la Plaza Peral? ¿Qué habéis hecho? ¿No te han…?– le interrogaba en un murmullo cómplice apartándolo de la mesa que ocupaba el centro de la habitación salón y llevándolo hasta la oscuridad, cerca de las alacenas contiguas.
Había envidia en sus ojos, pero no era de la verde. El habría jugado y corrido y habría visto a unas y a otros y en cambio ella, ella seguía tal como la dejó él al despedirse por la tarde, con Marina, la hermana más pequeñita, de la mano escuchándolos y observándolos sin perder un detalle como una ternerita miraría pasar un camión.
--Me han preguntado por ti, otra vez, sí. -- Sebastián entendía que su madre no dejara salir a su hermana. Era todavía pequeña. Pero no se sentía bien por ello, sobre todo, al volver cuando intuía frustración en ese ojo desobediente que se intentaba una y otra vez escapar de aquella mirada tan triste.
--¿Quién? – insistía ella tironeando de la pequeñita que se había cansado de oír cuchicheos quería ir donde la tele.
--La Pepi– jugó con su ansia – Y el Andrés y …
--¿La Pepi, la gorda? Y el Eloy, ¿no estaba? – soltó ella a bocajarro.
Sebastián ya sabía que a ella quien le gustaba de verdad era ese, el Manolo, y no lo veía con malos ojos. Era un poco malote, no tanto como el Javi, pero era su amigo y lo defendía.
--Sí, estaba por allí, pero no…-- continuó Sebastián con el jugueteo.
--¿No te preguntó por mí?
--Bueno sí, una mijitita de…
--¿Qué te dijo?
--Nada. Eso que dónde estabas y que … -- y Sebastián decidió ya cortar la información-- ¡Haber venido!
--Mamá no quería. La chica está malita – señaló a Marina, la más pequeñita, que se había agarrado a la pierna y la empujaba desesperada hacia la otra habitación donde sonaba ya el soniquete de la familia Telerín: ¿Vamos a la cama, que hay que descansar, para que mañana…? Marina, refregándose los ojos, rojos e hinchados, ya quería ir a bailarlo, desesperada- y no ha dejado de llorar y me he tenido que quedar con ella.
--¿Mañana vas ir otra vez?
--Creo que sí. Me ha dicho Ramón que no hace falta que suba al taller. Creo que viene su novia. Y me ha dicho la Loli, que la Pepi quiere que vayas, que quiere hablar contigo.
--Llévame, porfa. Díselo a mamá, que a ti te hace caso porque eres su prefe.
Con aquellos primeros escarceos amorosos fuera del patio, la relación de Piedad y Sebastián cambió totalmente. Dejó de haber dependencias unilaterales, llantos e insultos desabridos. Comenzaron a cultivar una confortable connivencia muy diferente del encono infantil de los años anteriores. Las riñas y los insultos que eran la sintonía de cada día se desvanecieron hasta hacer sospechar a su madre. Su complicidad fraternal duraría muchos años y atravesaría duras etapas y obstáculos vitales de gran calado.