Tiza, vino y talento: el chicuco que cambió el mostrador por los pinceles

En el siglo XIX muchos cántabros emigraron al sur, especialmente a la bahía de Cádiz, donde se dedicaron al comercio en los tradicionales ultramarinos, siendo conocidos como chicucos. Uno de ellos fue Manuel Quevedo López, quien llegó a El Puerto de Santa María en la década de 1880 y trabajó en la tienda "La Burra". Su talento para el dibujo fue descubierto por un bodeguero que le permitió formarse como pintor en Sevilla. Realizó obras sobre paisajes locales, aunque acabó regresando al norte tras enamorarse de una vasca, dedicándose allí a la pintura y restauración. Su hijo Bonifacio siguió sus pasos en Cádiz, como comerciante y también como artista. Sus descendientes ofrecen a una institución cultural de El Puerto, dos de sus obras que se puede ver ampliadas en el interior de esta nótula.

| Texto: José María Travieso Peralta [*]
Especialmente en el siglo XIX se acentuó la emigración de cántabros al sur de la península, y muy especialmente a las localidades de la bahía de Cádiz: la propia Cádiz, San Fernando, El Puerto de Santa María. Muchos de ellos se dedicaron al comercio, y regentaban los famosos ultramarinos, en lenguaje local, almacén de comestibles. En esta zona se les denominó específicamente chicucos a los que se dedicaron, en concreto, a esta actividad, y allí en Cantabria, de forma más genérica, jándalos.
Estos montañeses, también se les denominaban de esa manera, eran jóvenes que huían de la precariedad del mundo rural en aquella zona, en esa época. Y muchos de ellos se asentaron y echaron raíces en estas tierras del Sur.

Esta es la historia de uno de ellos que recaló en El Puerto de Santa María, se llamaba Manuel Quevedo López y llegó a nuestras tierras aproximadamente en la década que comenzaba en 1880, [con la Plaza de Toros ya inaugurada].
Como los chinos actuales, un cántabro se asentaba y atraía a otro familiar, que, a su vez, hacía lo mismo con otro. El tío de Manuel regentaba o creó de la nada, ---no se sabe---, la tienda que se denominó entonces y durante mucho tiempo, La Burra. Allí llegó Manuel y al cobijo de su tío aprendió el oficio, y se convirtió en un chicuco más, pero en este caso, con una historia peculiar.

La tienda en cuestión, como era habitual en todas las de esa época y posteriores, también disponía un pequeño mostrador contiguo donde se dispensaba, a determinadas horas, los correspondientes vinos de los que eran aficionados los lugareños.

De entre los grupos que frecuentaban el local había uno de cierto poderío, gente de bodegas, y al cabo de cierto tiempo uno de sus componentes se percató que el chaval en cuestión, dibujaba con la tiza en el mostrador una jartá de bien.
De tanto verlo y de valorar sus aptitudes decidió hacer de mecenas y le proporcionó al joven chicuco clases de pintura en Sevilla. Y el chaval las aprovechó y pronto se notaron en sus avances con el óleo.

Hizo bastantes cuadros inmortalizando algunos lugares de El Puerto. Se conservan pocos, se aportan dos de ellos que fueron rescatados de su casa de la montaña (uno de ellos está fechado en 1891). Porque, mira por dónde, en una de sus visitas a la familia que conservaba en la Montaña, cupido lo agarró, o más bien una vasca que conoció, y que hizo que Manuel en uno de esos viajes no volviera. Y curiosidades del destino, se ganó la vida pintando cuadros y rehabilitando pinturas en conventos de la zona.

Su hijo mayor Bonifacio Quevedo Arana, también emigró al sur, también fue chicuco, éste en Cádiz, regentó entre la década de los años veinte y la de los 60 del siglo pasado la tienda llamada La Carmela, también llamada Casa Facio, en la calle Sopranis, y formó familia con una gaditana y se asentó en esta localidad, de la que aún queda un miembro. También pintó,… como su padre.
(*) Familiar de la única descendiente viva de Manuel
| Con nuestro agradecimiento a Pepe Mendoza