Estampa costumbrista con sabor a azúcar y memoria: Confitería San José.

| Texto e interpretación fotográfica: Verbigracia García L .
Había un olor que anunciaba la calle antes de llegar al número 59 de la Larga: una mezcla de anís, azúcar tostada, almendra molida y esa nube fina del alfeñique que se cuela en las narices con la misma ligereza con que se cuela la nostalgia. Era el interior de la confitería San José, uno de esos comercios con alma, donde el tiempo parecía medirse en cucharones de caramelo y charlas de mostrador. Allí, entre vitrinas de cristal reluciente y bandejas con blonda de papel rizado, se batía el cobre —y la paciencia— para sacar del obrador verdaderas joyas de la repostería tradicional.
Regentaba el negocio Ricardo Martínez Morero, con la ayuda infatigable de María y Ricardo Franco Martínez, joven de bigote fino y mirada curiosa, que acabaría trazando su propio camino más allá del obrador familiar.
Ellos eran algo más que comerciantes: eran alquimistas del azúcar, guardianes de una memoria dulce que se transmitía en recetas escritas en libretas de tapas de hule, con manchas de yema y grasa como medallas del oficio.
No eran tiempos fáciles, pero en aquella confitería los “tocinos de cielo” eran celestiales, y las “alpisteras” —de nombre humilde y sabor glorioso— se deshacían en la boca con la misma suavidad que un buen recuerdo. En Todos los Santos se desbordaba el escaparate con “huesos de santo” blancos, dulcemente funerarios, y con panales de fresa o de anís que convertían el mostrador en un campo de flores azucaradas. Y en Navidad, los “polvorones de la casa” y las aplaudidas “Tortas de San José” eran gloria bendita, rivalizando en popularidad con los villancicos y el anís del Mono.
Con los años, Ricardo Franco Martínez cruzó la bahía para fundar La Camelia en Cádiz, otra confitería de solera y paladar fino. Allí continuó la saga repostera, mientras la vieja tienda de la Larga echaba el cierre en los años cincuenta, no sin antes dejar honda huella en varias generaciones de portuenses. La Camelia, por su parte, acabaría siendo un referente gaditano, ligado también a nombres como Consuelo Gamero Brun, concejala socialista, y su hermano Antonio Gamero Alba, presidente de HORECA en los agitados ochenta, cuando la hostelería de la provincia también era campo de batalla y de sueños.
Más tarde, Ricardo el confitero tomaría rumbo a América, como tantos andaluces de su tiempo. En México encontraría otra vida, pero a buen seguro llevó en la maleta el olor del azúcar quemado, la textura de una torta bien horneada y la dulce melancolía de una infancia entre bandejas y caramelos.
Hoy, quienes escuchan el nombre de la confitería San José quizá no sepan situarla en un mapa, pero muchos mayores de El Puerto de edad provecta aún cierran los ojos y la ven: el mostrador de mármol, la campanilla de la puerta, y ese otro mundo donde los dulces no solo se comían, sino que se recordaban. Con sabor a casa, a abuela y a domingo. Con sabor a Ricardo Franco.