El sarcófago romano de Medina Sidonia

| Texto: Enrique Pérez Fernández
Era uno de los objetos más destacados de la colección arqueológica de los marqueses: pieza digna del Gabinete de un Soberano, sentenció Guillermo Tirry. Procedía de Asido, la Medina Sidonia romana. Se descubrió al construirse el convento de San Francisco asidonense, entre 1620 --cuando tomaron posesión del solar-- y 1625, al cimentarse el inmueble.
Por entonces, según contó en 1724 un cronista de la orden religiosa, se hallaron “muchos ídolos truncos [truncados, incompletos] y sepulcros primorosos y otras lápidas con algunas inscripciones, que la poca curiosidad o la providencia de quererlo aprovechar todo, dejó por cimiento en la misma fábrica. Todavía la codicia, a mi ver, más que la curiosidad, reservó un sepulcro de mármol, con dos figuras y algunos bajeles, que lo adornan todo con otras molduras muy primorosas que hoy sirve de aguamanil en la sacristía de nuestro Convento. Todo el Convento está fundado sobre diferentes arcos y bóvedas antiquísimas, que por considerarlas los alarifes muy firmes, pareció conveniente que sobre ellas se fundase el Convento.”
Así pues, un siglo después de descubrirse, el sarcófago servía de aguamanil o pila para el lavado de manos de los religiosos. Lo confirmaba en 1793 el vicario Francisco Martínez Delgado en su historia de la ciudad: “En efecto, esta arca, urna o sepulcro, servía de lavatorio con todos sus servicios correspondientes en la sacristía del Convento de Religiosos Franciscos Descalzos de esta Ciudad, donde la vi con prolijidad.”
Pronto corrió la noticia del hallazgo. El sevillano Rodrigo Caro supo de él hacia 1630 y lo contó en 1634: “Hállanse en Medina muchos edificios antiguos debajo de tierra, y entre ellos cavando las zanjas de un templo, se descubrió un sepulcro de mármol, que tenía la forma de un arca. Tiene por los lados muchas figuras curiosamente labradas de medio relieve de Ninfas y Sátiros en corros por una parte. Y por otra un río, que puede ser Aqueronte, por el cual navega un navío, y a las orillas muchas figuras de hombres y mujeres, que esperan el pasaje […] Dentro del arca se halló un cuerpo humano pequeño, muy consumido, y una losilla con estas letras: CLODIA LVCERA.”
Transcurrido casi un siglo y medio de su hallazgo, Guillermo Tirry supo del sarcófago, quizás leyendo al propio Rodrigo Caro o a fray Gerónimo de la Concepción (1690) o al padre Enrique Flórez (1753), pues ambos se hicieron eco de lo dicho por Caro sin aportar más noticias y cuyas obras, por supuesto, tenía el marqués en su bien poblada biblioteca.

El caso es que Guillermo mostró mucho interés por el sarcófago, contactó con los franciscanos del convento y llegó a un acuerdo con ellos para adquirirlo en 1763. Lo relató el citado vicario Martínez Delgado en 1793, afirmando que el sarcófago permaneció en el convento “hasta que dichos Padres, conociendo lo mucho que se había aficionado a ella el Sr. D. Guillermo Tirry, marqués de la Cañada, docto y curioso anticuario, se vieron precisados a cedérsela en el año de 1763, e hizo conducir la parte principal a su precioso gabinete de la ciudad del Puerto de Santa María, donde la conserva con especial estimación. [...] La tabla delantera que forma el frente principal y donde se hallan los grabados, se cortó y separó del resto del sepulcro, y fue conducido al mencionado gabinete del Sr. Tirry, quien por su gran peso la hizo embutir en la pared. El resto quedó en Medina y se halla en el convento de los referidos padres descalzos, sirviendo de base a una pequeña pared del jardín de la sacristía. [...] El largo de dicho sepulcro es de dos varas y cuarta castellana, el alto es algo menos de una vara.” (1,9m x -83cm)

Según apuntó el filólogo Francisco Pérez Bayer (1782), el traslado del frente del sarcófago hasta El Puerto se hizo a mucha costa, y su adquisición por trueque, según le informarían en su visita al gabinete: “...a mucha costa por el Marqués desde Medina Sidonia y rescatado del poder de ciertos Religiosos, a quienes se dio en cambio otro bajo-relieve que se les mandó hacer con algunos santos de su Orden.”
Ciertamente, trasladar en carro el pesado frontal del sarcófago por malos caminos hasta la residencia del marqués de la Cañada debió ser tarea costosa, también cerca de El Puerto, al tener que salvar los cursos de los ríos San Pedro y Guadalete en barcas de pasaje pues hasta febrero de 1779 (un mes después de fallecer Guillermo Tirry) no contaron con su primer puente de barcas. Cruzado el Guadalete, el sarcófago se depositaría sobre el embarcadero de la casa de los marqueses.
La iglesia y convento de los franciscanos descalzos fue exclaustrado y desmantelado en 1811, derribándose a mediados del siglo. En 2005, tras demolerse el teatro que ocupó su solar en 1851, se realizaron excavaciones arqueológicas con resultados muy modestos –incluidos los de enterramientos tardo-romanos del s. IV-, no encontrándose en el lugar que ocupó el jardín de la sacristía ningún resto del sarcófago que allí quedó al llevarse su frontal el marqués de la Cañada.

Cuando aún estaba completo en la sacristía, el sarcófago fue visitado en 1754 y descrito por el marqués de Valdeflores Luis J. Velázquez de Velasco. Y en 1760 lo dibujó –se desconoce si aún existe- el viajero inglés Jorge Pitt, que anduvo por Medina registrando sus antigüedades. Ya en el gabinete del marqués, lo conocieron y de él escribieron Richard Twiss en 1775, Francisco Pérez Bayer en 1782 y Antonio Ponz en 1791.

Tras la muerte de Guillermo Tirry en 1779, el gabinete arqueológico y el conjunto de su amplio patrimonio cultural se fue disgregando en otras manos. No obstante y al parecer, el sarcófago de Medina Sidonia continuaba depositado en la casa familiar del Campo de Guía un siglo después, a comienzos de la década de 1870, o quizá en otro domicilio portuense. En 1873, Joaquín María Enrile, quien entonces editó y anotó el manuscrito de Martínez Delgado sobre la historia de Medina Sidonia, escribió en una nota a pie de página: “esta joya artística se nos asegura se encuentra aún en el Puerto de Santa María.” Y es probable que así fuera, y que por entonces el frente del sarcófago aún estuviera anclado y embutido, como dijo el propio Martínez Delgado a fines del XVIII, en una pared del desmantelado gabinete.
Reapareció en Jerez
El año 2000 deparó una grata y sorprendente sorpresa. Aparecieron en Jerez siete fragmentos del sarcófago en los jardines del palacete de La Atalaya (sede del Museo de Relojes o Palacio del Tiempo), dispuestos aislados en parterres.

Informado el Museo Arqueológico de la ciudad, su directora, Rosalía González, identificó los fragmentos (tres de ellos casan entre sí) con el relieve frontal dibujado en la lámina de Guillermo Tirry en 1764 y publicó los resultados de su investigación. Y el equipo de Restauración realizó una espléndida reconstrucción de la pieza, que hoy se exhibe en el museo. De dónde y cuándo llegó el frontal a La Atalaya, la circunstancia de su fractura y qué fue de los restantes fragmentos son cuestiones que se desconocen. Al identificarse su origen llevaban más de veinte años decorando los parterres. El palacete lo construía Manuel Sánchez Romate en 1874, cuando el frontal aún se encontraba en El Puerto.

El redescubrimiento parcial del frontal desaparecido conllevó la actualización de su estudio, especialmente de mano de José Beltrán Fortes. Fecha el sarcófago a comienzos del siglo III d.C., probablemente facturado en un taller de Roma. En el centro y enmarcadas por un clípeo o escudo circular se representan dos difuntas, madre e hija o dos hermanas. El conjunto decorativo representa, dispuesto geométricamente, una procesión o thiasos marino, que alude al viaje de las almas a la isla de los Bienaventurados de la mitología griega, el Paraíso de otras tradiciones. Sostienen el clípeo (al modo que los leones en los escudos heráldicos) dos centauros marinos, y montadas en sus lomos dos nereidas, ninfas de los mares. El mismo motivo se repite en los extremos, con centauros jóvenes. Sobrevuelan el espacio erotes (o amorcillos), genios que representan el amor. Al pie de la escena, navegan por el mar cinco barcas pilotadas a remo por erotes.

Las destinatarias de un sepulcro con las características y excelencia de éste, debían ser miembros de una destacada familia de la oligarquía de Asido. El cuerpo humano pequeño y la losilla con la inscripción CLODIA LVCERA que se halló en su interior al descubrirse cuando se cimentó el convento, tal como refirió Rodrigo Caro, debían corresponder a una inhumación posterior a la original cuyas circunstancias se desconocen.

Procedentes de Medina Sidonia tenían los marqueses otras piezas, destacando una máscara cómica de mármol que Guillermo debió incorporar al gabinete después de 1764 pues no la incluyó en sus láminas. La compró en 1809 Alexandre de Laborde, a la vez que adquirió otra joya de la colección…
La urna funeraria de Cádiz
Era un objeto digno de haberse exhibido hoy, por ejemplo, en el Museo Arqueológico Nacional. Decía Guillermo Tirry que se descubrió en 1755 (el año del maremoto de Lisboa) “cerca del molino de los Padres Mercedarios Descalzos”, donde se emplazaba el foro de la neápolis que construyeron los Balbo, entre el teatro y el anfiteatro e inmediato al punto de partida de la Vía Augusta.

Se trata de un vaso facturado en mármol con la función de urna funeraria. El centro lo ocupa una cartela sin epígrafe donde debía figurar el nombre del rico difunto. Las dos asas toman la forma de Ammon, el dios egipcio de la Creación, con los cuernos enroscados y barba poblada. La superficie del vaso está profusamente decorada con hojas de acanto, roleos y espirales, figurando a los lados de la cartela sendas cráteras cobre las que descansan dos pájaros, uno de ellos bebiendo su contenido. Los paralelos que existen de la urna --estudiada por Pedro Rodríguez Oliva y José Beltrán-- indican que debió realizarse en las últimas décadas del siglo I d.C. en un desconocido taller de primer orden.
La urna no pasó desapercibida para los ilustres viajeros que visitaron el gabinete, y algunos dejaron su testimonio sobre tan hermoso recipiente. La última referencia a la urna es de 1809. Andaba entonces el gabinete prácticamente desmantelado cuando lo visitó el hispanista francés Alexandre de Laborde, que la compró.

Así lo contó en su Itinerario descriptivo de España: “En Puerto de Santa María existió una numerosa colección de libros, manuscritos, pinturas, piedras grabadas, esculturas, grabados, medallas y otros monumentos diversos de la antigüedad que fue reunida por el difunto Marqués de la Cañada y, desde entonces, ha sido vendida a diferentes particulares. En la casa que ocupó sólo encontramos algunas inscripciones romanas y algunos restos de monumentos antiguos; y adquirí dos de los más más preciosos: uno es una urna sepulcral, decorada con dos cabezas de Júpiter Amón y follajes trabajados con mucho gusto, gran pureza y extrema delicadeza; se encontró en la playa de Cádiz.”
Las antigüedades coleccionadas por los marqueses de la Cañada durante medio siglo convivieron y compartieron espacio con su espléndida colección numismática --más de 5000 monedas y medallas-- y con objetos etnográficos y científicos de la época, destacando una ‘cámara oscura’. Eran los marqueses imbuidos por el espíritu ilustrado de su tiempo. Sobre ello tratará la próxima entrega. (Continuará)
Anteriormente:
1. En casa de los Marqueses de la Cañada #6.236
Evocación de un rico patrimonio atesorado a orilla del Guadalete
2. En casa de los Marqueses de la Cañada (2) #6.250
Guillermo Tirry y Tirry, del esplendor a la quiebra
3. En casa de los Marqueses de la Cañada (3) #6.264
Las estatuillas de Hércules y Nepturno de Sancti Petri