
| Texto: José María Morillo.
A Antonia Mora Leiva la conocían en El Puerto por más nombres que santos tiene el calendario: Antoñita “la de las flores”, “la tuerta”, “la de la maceta”... y si uno preguntaba por cualquiera de ellos, tarde o temprano acababa señalando al mismo torbellino humano que se apostaba cada mañana en la puerta del antiguo ambulatorio de la Seguridad Social --hoy centro de especialidades médicas--, justo enfrente de la Comisaría. Allí, como si fuera su escenario particular, se plantaba con sus flores en la cabeza, su desparpajo y su fajo de cupones de la ONCE bajo el brazo.
Antonia no estudió en ninguna escuela de ventas ni falta que le hizo. Tenía más marketing natural que un escaparate de feria. Lo suyo era vocación, arte callejero y algo de teatro. Se hizo un personaje de sí misma, y lo interpretó durante años como quien se mete en una copla. Vendió cupones desde 1983 hasta que se jubiló en 1996, pero para muchos, Antoñita no se retiró nunca: quedó flotando en la memoria popular como quedan los personajes populares.
Vivía en la Barriada Maestro Dueñas, estaba casada con Aniceto Perdiguero y sacó a su familia adelante a base de labia, intuición y muchas horas en la calle. Uno de sus hijos es cocinero en restaurantes de renombre, pero ella siempre prefirió presumir de “tener buen olfato” para el negocio.
Su territorio era amplio: lo mismo te vendía un cupón en la puerta del centro de salud que te lo colocaba en mitad del pasillo de un autobús urbano. A eso lo llamaba “vender en ruta”. Entraba en el coche con una sonrisa que ya te desarmaba y antes de que el motor arrancara ya te había sacado las monedas del bolsillo. Y si no comprabas, te echaba un piropo o una pulla con tanto arte que acababas comprando por no quedarte sin réplica.
Pero donde Antonia brillaba de verdad era en Carnaval. Entonces se transformaba en una versión exagerada de sí misma, con las flores más frescas del día, disfrazada hasta la corcha, y se iba al concurso de agrupaciones como quien va al teatro a actuar. Jaleaba, opinaba, se colaba en las cámaras y en los corazones. Los cronistas locales recogían sus intervenciones, que solían ser entre poéticas y directas, como puñal de romero.
En cuanto olía una cámara de televisión, allí que se plantaba. Daba igual que fuera Canal Sur, Antena 3 o Televisión Española. Incluso cuando vino aquel autobús del programa Lo que necesitas es amor, Antoñita se coló, habló de amores, desamores y de paso se promocionó un poco. No se le escapaba una. Tenía lengua afilada y corazón generoso. Decía las verdades como panes, y quien quisiera bien, que la tomara como era.
Murió el 5 de diciembre de 2002, y desde entonces en El Puerto de Santa María falta alguien en la puerta del ambulatorio. Nadie ha vuelto a llenar la calle con tanta flor, tanto relato y tanta vida.