Se libró de ser comido y se convirtió en indio guaraní

| Texto: Enrique Pérez Fernández | Imágenes generadas con IA
Nació cuando España comenzaba a explorar las tierras americanas, en El Puerto de Santa María, entonces una pequeña y pujante villa volcada al mar, de antiguo habitada por marineros curtidos en las pesquerías de las costas africanas. Pudo ser, pero no fue, que desde la ría del Guadalete partiera Cristóbal Colón en su primer viaje a las Indias. Con tal fin, entre mayo de 1490 y comienzos de 1492 residió en El Puerto al amparo del señor de la villa, el duque de Medinaceli don Luis de la Cerda, intentando convencerle de que sufragara la expedición. Pero la reina Isabel finalmente apostó por que fuera el Estado quien organizara la costosa travesía de tan incierto destino.
Sí acogió El Puerto la partida, en mayo de 1499 desde la playa de Santa Catalina, de la expedición que iba a explorar por primera vez la costa de Venezuela capitaneada por Alonso de Ojeda y de segundos Américo Vespucio y el cartógrafo Juan de la Cosa, quien, al regreso, en 1500, trazó en El Puerto el primer mapamundi.
Al paso de unos meses, en 1501, nació nuestro protagonista, Francisco Fernández, que como era frecuente en la época sería conocido por el lugar de su nacimiento: Francisco del Puerto.

Nada conocemos de su niñez, pero seguro que la pasó fascinado por el ambiente marinero de El Puerto, ya expandido fuera del reducido espacio del recinto murado que levantaron los andalusíes (en su vértice norte, en calle Ricardo Alcón --la antigua calle del Muro-- y Jesús de los Milagros). Aguas arriba de la plaza de la Herrería, a orilla de la ría, se extendía el barrio de los marineros, desde la pontezuela de los Herreros hasta el campo de la Victoria, dice un documento de la época. Era entonces la ribera un hervidero de gentes vinculadas a la pesca y al comercio marítimo, lugar de permanente bullicio y trasiego donde se percibía el pulso de un pueblo marinero, a comienzos del siglo XVI uno de los más importantes de España como puerta principal de comunicación entre continentes. Quizás allí se crió Francisco y llevara en la sangre su querencia al mar.

Viviendo en ese ambiente, no es extraño que un joven espabilado y de buenas luces soñara con formar parte de ese mundo. Y así fue. A la temprana edad de 14 años, Francisco Fernández tuvo el arrojo para ver cumplido su sueño. Supo que en Sanlúcar se estaba preparando una gran expedición al Nuevo Mundo. Y allí se fue.
La expedición al Río de la Plata
A mediados de 1515, en el fondeadero sanluqueño de Bonanza, Juan Díaz de Solís, Piloto Mayor de la Casa de Contratación de Sevilla y el más reputado navegante del reino, se afanaba en organizar una expedición que en nombre de Fernando el Católico pretendía encontrar un paso fluvial que comunicara el océano Atlántico con el aún no explorado Pacífico, a su vez puerta de acceso a Asia, a las Islas Molucas (Indonesia), donde se producían las preciadas especias de las que carecía Europa.
Para ello se construyeron en Lepe dos carabelas (de 30 toneladas) y una nao (60 ts.) que acogieron a una tripulación de 70 hombres entre pilotos, oficiales y marineros. Y entre ellos el joven Francisco del Puerto. Que no sé cómo se la apañó para acercarse a Díaz de Solís y convencerle para formar parte de la expedición como grumete, el primer escalón para convertirse en un experto marinero.

Armados los barcos con cuatro lombardas y con provisiones para dos años y medio, la expedición zarpó de Bonanza el 8 de octubre de 1515 rumbo a América. Tras hacer escalas en Tenerife y Cabo Verde, llegaron a la costa norte brasileña y fueron bordeándola hacia el sur hasta que a comienzos de febrero de 1516 divisaron el estuario del Río de la Plata; el lugar donde, supuestamente, se encontraría el anhelado paso al océano Pacífico, según las noticias que de los portugueses tenía --erróneas-- la corte castellana. Y cara salió la mala información.

El llamado Río de la Plata, al que Díaz de Solís bautizó como Mar Dulce, es un enorme estuario de 325 km de longitud y 221 km de anchura máxima, hoy frontera entre Argentina y Uruguay, en cuyos márgenes se fundarían Buenos Aires y Montevideo. (Compárese con el antiguo estuario hoy marismas del Guadalete: unos 15 km por 8 km máx.) En ese inmenso espacio, azotado por un gran oleaje, se adentraron los expedicionarios con sus tres embarcaciones, como hormigas navegando en un mar en cascarones de nueces. Al fondo del estuario desembocan juntos los dos grandes ríos que alimentan al estuario, el Paraná (2546 km) y el Uruguay (1779 km). En la confluencia de ambos desembarcaron, en una pequeña isla o bajo que llamaron --y siguen llamando-- isla de Martín García, el nombre del despensero de la expedición (encargado de administrar las provisiones y víveres) que falleció a bordo frente a la costa brasileña. Allí lo enterraron y oficiaron una misa por su alma.

Y después continuaron los barcos remontando el curso del río Uruguay hasta que Díaz de Solís decidió fondear la nao y una carabela para explorar con la otra -La Latina- el territorio que se abría a su paso. Aguas adentro sus 18 tripulantes tuvieron a la vista un poblado y el capitán, confiado y acompañado de ocho de sus hombres --entre ellos Francisco del Puerto--, en un bote se acercaron a la orilla. Mala decisión porque los indígenas, guaraníes chandules, los emboscaron, mataron a flechazos, descuartizaron, asaron y se los comieron. Sólo se salvó, porque así lo quisieron los indígenas, el joven grumete portuense.

Mañana contaremos qué fue de Francisco del Puerto conviviendo como un guaraní más en el río Uruguay, tan distante y distinto al Guadalete de su infancia, al que nunca regresó. (Continuará)
