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2.312. JOSÉ MARÍA GARCÍA FLORES. Novio de la muerte y amante de la vida

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Era uno de esos alumnos grandullones que a fuerza de repetir curso acababa siendo más alto que los propios maestros. Un clásico de los pasillos del colegio: ideal para hacer recados a medio claustro de profesores y para ayudar al conserje en asuntos de peso (de cargar peso, más bien). Aparecía en las listas como José María García Flores, le gustaba cantar y quería que lo llamasen Josermari.

josemariagarciaflores_nino_puertosantamariaEntonando el pasodoble de una comparsa infantil con la que compitió en Teatro Falla lo recuerdo yo, en el recreo del Poullet, a principios de los ochenta, relatando a algunos admirados curiosos, con profusión de detalles, la emoción de acudir a las tablas del Falla, nada menos, y de vivir la magia de los camerinos y de volver, casi de madrugada, al Puerto, muy cansado, con la voz quebrada, pero también con el gusto en la boca de los artistas de verdad. Enseguida se convirtió en el promotor de esas agrupaciones que, organizadas por los propios estudiantes, actúan en las fechas señaladas, imitando a las comparsas grandes, y pudo vivir así entre los compañeros el brillo de la popularidad que no le dieron sus sobresalientes imposibles. Hoy lo habría visto un orientador; entonces era suficiente con que no hiciese mucho ruido en los pupitres últimos del aula. Se acuerda de Los colegiales y de Marcelino, pan y vino, de los aplausos y las felicitaciones. /En la imagen de la izquierda, Josemari, en sus años de escolar.

 

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Posando con el tipo de su primera agrupación: Fantasía andaluza.

Y no olvida a sus maestros de entonces, con las manos largas para lo peor, pero también para lo más noble. Y lo mejor para él fue seguir camino académico hacia la Formación Profesional, que entonces tenía aquí su versión pública en el Instituto Santo Domingo, donde era posible iniciar estudios de enseñanzas medias sin haber obtenido del Graduado Escolar y donde se matriculó para aprender electrónica.

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Con sus buenos amigos Antonio Martín y Luis Galán, y el jugador internacional de fútbol, Joaquín.

Me contó todo eso sobre una tumbona azul, que previamente había barrido con esmero de orfebre, y bajo una hilera de sombrajos que alquilaba el pasado verano junto nuevo veterano chiringuito de La Concha, el de Vicente Esquerdo. Hablaba y trabajaba al mismo tiempo. El ayer suyo y el ahora de una familia que acaba de llegar, pregunta precios, hace cálculos, vuelve a preguntar… Terminado el trámite volvía el vendedor de sombra a la tumbona de antes. Del pasado de su adolescencia al presente del hombre de 46 años que es hoy y que se pasó julio y agosto hablándole de tú a tú al sol de la playa del Buzo. Montón de horas de calor en el tajo para alguien que ha estado en muchos tajos y que de lo único que se arrepiente de verdad es de no haber estudiado en su momento. Aunque no le van las lamentaciones, y hace bien, porque sabe que tarde no es jamás; por eso cursa estudios en un ciclo formativo de Soldadura y ha regresado a los libros que un día le dieron la espalda. ¿Quién ha dicho miedo?

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De izquierda a derecha, Luis Galán, Antonio Burgos, Antonio Martín y Josemari García Flores.

Así que íbamos por Santo Domingo y por el Carnaval. Aunque antes me ha contado que sus primeros años transcurrieron en la barriada del Polvorista, donde los libros de historia local relatan hubo un cuartel, y que a lo mejor por eso fue un polvorilla con diez hermanos que una vez se metió en un ensayo carnavalesco y de ahí no salió hasta hace unos cinco años, cuando formó parte de la comparsa Cuento chino. Y en esos treinta años desde 1980, que se dice pronto, fue integrante de un buen puñado de agrupaciones que ya forman parte de la leyenda de esta ciudad, como Vamos al grano, Marinero en tierra, Jamón de la mar o la vieja Trova. Ecos de su voz de tenor correoso e incombustible están en esas viejas cintas de casete que muchos nostálgicos hacen sonar todavía.

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Trayectoria en el mundo del Carnaval.

Aunque en esas tres décadas hubo un paréntesis para el Servicio Militar y para aprender a buscarse la vida. Cruzó el Mediterráneo antes de que lo llamaran a filas y el deber patriótico lo cumplió en la Legión, donde lució galones y donde pudo haberse quedado por insistencia de sus superiores, quienes vieron en él a un perfecto profesional, a un más que fiel novio de la muerte. Dice que aquello le cambió la vida, y que aprendió valores en unos años en los que muchos de sus amigos del barrio acabaron con las venas rotas y la mirada de los muertos. También dice que, acabado su período marcial, se fue hasta Madrid para intentar ser policía nacional, pero que no podía perder demasiado tiempo preparando oposiciones cuando en El Puerto lo esperaba una vida que llenar de trabajo y responsabilidades.

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La comparsa con el tipo de Rafael Alberti, junto a su autor, Luis Galán. Los Majaras premiados en el escenario del Teatro Falla, en el que estuvo integrado Josemari.

Por eso fue primero pintor, y luego tocó todos los palos de la construcción hasta convertirse en empresario en los años efervescentes del ladrillo. En ese mundo, como en todos en los que ha residido, conoció lo mejor y lo peor, sumó amigos y soportó enemigos; fue alguien y fue nadie. Aunque nunca se ha sentido más importante que cuando conoció a Sofía, de quien habla temblándole la voz y brillándole las pupilas. Esa y la otra Sofía, la pequeña que cada vez lo es menos, son, confirma rotundo, lo mejor que le ha pasado en la vida. Y ser portuense, eso también. Lo lleva a gala y lucha por lo suyo, que es lo nuestro, de hecho forma parte de El Vaporcito, un colectivo que trata de que el viejo Adriano, hundido por la desidia y por esa estulticia política tan de aquí, sobreviva al menos varado en un punto llamativo de la ciudad.

 

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Compartiendo escenario junto al amor de su vida, tras recibir un reconocimiento de la Peña Corribolo.

Todo eso, y muchas más cosas que no cabrían aquí, me contó hace meses, mientras iba y venía, resudando, y dando cambio de monedas que rechinaban entre el murmullo del oleaje y la marejada de las conversaciones. Y mientras aseaba hamacas, y orientaba sombrajos tratando de engañar la luz impenitente y excesiva para una clientela acalorada, que hablaba al vendedor de sombra con el respeto que se gana a pulso la gente respetable. Y que lo llamaban como una vez me pidió que lo hiciera yo, allá por los últimos años setenta, en medio de un patio de colegio que olía a bocadillo de manteca y a brisa de estero. Así, como ya siempre le he llamado desde entonces: Josemari. /Texto: Ángel Mendoza

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Trayectoria en la Asociación de Autores y Directores del Carnaval Portuense

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