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El puente colgante de San Alejandro en 1867, fotografiado por Jean Laurent. Biblioteca Nacional de España.

Mal acabó el año 1839 para El Puerto. El 1 de diciembre, el puente de barcas de San Alejandro, el que se construyó a iniciativa del Capitán General Alejandro O’Reilly sesenta años atrás, se desplomó y la corriente del río se lo llevó. Pero para día aciago, el de su inauguración, el 14 de febrero de 1779, cuando la aglomeración de gentes sobre el puente fue tal que provocó que las compuertas móviles cedieran y se precipitaran al río numerosas personas, falleciendo 115.

De inmediato, el Ayuntamiento comenzó a gestionar la cons­trucción de un nuevo puente en el mismo lugar, decantándose en marzo de 1840 por el proyecto de un puente colgante que tenía presentado al Gobierno de la nación el francés Jules Seguin, aunque las obras se retrasaron varios años.

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Los hermanos Jules Seguin (1796-1868) y Marc Seguin (1786-1875), artífices de los puente de San Alejandro y San Pedro.

Era Jules Seguin empresario y hermano del prestigioso ingeniero francés Marc Seguin, el inventor en 1824 de los puentes colgantes suspendidos de cables de acero y también de la caldera tubular, entregada a la industria en 1827 y aplicada a la primera locomotora de Stephenson. Su ingenio le venía de familia: era sobrino de los hermanos Montgolfier, los inventores del globo aerostático.

El nuevo puente que sustituyó al de barcas –todo un alarde técnico para la época-, se conformó con un tablero de madera (95 metros de largo por 6’40 m) suspendido de cables que pendían de cuatro cilindros de fundición y retenidos a otros tantos pozos de amarra. Para su construcción se aprovecharon las calzadas de acceso y los estribos del puente de barcas. La obra la ejecutó la empresa de Jules Seguin, previéndose sufragar su coste con la reimplantación durante treinta años de un antiguo arbitrio de carreteras, debiendo pagar el Ayuntamiento como rédito anual 12.178 reales. Luego su propiedad quedaría en manos del Estado por situarse el puente en el tránsito de una carretera nacional de primer orden.

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Litografía del puente y la Ribera de 1864, de la ‘Guía del viagero por el Ferrocarril de Sevilla a Cádiz’, de Eduardo Antón Rodríguez.

Se inauguró el 18 de enero de 1846, a partir de las dos de la tarde. El programa de actos quedó fijado con el boato propio de la época… la presencia de las autoridades, los invitados y el clero portando la Cruz Parroquial; la música de dos bandas militares, situadas a cada extremo del puente; su bendición por el Vicario y la entonación del tedeum; la salva de la Brigada de Artillería dispuesta del lado del arrecife de Puerto Real; de nuevo las músicas militares; y el puente adornado con vistosas guirnaldas y banderas para marcar tan señalado día, pues el puente era la única vía de acceso terrestre a Cádiz y a las demás poblaciones de la bahía. Cinco meses después, el 30 de junio de 1846, también según proyecto de Marcos Seguin, quedó inaugurado otro puente colgante sobre el río San Pedro (que se hundió a fines de 1880, tres años después de hacerlo el de San Alejan­dro).

SE VEÍA VENIR…

Pese a los alardes técnicos empleados, el nuevo puente de San Alejandro (si los romanos levantaran la cabeza) no tendría una larga vida: a los 31 años de construirse se vino abajo. Según refleja la documentación conservada en el Archivo Municipal, era algo que se veía venir hacía años…

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Lámina del puente en 1864.A su lado, un pequeño astillero, lugar donde entonces se permitía bañarse a las mujeres –sólo a las mujeres- de noche.  

En mayo de 1855 el alcalde portuense elevó un oficio al gobernador civil de la provincia solicitando que se verificara un reconocimiento del puente (no realizado desde su inaugura­ción), especialmente en los cables no visibles de los pozos de amarra, pues se contaba con el antecedente reciente de cuando se tuvo que descolgar el tablero del puente del San Pedro para efectuar algunas reparaciones, se comprobó que los cables de suspensión embutidos en sus muros de mampostería tenían cortados las tres cuartas partes de los hilos. A tal requerimiento, el gobernador dispuso que pasase a inspeccionarlo el Ingeniero civil de la provincia, pero éste contestó que el alcalde tenía excesivo celo e incurría en un acto de injerencia y desconfianza al ser a él a quien correspondía juzgar si era necesario o no reconocer su estado. Al mes siguiente, el Ayuntamiento reiteró al gobierno civil lo solicitado, pero no consta que se obtuviera respuesta. Días antes, un dictamen de los síndicos portuenses recordaba que por Real Orden de 25-XII-1843, mientras no concluyese la concesión del puente a la empresa constructora, ésta tenía la obligación, no cumplida, de mantenerlo en buenas condiciones, teniendo que pintar la madera y los hierros al menos una vez cada tres años, y recomponerlos o reemplazarlos cuando lo exigiese la seguridad del tránsito, al igual que los cables de suspensión y retención que se rompieran. Otros intentos para reconocer el estado de conservación del puente se repitieron con el tiempo, pero siempre en vano. En julio de 1858 ardió el tablero en su totalidad, posteriormente repuesto a costa del Estado

Pasaron los años. En noviembre de 1873, la comisión de Obras Públicas del Ayuntamiento, aun a sabiendas de que no era asunto de sus atribuciones, pasó a reconocerlo. Se encontraron las maderas del pavimento podridas, así como la mayor parte de las transversales sobre las que descansaban, no siéndoles posible comprobar las amarras por encontrarse los pozos en que se sujeta­ban cubiertos de agua; días antes, el guarda del puente vio en ellos pedazos de alambres podridos. Y así, de momento, quedaron las cosas.

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Imagen captada en mayo de 1877, mientras el puente se reparaba, poco antes de derrumbarse. / Foto, colección de Manuel Pacheco Albalate.

…Y SE CAYÓ

El 15 de mayo de 1877, de uno de los pozos de amarra se safó uno de los cables o calabrotes (cabo grueso de 9 cordones corchados de izquierda a derecha, en grupos de 3 y en sentido contrario al reunirlos) que sostenían el tablero. Como precau­ción, se cerraron los accesos al puente con vallas y se reali­zaron algunas reparaciones menores. Entonces fue cuando se captó la imagen adjunta, en la que se observa a un operario encaramado a horcajadas a uno de los calabrotes, comprobando su estado o reparándolo. No pierda el detalle de la escalera por la que subió.

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Una vez venido abajo, aún con algunos cables de acero colgando. Fotografía de J. Laurent, 1879.

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Composición del puente derribado a partir de otra instantánea de Laurent, 1879.

El 2 de octubre, al paso de un carro cargado con losas de Tarifa que conducía el portorrealeño Diego Carrera, se asti­llaron completamente dos vigas madre del pavimento, hasta que definiti­vamente, el 16 de noviembre de aquel 1877, a las cuatro y media de la tarde, cuando cruzaban el puente en dirección a Puerto Real tres carros sin carga tirados por tres mulas cada uno, se desprendieron de sus amarras los tres calabrotes que colgaban del lado izquierdo de la orilla de la otra banda; los que (en la foto) revisaba el operario. Bestias y arrieros se precipitaron al río, resultando tan sólo herido leve uno de los arrieros, Manuel Romero. Como remedio provisional, se construyó una barca de pasaje, arrendada para su explotación a Francisco Vaca, y se habilitaron en ambas orillas sendos muelles.

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El puente de hierro de San Alejandro (1884-1977) desde ‘la otra banda’. En la orilla, el espacio que ocupó el pequeño carenero que en 1906 estableció José María Ponce. (Ver nótula núm. 2.311 en Gente del Puerto).

Y al colgante le sucedió el tercer puente de San Alejandro, el de hierro, que se construyó, con diseño del ingeniero Emilio Iznardi, en 1884 y fue desmontado, salvo sus pilas, que siguen aflorando en el río, en 1977. Justo un siglo después de que se hundiera, por dejación de las autoridades competentes, el colgante. / Texto: Enrique Pérez Fernández.

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