Bañarse en el río Guadalete: ancestral costumbre practicada cuando el sumergirse en sus aguas no acarreaba el peligro de fallecer por asfixia. La de años que hace que se perdió tan natural inclinación… Lejos quedó el tiempo en que sus aguas dulces, fundidas en El Puerto con las marinas, eran tan claras y limpias como para que en ellas bebieran y lavaran quienes habitaban la porteña Al-Qanatir, según dejó escrito a mediados del siglo XII el geógrafo andalusí al-Zuhri. /En la imagen, el Guadalete y la ribera de El Puerto en un óleo de Mariano Ramón Sánchez, hacia 1781-85. Foto, Museo del Prado. El cuadro está depositado en el Museo Naval de Madrid.
Considerándose habitualmente los años 1860 y siguientes el periodo de apogeo, fue a inicios del XIX cuando comenzó a arraigar en España, como costumbre social, el hábito de tomar baños de mar con fines terapéuticos, higiénicos y lúdicos, si bien Francisco Mariano Nipho ya mencionaba en 1771 acerca del Guadalete que “las aguas de este Río sirven también para baños generales y medicinales”. Unos años antes, en 1753, el inglés Charles Russell había publicado el primer libro moderno sobre las propiedades curativas del agua marina, descritas por primera vez por la terapéutica hipocrática.
El Guadalete y El Puerto en una vieja postal de la Tipografía de Luis Pérez.
El médico portuense Joaquín Medinilla y Bela (1839-1926), en su opúsculo Baños de agua de mar del Puerto de Santa María (1880), estimaba que las aguas de nuestra ría contenían un 20% menos de sales que las marinas, por lo que aconsejaba incrementar el número de baños fluviales respecto a los tomados en mar abierto. Al igual que el litoral, la desembocadura del Guadalete, sujeta al flujo y reflujo del mar, reunía las condiciones naturales precisas para ser aprovechada por quienes en el curso de la Historia poblaron su ribera y en ella se bañaron.
La desembocadura del Guadalete como lugar de baños (antes de construirse los espigones en 1970) y su entorno, aún virgen.
Los orígenes
Por un Real Despacho fechado el 6 de junio de 1816 se concedió a la Casa de Niños Expósitos portuense, sita en la calle San Juan nº24, “la facultad exclusiva de formar, establecer y construir barracas, cajones y aposentos para Baños en el río Guadalete de esta ciudad, en toda la extensión de su término, aplicando su producto al aumento del salario de las nodrizas o amas de cría y a las demás urgencias y necesidades que padece la casa y los inocentes niños.”
Puede asignarse este logro a los desvelos del presbítero administrador de la casa-cuna, don Diego Enciso, quien ya en 1787 regía los destinos de la institución, sumida en todo tiempo, desde su fundación en 1669, en una extrema penuria económica que ocasionaba la muerte por inanición a un elevado número de los niños acogidos.
Torno de una Casa de Niños Expósitos.
Cumpliendo lo mandado por el Consejo de Castilla, de inmediato se procedió a instalar una barraca para el uso de los bañistas en la ribera, hasta la línea de bajamar, y en medio del río un baño flotante formado por una plataforma de tablas, techada y dispuesta sobre dos embarcaciones menores embonadas (forradas con tablones) y cajones sumergidos que ocupaban los pudorosos bañistas. Los botes se amarraron a tierra con cuerdas de esparto y mantenidos en el agua con rezones (anclas pequeñas) atados a cabos de cáñamo. Se dispuso también que un ‘hombre de mar’ cuidase de la seguridad de los bañistas. No puedo precisar a qué altura de la ribera se establecieron, aunque lo más probable es que fuera en el tramo que años más tarde (1895) ocuparía el Parque Calderón.
El Parque Calderón y el tramo de la muralla del río que se levantó entre 1873 y 1884.
Para la temporada veraniega de 1818 el Ayuntamiento acordó que los baños se establecieran por sexos, separados, imponiéndose una multa de 4 ducados a los hombres que pasaran al de mujeres, hecho que no por prohibido dejó de producirse en el transcurso de los años, dando lugar a no pocas situaciones ‘picarescas’.
En estos primeros años, los empresarios de los baños flotantes fueron Ignacio Ahucha, Juan Ochoa y José de la Mata, vecinos de El Puerto, quienes, además del municipal, tenían que satisfacer un arbitrio a la Ayudantía Militar de Matrícula por la ocupación del río. En 1826 el baño firme de la orilla –la barraca- comenzó a explotarlo Juan Grimazana y los flotantes José Miñano, permitiéndoseles mantener las instalaciones en el río todo el año.
Con el paso del tiempo, estos precedentes del turismo en El Puerto fueron consolidándose y adquiriendo prestigio verano tras verano, llegando a visitar la ciudad, exclusivamente para tomar baños en el Guadalete, miembros de la familia Real española.
La estancia del Infante Francisco de Paula y familia
Desembarco de Fernando VII en el muelle de la Pescadería de El Puerto, 1 de octubre de 1823. Cuadro de José Aparicio (h.1823-28), Museo Nacional del Romanticismo.
Transcurridos nueve años desde que Fernando VII desembarcara en el portuense muelle de la Pescadería tras ser liberado por el duque de Angulema de las fuerzas liberales de Cádiz, su hermano Francisco de Paula con su esposa, Luisa Carlota, y cuatro de sus hijos, acompañados de un séquito de 42 personas, arribaron a nuestra ciudad el 21 de julio de 1832 para tomar baños terapéuticos en el río, alojándose en casa de doña Manuela del Castillo Pavón, en la calle Larga.
El Infante Francisco de Paula (1794-1865) y su esposa Luisa Carlota (1804-1844). Cuadros de Vicente López y Portaña (1772-1850).
Para la ocasión, el Ayuntamiento mandó al carpintero Menacho construir un baño flotante, “lo más elegante –decían los munícipes- que cabe en local de esta naturaleza”, que ubicaron (tras descartarse el espacio intermedio entre las Fuentes de las Galeras y del Sobrante) frente al actual Club Náutico, a un tercio de la banda del Coto de la Isleta: “aquí recibirá muy pura el agua salada, así como el fondo limpio y claro”, disponiéndose su acceso por el arrecife de Puerto Real. Para fondear el baño a cuatro amarras se trajeron del Arsenal de La Carraca 55 anclotes y 2 guindalezas (cabo marinero). Como complemento a las inmersiones, diariamente les facilitaban dos arrobas de agua sulfurosa que transportaban en damajuanas desde el chiclanero manantial de Fuente Amarga.
El 14 de septiembre marcharon de la ciudad, acordándose en cabildo regalar a Luisa Carlota el baño: “…se digne admitir en nombre de esta ciudad el bañito flotante de que usted y sus augustos hijos se han servido este año, con los adornitos y pequeños enseres que contiene”; a lo que la secretaría de cámara de Francisco de Paula respondió que “se han dignado aceptarlo con la lisonjera esperanza de volver a disfrutarlo en el próximo año”. Propósito que no se cumplió ante la enfermedad y muerte de Fernando VII (septiembre de 1833) y los acontecimientos bélicos (primera guerra carlista) que vivió la nación.
La estancia de la Real familia costó al municipio 179.000 reales, dejando un déficit de 120.000 rs. que se pretendieron recuperar con la imposición de arbitrios de 2 quartos en libra de carne, 2 maravedís en panilla de aceite y 16 mrs. en arroba de carbón.
Otros baños, otros empresarios
En 1839 Francisco Nicolau (que en el 40 sería alcalde) pasó a ser el arrendatario de los baños flotantes, que al verano siguiente se ubicaron frente a la que llamaron callejuela de los Baños (hoy calle Guadalete), y en 1842 un poco más al interior del río, al otro lado del muelle del Vapor (entonces, desde 1840, el Betis, el primero que cubrió las travesías a Cádiz), hasta que a los dos años, en el verano de 1844 se trasladaron a la ensenada que existía junto a la Casa de la Munición, entre las calles Luja y Puerto Escondido, espacio que con los años ocupó el Parque Calderón.
La antigua ensenada ya cegada con murallas, frontera a la Casa de la Munición (1781) y al terreno que ocuparía el Parque Calderón, hacia 1885.
En un documento de este año de 1844 encuentro por vez primera una referencia explícita del Ayuntamiento –que se materializó a los dos años- apostando por abrir la ciudad –y el río- al turismo: “…que el arrendador de baños obtenga una situación céntrica conocida del público y comodidad para las personas, tanto de la Población como forasteros, lo cual debe consultarse en bien de la misma Población para que la concurrencia aumente en la temporada de baños”.
El remate de la subasta de 1847 recayó a favor de Francisco Tauler, que al año siguiente no presentó licitación. Los baños flotantes de hombres –cabría suponer que por su mal estado de conservación- fueron desmantelados. El año 49, ante la falta de pujas y no haber en las arcas municipales dinero para construir nuevos baños (el costo se estimó en 67.000 rs.), se determinó que su explotación se considerase desde entonces una especulación particular, no sujeta a arbitrios ni a otras intervenciones de las autoridades, salvo las de orden público. La Casa de Expósitos perdía, pues, su privilegio.
Desde el Coto de la Isleta. A la derecha, junto al puente colgante de San Alejandro, los baños flotantes, propios de José Barrios y Manuel Pasquín. Grabado de la gaditana Litografía Alemana, fechable entre 1861(cuando se creó esta empresa) y 1877 (cuando se vino abajo el puente).
Francisco Neto se comprometió a construir los flotantes de hombres y comprarle a Tauler los de mujeres. Ambos se ubicaron avanzados al agua, con una galería de acceso desde la orilla, al modo tradicional de la época, como se establecieron, por ejemplo, los baños del Real (1821) en La Caleta gaditana o en La Puntilla portuense a fines del XIX e inicios del XX. Para su inauguración, el 15 de julio, actuó una banda de música militar desde una de las galerías. En 1852 se ampliaron los cuartos particulares y se instalaron algunos grifos “para dar agua caliente y templar la del mar” (precedente de los baños termales de La Puntilla), a la vez que se alambró el contorno de los baños para preservarlos de las suciedades del agua.
En 1864 estableció los baños al lado de la Munición José Barrios, quien aún en 1873, al menos, los mantenía en explotación, contiguos a los propios de Manuel Pasquín, éstos conocidos como “los baños antiguos”.
Detalle del grabado anterior en el que se mal aprecian siete baños, cinco en la margen de la ciudad y dos en la de ‘la otra banda’.
Joaquín Medinilla, en su mencionado trabajo de 1880, escribió: “Existen en esta población tres empresas de baños en el río, y una en el mar, en la bahía, más allá de la desembocadura del Guadalete. Los del río son flotantes, sostenidos con barcas y botas o pipas, estando en condiciones de comodidad y economía muy aceptables, habiendo baños generales para cada sexo, y cuartos particulares para familias e individuos que así lo deseen, y teniendo todos sus salones de descanso.” De esta información sólo puedo concretar que una de las empresas ubicadas en el río era de José Ariza, que la mantenía en 1903, mientras que las otras dos aún podrían ser las de Barrios y Pasquín, desaparecidas, en todo caso, antes de 1883; o acaso una era de Ramón Cacho, que tenía un baño flotante, desde año incierto, en 1891, junto al puente, mientras que la ubicada en el litoral, en El Aculadero (Puerto Sherry), la explotaba Pedro Seca.
Muy semejante a este baño flotante onubense ubicado en el río Tinto fueron los del Guadalete.
El Porvenir
A la derecha los Baños El Porvenir en la Punta de Malandar (de donde derivó el popular nombre de La Puntilla). Al frente la boca del río y al fondo el Coto de Valdelagrana. Las primeras casetas de baños individuales en la arena se pusieron en 1908.
En 1885, José Antonio Neto Fernández instaló los Baños de El Porvenir en la llamada Punta de Malandar, junto a la embocadura del río, en La Puntilla. Ocupaban 35 metros hacia el agua y 20 m en la orilla, con casetas de vestir, pilotes alrededor y cubiertos de redes para la seguridad de los bañistas. En 1891 se reformaron, construyéndose un ‘departamento familiar’ junto a los ya existentes: ‘cuartos’ particulares (casetas) y ‘galería general’ para señoras y otro tanto para caballeros. Los precios eran económicos y variables, pudiendo elegir los bañistas entre 48 modalidades para hacer uso del establecimiento: desde 60 céntimos por un baño en la galería general de señoras y 1 real en la de caballeros, hasta 220 reales por un abono de treinta baños para seis personas en el departamento familiar.
Otra imagen de El Porvenir, ampliado con los ‘departamentos’ y ‘cuartos’ individuales a la derecha.
Llegando a El Porvenir una barquilla con bañistas. A la derecha se aprecia el espacio acotado para los baños.
Como servicio complementario, en 1893 se establecieron dos carruajes, propios de Francisco Molina, que por 25 céntimos llevaban y traían a los bañistas que los requerían desde la calle Misericordia nº14 a El Porvenir y a la Rotonda de la Puntilla (desde 1904 a cargo del cochero Antonio Ariza en carruajes propios de la jerezana Carmen Soto), así como barquillas entoldadas que partían junto al muelle del Vapor entre las 7 y las 11 de la mañana y de la 1 a 6 de la tarde. Por estos años también se fijaron servicios extraordinarios de trenes con tarifas reducidas para los vecinos de Jerez que tomaban baños en El Puerto. En 1904 se hizo cargo de El Porvenir la viuda de Neto, y después su hijo Leonardo. Hasta los años 60 la familia Neto continuó vinculada al negocio veraniego en La Puntilla (y en Valdelagrana) como bañeros y constructores de balsas de barqueros, porque los Neto, antes que nada, fueron afamados carpinteros de ribera.
Carruajes junto a la terraza del Restaurante de la Rotonda de la Puntilla (inaugurado en 1907). A la izquierda el Balneario de aguas termales ‘Nuestra Señora de los Milagros’ (construido en 1921 y derribado y expoliado en 1980).
En los años de apogeo de los Baños de El Porvenir sólo permanecían en el río, casi como una reliquia, los baños de San José.
El Balneario de San José
Frente a Pozos Dulces, el Varadero de Pastrana. A la izquierda el espacio que ocuparon los Baños de San José.
Junto al puente de hierro de San Alejandro, en la orilla del río que en 1954 ocuparía el varadero de los hermanos Pastrana (ver nótula 713 en Gente del Puerto), entre 1881 y 1923 Felipe Losada Sánchez y su hijo José L. Gutiérrez mantuvieron abierto un pequeño y modesto establecimiento de baños que llamaron Balneario de San José. En su origen era una caseta de madera cubierta a dos aguas y compuesta de un departamento para vestuario (3 metros x 2’40 de ancho) y un espacio para las inmersiones acotado con listones de madera hasta la línea de bajamar, sólo aprovechable durante una hora antes y otra después de la pleamar en las pequeñas mareas y tres horas durante los aguajes.
Plano de la reforma de 1906 de los Baños de San José. Archivo Municipal de El Puerto de Santa María.
En 1906 José Losada reformó y amplió las instalaciones. La caseta, pintada de blanco, pasó a tener 7’75 m de frente, 6 de lado y 2’50 de altura, mientras que el cerco de los baños se amplió hasta 20 metros, formándose con estacas de pinos (4’50-5 m), tablazón y riostras con regatones de hierro colocadas de estaca a estaca. Con ello, Losada pretendía que los baños se tomaran entre las cuatro horas de las mareas muertas y las seis de los aguajes, “dando más tiempo –decía en su solicitud- para que la clase pobre, que es precisamente la que los utiliza, pueda aprovechar y disfrutar los beneficios de los baños de mar, que tanto se recomiendan”.
En el verano de 1897, un antiguo veraneante en la ciudad, médico de profesión, dejó escrito en la Revista Portuense unas impresiones loando los baños de San José: “Impresión agradabilísima produce en el ánimo del viajero la visita al establecimiento balneario flotante que es una de las ‘notas clásicas’ en la antigua e inimitable estación veraniega del Puerto de Santa María. Los que guardamos como oro en paño los recuerdos del tiempo viejo, no comprendemos el Puerto en el verano sin esa gallarda y cómoda instalación balnearia flotante, que ha sido y es el lugar más cómodo y más económico para cumplir con las prescripciones higiénicas en cuanto al baño salado y tranquilo se refieren.” 20
Obras del dragado del Guadalete hacia 1929. Imagen facilitada por Miguel Sánchez Lobato.
La costumbre de tomar baños en la ría del Guadalete desapareció con los trabajos de canalización y dragado del río que se realizaron de forma interrumpida durante el primer tercio del siglo XX y ante el progresivo deterioro de la salubridad de sus aguas, impulsado con la construcción en 1897 por la Azucarera Jerezana de una corta en el Vado de los Hornos, junto a El Portal. Entonces comenzó el apogeo del veraneo en la playa de La Puntilla.
En la próxima entrega continuaremos escribiendo de los baños del Guadalete, expresamente de quienes hacían uso de ellos, sujetos por las autoridades a unas estrictas normas de comportamiento y de decencia que, en ocasiones, nuestros paisanos y los forasteros se las tomaban por el pito del sereno. / Texto: Enrique Pérez Fernández.
Delicioso artículo !!!!!
Muchas gracias, Enrique.