Para escribir sobre solares en El Puerto hay donde escoger. Se puede cerrar los ojos, situarse sobre un plano del casco antiguo, mover al azar el índice y donde se pose seguro que muy cerca de ese punto hay un solar olvidado, entendiendo como tal una porción de terreno en donde hubo un edificio y en el que puede volverse a construir otro o, en su defecto, una casa tapiada y abandonada, en espera de su ruina total, que para el caso viene a ser lo mismo.
Y para comentar uno de estos sempiternos solares, tanto que puede decirse sin faltar a la verdad que es un “solar con solera”, escribo estas líneas, dando a conocer algunas de las “Gentes del Puerto” que allí vivieron. Éste al que me refiero está situado en plena calle Larga, en la acera impar, entre el Bar Manolo y la peluquería del Cuqui --junto a la sede municipal de El Puerto Global-- y puede dar una idea de su ensoleramiento la tupida vegetación que fue naciendo y creciendo tras la valla que protegía el solar del antiguo inmueble señalado con el número 47 antiguo y 61 moderno, parcela que si no la limpian hace unos meses llevaba camino de convertirse en un coto o parque natural.
Según el catastro, la casa que allí hubo, con fachada a la calle Larga y fondo y correspondencia con la de Curva, ocupaba 291 metros cuadrados, tenía tres alturas, dos pisos y mirador y 20 habitaciones: ocho en el piso bajo y doce en el alto. Se cita como propietaria del inmueble cuando se confeccionó este documento, a fines del siglo XIX, a los herederos de Dª María Josefa Moscoso Lacome, la familia Fernández Palú, que la habitaron en las primeras décadas del siglo XX.
Resultaría exhaustivo relatar las decenas de familias que han vivido entre los muros de ese inmueble en épocas pasadas, y vamos solamente a concretar una de ellas, que la ocupó el último cuarto del siglo XIX, figurando censada en los padrones municipales de 1875, de donde tomo el dato. Se trata de la familia Alberti Rodríguez, la que podríamos llamar, rama sevillana de los Alberti, pues en dicha capital andaluza nacieron los cinco hijos que tuvo el matrimonio formado por Agustín Alberti Ravina y Antonia Rodríguez Barreda y también otros tres de un primer matrimonio de Agustín Alberti. En esa fecha, 1875, Antonia Rodríguez era una joven viuda, de 38 años, a cargo de una prole formada por José, Carlos, María Regla, Agustín y Regla Catalina Alberti Rodríguez, estos dos últimos posiblemente mellizos, o cuando menos, nacieron el mismo año, el menor de sus entenados, Manuel Alberti Salazar y dos parientas: María Rodríguez Brasende, de 41 años, viuda, y probablemente una hija de esta última, Magdalena Tirado Rodriguez, ambas de Sanlúcar de Barrameda, ciudad en donde había fallecido su esposo un par de años antes.,.
Para conocer algo más de esta familia, retrocedamos hasta los abuelos paternos, el matrimonio gaditano, que formaban Agustín Alberti Brasetti y María Catalina Ravina Renco. Con los hijos que ya tenía el matrimonio, entre ellos nuestro protagonista, se asentaron en esta ciudad en las primeras décadas del siglo XIX, adquierieendo una casa en la calle San Francisco la Nueva, esquina y vuelta a la de Jesús Nazareno, con bodegas y almacenes en el bajo, para dedicarse al tráfico de productos vinícolas. Negocio familiar, auxiliado por sus hijos, que se integrarían en la pequeña burguesía de los vinateros locales, formada por criadores, especuladores y traficantes de vinos y licores, cuyos componentes casaban a sus hijos entre sí, mezclándose los apellidos en un galimatías tal que hizo exclamar al inglés, Julián Jeff, autor del libro “El Jerez” que intentar reconstruir las genealogías de muchas de estas familias era similar a adentrarse en un laberinto de complicada salida.
Antes de mediado el siglo la amplia familia Alberti Ravina se trasladó a vivir a la casona lindante con la que habían comprado, una magnífica mansión, igualmente esquinera, de tres plantas, con amplios jardines en la parte trasera, que había pertenecido y en la que nació y murió, en 1842, el ilustre marino, héroe de Trafalgar y Capitán General de la Armada, Francisco Xavier Uriarte y Borja, actuales oficinas de Osborne y Cia.
Mientras la familia se mantuvo unida, viviendo todos ellos como en una comuna en la casa de San Francisco la Nueva, los negocios funcionaron. Al dividir con las particiones las propiedades, el pequeño imperio fundado por Agustín Alberti no existía ya tres décadas después de su fallecimiento. El patriarca familiar falleció en unos días de especial agitación en la población. Acababan de sublevarse la escuadra anclada en la Bahía y se proclamó “La Gloriosa”, destronando a Isabel II. En el bullicio político que siguió a esos días finales de septiembre de 1868 no participaron los Alberti Ravina, preocupados por su futuro. El jefe familiar, gravemente enfermo, agonizaba y se resistía a hacer testamento. Su confesor, el presbítero Francisco de Paula Vázquez, le debió convencer, horas antes de expirar, de que cumpliera con dicha formalidad. Acudió el notario y se redactó un testamento “estándar” que evitaba los pesados trámites de abintestato. Murió el 2 de octubre de 1868.
Como era habitual y yo diría que clave para mantener el estatus en el que estaban integrados, los enlaces de estos hijos de familia tan numerosa como “templadas” en sus capitales, no eran al azar. En el caso de Agustín, supo elegir un buen partido: Josefa Salazar Gutiérrez, hija de un comerciante de Sanlúcar que tenía fincas, almacén de comestibles y fábrica de licores y también la familia materna, los Gutiérrez Bedoya eran gentes acaudaladas. Se casaron en agosto de 1845, instalándose en Sevilla, donde nacieron los tres hijos que tuvo el matrimonio y donde, al parecer, vivió como típico y tópico señorito andaluz una dorada juventud, despilfarrando la cuantiosa dote nupcial y la herencia de un tío de la mujer, que hemos calculado en una cifra cercana al cuarto de millón… de pesetas, no de reales, cantidad bastante respetable en esa época. Dieciocho años después, tras enviudar, contrajo nuevo matrimonio con Antonia Rodríguez Barreda, de cuyo matrimonio tuvo cinco hijos más. La numerosa prole debió hacerle sentar la cabeza, instalándose en Sanlúcar, donde aún tenía algunas propiedades y negocios, ciudad en la que falleció el 27 de septiembre de 1873, dejando solo trampas a sus herederos. El abogado portuense, Juan de Mata Sancho, que se ocupó de liquidar la testamentaría lo resumía así: “No siendo suficiente el caudal que dejó el difunto para el pago de todas sus deudas, resulta que sus herederos nada tienen que percibir, adjudicándose los bienes de la testamentaría a los acreedores.”
Creemos que los hijos del primer matrimonio, Fernando y Guillermo al casarse de nuevo, quedaron en casa de los abuelos, en El Puerto, quedándose con él y su nueva esposa el más pequeño, llamado Manuel, quien figura censado dentro de la unidad familiar que habitó la casa que estamos refiriendo y al que años después hemos localizado censado en la calle Cielos número 75, dedicado al comercio.
De los hermanos Alberti Rodríguez, el mayor, José, fue redimido del servicio de armas en 1880, pagando 2.000 pesetas, pudiendo terminar sus estudios. Posteriormente, conocemos ejerció como recaudador de contribuciones en Córdoba. Bien poco podemos aportar de los restantes, tan solo que María Regla contrajo matrimonio con un Ruiz Verdejo, de Jerez y su hermana Regla Catalina con Valentín Galarza Sancho, tío carnal del que fuera ministro de la Gobernación Valentín Galarza Morante, (ver nótula 760 en GdP) pasando a vivir al número 71, frente a la Plaza de Isaac Peral donde la hemos podido localizar ya viuda, en los padrones de 1925, junto con una hija soltera, Milagros Galarza Sancho.
Esta es la pincelada, que digo, el brochazo que puedo imprimir en esa gran cartelera imaginaria e invisible que figura en las fachadas de cada casa, donde se anota y cuenta su historia y la de todos y cada uno de los seres vivos que dieron calor a sus muros y éstos, cobijo y compañía a su vez a ellos en su nacimiento, todas las demás etapas de la vida y en la hora final, mientras existió. Una casa puede parecer infierno, purgatorio o un paraíso en algunos momentos de la existencia, pero un solar, aunque tenga solera, es un limbo para todos, que es donde decían hace tiempo que iban las almas de los nonatos. /Texto: Antonio Gutiérrez Ruiz. A.C. Puertoguía.
Querido amigo Antonio: cuando un amigo se va, no hay más que llorar. No sé las razones de tu dejadez, pero lamento profundamente que abandones una labor tan meritoria y nos dejes huérfanos a quienes tanto confiábamos en ti. Lo siento, pero no puedo decirte adiós, confío en tu constancia en el trabajo y estoy seguro que seguirás ofreciéndonos los frutos de tu talento. Espero y deseo que así sea. Quedo en espera. Abrazos.
Excelente trabajo,como siempre genial. Gracias
Solares y Linajes de El Puerto de Santa María., nueva serie.