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Un beso de a peseta. Cuento de Juan Rincón #5.388

Primer Premio en el X Certamen ‘María Carreira’ Premio Andalucía. Antequera (Málaga)

Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón.
 Lo esencial es invisible a los ojos. 
(“El Principito”. A. Saint Exupery )

| Texto: Juan Rincón.

La Chelo es la matriarca de la familia más grande y más pobre del patio dónde vive Sebastián. “Es lo menos que se despacha en madre”, dice siempre la Tata sobre ella a medias entre la guasa y la sorna. Y es que es verdad. Las mujeres del patio, con excepción de la Tata, son todas flacas y de cara escurrida pero la Chelo le gana por diferencia hasta a “la Parnota”, esa mujer tan pequeña que la Tata, siempre pícara, sostiene que “…tiene que subirse a una banqueta para llegar a los fuegos de su cocina”. La prole de ambas ha heredado las hechuras canijas de sus madres, pero la necesidad ha afinado mucho más el porte de la prole de la Chelo.

 “El Moreno”, su marido, había sido marinero. Así le apodaban con guasa por los muelles debido a su piel incómodamente lechosa entre tanto cuerpo moreno de sol y sal. Hacía años que se lo tragó una ola que barrió la cubierta del “Mariola y Carlota” allá por Fernando Poo junto a tres marineros que intentaban que el barco no se colocara de través. Por aquel tiempo, los barcos de aquí bajaban mucho más allá del moro, hasta donde quisiera el patrón, hasta los mejores caladeros. Desde entonces, la Chelo y sus nueve criaturas más que sobrevivir, malviven en el más humilde de los partiditos de la casa, con una sola habitación, una solitaria bombilla y un anafre de carbón en el rincón más apartado del damero formado por las infinitas camas.

La Chelo todavía lava a mano, pero ya tiene apalabrada una lavadora. Se la ha prometido la esposa del militar americano, de la Base de Rota, para el que trabajan ellas y sus niñas mayores haciendo las faenas de la casa familiar desde hace unos meses. Ahora tiene una lavadora futura pero no tiene enchufe donde conectarla.

“Chanito, tú que eres un lestricista de los buenos, ¿tú sabes ponerme un enchufito aquí afuera?, le dice zalamera una mañana. “Pues claro que sí” responde Sebastián sin pensarlo dos veces. La Chelo le sonríe enseñando sus muchas mellas, una por parto.

La lavadora no se la traerán hasta dentro de una o dos semanas. Es cuando puede hacerle el porte el chófer de una de las furgonetas que lleva los suministros a la base y sale de ella con el botín de segunda mano de lo que puede rapiñar dentro para negociar fuera. Todo un filón para el transportista que menudea con pantalones vaqueros, pequeños electrodomésticos, juguetes, etc. Casi siempre de segunda mano, pero de vez en cuando se le cae en el cajón de la camioneta un par de paquetes con todos sus precintos sin violentar. Algo debe tener que ver el patrón de la Chelo en aquel negocio. Por eso consigue que le haga portes gratis.

Sebastián ve en la encomienda del enchufe la manera de consolidar el grado de “electricista mayor” del patio recién adquirido remendando plomos a sus apenas doce años. Quiere galones y no peculio. Nunca ha pedido una peseta por ninguna de sus primeras faenas y no va a empezar por cobrar a la familia más humilde. Ramón, su jefe en el taller de lavadoras donde echa una mano cada tarde, tiene viejas bases de enchufe de cuando renovó el banco de trabajo y se las regala. El único desembolso va a ser el que supone comprar tres metros de cable blanco - bifásico, “cable de toda la vida”, le dice Sebastián fingiendo suficiencia a la hija mayor de la Chelo que se va a encargar de la compra- y “…seis arcayatas chicas…” para fijar el cable.

La Chelo, que al principio quiere el enchufe fuera de la casa cerca del lebrillo que hace las veces de lavadero, cambia de opinión y le pide que instale la base en el interior, en el rinconcito donde tiene el anafre. Piensa en colocar allí algún día los tabiques de la cocina. Un metro más arriba en la pared que linda con el patio y en la que se apoya el anafre, el padre de Sebastián, por otro ruego de la Chelo, abrió antaño un agujero que quiere ser ventana. Sin permiso, abrió un respiradero que la Chelo cuando no está guisando cubre por fuera con un almanaque de las cajas de polvorones. Así, elucubra ella, el casero no advertirá “la obra”, no sea que quiera cobrársela y subir la renta.

“¿Es igual, no, Sebastián? La faena pa ti es la misma, ¿no? Así si algún día mi señora me regala la nevera, también la puedo enchufar ahí, ¿verdad?” Sebastián le dice que sí a todo, que da igual. No sabe del ruido que mete una lavadora, no es su campo, ni es su problema. De repente, repara en que serán tres metros de cable extra y cuatro alcayatas más y rectifica el pedido del material. “El sábado que el Jesuli llega de la mar y zafa, por la mañana, lo tienes aquí”, le promete la mujer ilusionada.

No sabe Sebastián si ha cobrado el mayor de sus hijos o si el dinero ha venido de otra fuente, pero lo cierto es que el viernes por la noche, la Chari llama quedo a la puerta para enseñarle el material. “¿Es esto, verdad, Chanini?” A Sebastián se le mueven las tripas otra vez. Asiente con la cabeza. No quiere haberle provocado un gasto inútil a la gente que menos recursos tiene. Ha consultado el esquema que ha mal dibujado con su hermano Pepe y hasta con Ramón. Parece una tarea sencilla: hay que sacar dos hilos “en paralelo” desde el cable de la acometida hasta el único interruptor que tiene la Chelo en la casa. “Si lo empalmas de después, la lavadora se apagará y se encenderá con la bombilla y no es eso”, le ha advertido Ramón. Pepe ni mira el esquema, no lo entiende. Solo le ha repetido no va a saber hacerlo “…y ten cuidado al hacer el empalme. Quita primero el fusible. No te vayas a quedar pegado como le pasó a...”

Tanta desconfianza le pone mal cuerpo a Sebastián. La verdad es que no había pensado qué hacer primero ni qué hacer después, pero… Ninguno de los dos, ni Ramón ni Pepe, estarán el sábado por la mañana por lo que nadie le podrá revisar la instalación antes de volver a poner el fusible, como él les pide. Salto mortal sin red, piensa Sebastián. Pero está decidido a lanzarse. Las cosas, cavila el niño, son así.

Duerme mal. Le persiguen voltios oscuros con intenciones aún más siniestras. Un pelacables de plata estalla en sus narices. El cable blanco cobra vida y se le enrosca en las manos, insumiso a sus deseos de desplegarlo por una pared de cal infinita. Las alcayatas se rebelan a sus martillazos y huyen despavoridas hacia la casapuerta. Se rebulle en la cama y despierta a Pepe que duerme con los pies en su almohada. “Deja de moverte, carajote, que mañana tengo mucho que repartir en la agencia”. Oye como las campanadas de la iglesia cercana, la prioral, van inventariando la noche. La una, las dos, las tres… Pergeña planes para escaquearse de la tarea: fingirse enfermo, levantarse temprano y esconderse en la azotea, llorar y llorar hasta reconocer su ineptitud, etc. Pero la mañana le trae valor y cierta paz de espíritu. Su madre, que ya anda faenando con su lavadora de segunda mano, le susurra: “La Chelo te está esperando, “electricista mayor”” y le da un beso dulce, inquieto, inesperado. No puede fallarle a la Chelo. No puede fallarle a su madre. Se levanta y se moja la cara en la palangana que aún conserva el charco donde su padre y Pepe, si acaso, se han sobrelavado esta mañana temprano. Sebastián ha sentido a su padre asearse “al golpe” y salir presuroso a la calle casi dos horas antes. Quedó en el aire el olor del primer Celtas que encendió en ayunas. Se viste y sale al patio.

En casa de la Chelo ya están todos en pie y las camas, todo lo arregladas que pueden estar. Las mayores ya han salido para sus faenas. Solo quedan en casa otros los cinco hijos más pequeños, dos niños y tres niñas que no suman entre todos veinte años. Todos son más pequeños que Sebastián y juegan con él, a sus órdenes, en el patio. La madre les ordena varias veces “Dejar al Chanini que trabaje tranquilo, no ponerse encima” pero no sirve de nada. No están dispuestos a perderse ni un momento del espectáculo. No tienen televisor, pero tampoco lo cambiarían por la actuación que tienen delante. El Juajosé y el Juli quieren estar en primera fila, pero las niñas, la Ani y la Chelita chica, los apartan a empujones. Sebastián ha colocado ya la base en la pared, directamente, sin aislamiento de corcho y sin espiches de ningún tipo, con tornillos de rosca de madera sobre el tabique. La instalación no queda firme, la base tiembla, pero él no sabe qué más hacer. Después, empieza a desplegar el cable que se muestra mucho más sumiso que en sus pesadillas. Consigue fijarlo con las alcayatas. No queda recto, pero casi. En una ocasión le pide ayuda al Juajosé para tensar el cable y ya no consigue quitárselo de encima. Tiene siempre su cara pegada a la de Sebastián para no perder detalle. No pregunta. Menos mal. No sabría qué decir. El resto protesta, pero la Chelo, que se afana en el anafre intentando dejar el almuerzo hecho antes de que la recojan para ir a su faena en la base naval, los llama al orden de nuevo “Que dejéis al Chanini que trabaje tranquilo o…” La patulea menuda se limita a seguir el despliegue trashumando el corro cuando los instaladores están ya lejos.

¡Que bien huele! ¿Qué vais a comé hoy?”, comenta Sebastián por bajinis a los niños espectadores. “¡Arbóndigas, Chanini, arbóndiga!” le contesta el Juajosé . “Llevamos dos semanas comiendo esa carne de los americanos.” En la mesita que hay al lado del anafre, repara Sebastián que hay una lata blanca y grande, de tres kilos o más, con la tapa abierta. Del interior, la Chelo va sacando pelotas y más pelotas de carne y algo que parece salsa y las va dejando caer dentro de la olla. “¿Están buenas?, “Si…” contesta Juajosé rápidamente con cara de pocos amigos “…pero tanto de lo mismo ya jarta”. “Lo que pasa es que mi madre ha comprado diez latas por lo menos y…” añade el Juli antes de que la Ani con la mirada lo fulmine y lo calle.

Cuando un rato después, Sebastián va a pasar el cable por la esquina de la habitación tiene que echarse al suelo y meterse debajo de la cama de las mayorcitas. Para no hacerlo tendría que mover casi todos los desvencijados muebles de la Chelo, encajados como en un puzzle en el mínimo espacio de la habitación. Durante la excusión a lo oscuro, Sebastián descubre una legión de las latas blancas, todas iguales, con una gran leyenda, US ARMY, en letras azules y rojas. Justo debajo de la primera, hay otra etiqueta impresa con la letra mucho más pequeña que apenas puede leer por la escasa claridad que le llega desde la cercana puerta: “BEATBALLS FOR METS”. O algo parecido. Nada más, ni un dibujo, ni nada. El vocabulario de inglés que Sebastián ha aprendido en su primer curso del bachiller elemental hasta ahora en la escuela va poco más allá de los pronombres, los números y la conjugación de algún verbo regular. La asignatura la imparte Clemente, el maestro que no mereció nunca el Don, y Sebastián la teme con el mismo terror reverencial que le tiene a su tutor. Quizás por eso, pone en su aprendizaje el interés mínimo, el esfuerzo justo para salir de las sesiones sin moratones en la cara o verdugones en las manos. Sabe que significa US ARMY, por los telefilmes americanos, por algunas películas de las de guerras, las pocas que aún ha alcanzado a ver en el Cine Moderno, pero sobre todo por “Hazañas Bélicas”, los tebeos del Sargento Gorila, los cuadernillos de comics apaisados que Sebastián devora y cambia una vez leído en los liberatos de la Calle Vicario.

 Lo de “BEATBALLS FOR METS”, sin embargo, no le suena de nada. Igual es la marca. Se olvida pronto. Sebastián termina de pasar el cable por debajo de la cama, fijándolo de manera precaria con una sola alcayata por la precaria posición bajo la cama. Acabada la faena, sale de la oscuridad sin nada que comentar al Juajosé que lo espera impaciente ni a la Chelo, que prueba el contenido de la olla ajena a todo y ni siquiera lo ha visto agazaparse para entrar ni salir.

Una hora más tarde, Sebastián contiene la respiración. Sale de la habitación, vuelve a colocar la tapa del fusible y, ¡albricias!, nada explota ni sale ardiendo. La ha retirado, siguiendo el consejo de Pepe, antes de realizar el empalme arriba, en el cable que viene de la acometida y ha aislado con doble mimo los nuevos enganches. La corte de admiradoras se ha disuelto hace rato ante la monotonía del desfile de las alcayatas. Sólo Juajosé persiste en su ayuda y viene de vez en cuando a preguntar si puede hacer algo. Restablecida la conexión, Sebastián comprueba con satisfacción que la única lámpara de la habitación sigue obedeciendo los mandatos del interruptor. Sólo le queda por probar si funciona la toma de corriente que ha colocado tan precariamente en la pared. La Chelo no posee ningún aparato que se pueda enchufar. La madre de Sebastián, tampoco. Ambas planchan aun con carbón.

Sólo la Tata Manolita, piensa Sebastián, tiene una lamparita portable en la mesita de noche. En verdad, en la planta de debajo de la casa, solo ella tiene mesitas. Juajosé va a regañadientes a pedírsela. Sabe la respuesta. La Tata no se fía y aparece por la habitación con la lámpara en la mano. Así, de paso, puede echar una visual a una habitación en la que no siempre es bienvenida. “Toma, Chanini, picha. Como me la rompas, me la pagas”, le dice al pasársela. “¿Qué fuerte huele aquí, no?” La Chelo, con su bolso de rafia grande y sin fondo, se ha ido a trabajar hace bastante rato. Si estuviese todavía en la casa, la Tata no habría entrado, ni se habría acercado a la puerta. Las mayores se fueron con la furgoneta de los portes, muy temprano, y a ella viene a recogerla el patrón americano que toca el claxon en la puerta despertando al poco vecindario que aún no está de pie.

La Tata y la Chelo no se llevan bien por esos días. En el patio donde conviven, la solidaridad de los menesterosos es la planta que más agarra, pero cuando se enquista el encono tarda años en disolverse. Sebastián no sabe la causa de aquel continuo rifirrafe entre las dos mujeres. Pero lo sabe ahí, en el gesto duro con el que la Tata se ha quedado en la puerta y en la fría mirada con la que la Ani, la mayor de las niñas de la Chelo que quedan en la casa, la ha clavado en el umbral. Apenas tiene diez años. Es morena de pelo y blanca de piel, como el padre, callada y menudita, mucho más escurrida que la patulea de sus hermanas que ya son flacos de verdad. Estuvo en cama dos largas temporadas porque tosía mucho y tenía fiebre. Don Jaime, el médico, le recetó penicilina, pero les costó mucho conseguir las inyecciones. Igual se las facilitó gratis el médico. Lo hacía con toda la frecuencia que podía. También necesitaba proteínas, pero sólo podían darle sopas de pan y eso, a duras penas. Siempre que alguna vecina preparaba su pobre puchero de gallina vieja y patata, guardaba una tacita para la niña de la Chelo. Se libró por los pelos. Desde entonces quedó escuálida y silenciosa, casi translúcida, con la mirada mucho más sabia, seria y seca, tan diferente al resto de las niñas del patio. Cuando Sebastián cuenta historias de miedo para la parvulería menuda, siente escalofríos al detenerse en los clisos azules de la Ani. Ella lo sabe y, a veces, cuando la mirada de Sebastián pasa por sus ojos los agacha para no asustarlo a él.

 La Chelo y sus hijas mayores no volverán hasta la tarde. Solo descansan algún día de las navidades y el 6 de Julio, después de limpiar a fondo tras el fiestón en casa de los señores. El Juajosé es el mayor y se supone que tiene el mando de la casa en su ausencia, eso le dice la Chelo al salir, pero es la Ani la que se encarga de cuidarlos a todos mientras su madre y sus hermanas mayores “les quitan las mierdas a los americanos”. Así lo describe el Jesuli, cuando puede, la Ani va al colegio. Muy de vez en cuando.

Pero hoy es sábado y la Ani ya ha apartado la olla de las albóndigas de los carbones del fogón. Más de una vez se han comido quemadas las patatas. Es mucha responsabilidad, piensa y dice la Tata, para una niña tan rara, tan pequeña y tan delicada de salud. Pero las cosas son así.

El olor del guiso, fuerte y denso, permanece ocupando la habitación cerrada. Ahora, sobre el anafre, aprovechando el calor residual se calienta el agua para bañar, si acaso, a las criaturas más pequeñas de la casa. El vapor de agua, si no llega a salir, se mezclará con el aroma espeso de la carne y lo hará más respirable. Sebastián enchufa la lámpara con temor y funciona. ¡Funciona! La Ani aplaude lánguida, Juajoséaplaude, Sebastián aplaude también y toda la parvulería le sigue, como le sigue en los juegos del patio o la casapuerta. Hasta la Tata aplaude y le quita la lámpara de las manos. Por si acaso.

Sebastián recoge “los materiales” – los trozos de cable sobrantes, el rollo de cinta aislante, el pelacables, el alicates, el destornillador, el martillo y las tenazas - con parsimonia, se despide de la corte infantil y hace un gesto de saludo a la Ani que, ¡qué cosa más extraña!, no ha recuperado su rostro serio y hasta le sonríe por unos instantes.

Escoltado como un césar por la Tata que le canta – “¡Ole y ole sus huevos de oro, que yo me los como!” - y le jalea, Sebastián cruza el patio y llega hasta la puerta de su casa. Su cara, relajada y sonriente, lo delata. Lole, que ya estaba preocupada por la tardanza pero que no quería apartarse del fuego ni de la lavadora no fuera a ser que…, sabe que todo ha ido bien. “Está hecho un electricista “de marca mayor”, informa la Tata.

Sebastián se infla de orgullo. La abuela María, desde dentro y haciendo como que recoge sus cosas, pone el oído. Ahora los tambores de la barriga de Sebastián suenan diferentes. Son hasta agradables. “¿Qué hay de comer?” pregunta goloso a su madre. El olor de las albóndigas le ha abierto el apetito. En su casa solo comen carne “de higos a caracoles”. “Habichuelas con arroz, lo que a ti más te gusta…”, le informa su madre con una sonrisa que le llega de oreja a oreja, “…pero todavía falta un buen rato para que comamos”. Sebastián, con los nervios y el insomnio, no ha desayunado y por más que rebusca, no encuentra nada que llevarse a la boca. Su madre custodia el pan del almuerzo. Le daría un trozo, pero ya Luis, que se fue temprano para un chapuz y no volverá hasta la tarde, se ha llevado una parte. ¡Las cosas son así!

 De nuevo, es la Tata la que salva la situación. “¡Chanini, picha mía, toma!”, lo llama desde su casa. Y sale al patio con un gran trozo de pan donde ha metido un trozo de queso del que trajo de la montaña, de Santander. Sebastián lo sabe por el olor infame. Nunca le ha gustado ese queso tan verde y asqueroso. Prefiere el chorizo cántabro. Pero nunca ha tenido valor para decírselo a ella. Es su tata. El cariño y el hambre pueden más que sus reparos. Desde lejos, la Ani, el Juajosé y su corte de infantiles tutelados miran con envidia su bocadillo. Hasta allí llega el olor del queso. Ellos comerán albóndigas. Otra vez.

La Chelo viene a buscarlo por la noche cuando regresa de la base. Viene a darle las gracias. Cuando Lole, que le ha abierto la puerta, se aparta prudente de ellos, intenta darle una peseta a Sebastián. Una peseta. “No le vayas a coger ningún dinero a La Chelo. Ella siempre está a la cuarta pregunta”, le ha advertido Lole un rato antes.

 “Estar a la cuarta pregunta” es no tener ni para comer. Lole tiene palabras como “zahúrda”, “tranfullero”, “patulea”, “retajila”, “perdulario” y expresiones particulares, “de higos a caracoles”, “más jambre que el que se perdió en la isla”, que él está seguro que solo usa su madre. A Sebastián le gustan esas cosas del hablar de Lole, aunque las más de las veces sólo las usa para reñirles.

Sebastián sabe que las cosas son así y no quiere aceptar la moneda, pero la Chelo insiste. Una peseta cuesta un kilo de pan. Él mismo va a comprarlo los días que recibe el encargo. Una peseta puede ser la diferencia entre que la Ani coma o no coma ese día. Sebastián no lo sabe con rotundidad. Solo tiene doce años. Pero lo intuye. De pronto, se le ocurre algo. “Cuando traigan la lavadora, ¿vale?”, le propone a la vecina. “Ramón nunca cobra hasta que la lavadora funciona”. La Chelo no está conforme, pero acepta. De repente, la Ani se acerca y le da un beso en la mejilla. Le huelen la boca y el pelo a albóndigas. Chanini se sonroja. La Chelo y la Lole sonríen. Un beso de a peseta.

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