Hoy 18 de enero hace 234 años que el portuense Juan Ignacio de la Rocha fue consagrado Obispo de Michoacán en la bella catedral de la Arquidiócesis de Morelia, en una solemne ceremonia a la que asistieron personas de todos los estamentos sociales y gran número de autoridades clericales y civiles, entre ellas el virrey Bucarelli. Estaba próximo a cumplir los 63 años y, de hecho, hacía año y medio –desde mediado agosto de 1776- que había sido asignado para este cargo por el rey, que era el que nombraba a los obispos, entre una amplia lista de nada menos que 73 candidatos. Aceptó la mitra el 27 de diciembre de ese mismo año, jurando fidelidad a las normas de la corona y recibió las reales cédulas de su nombramiento. Sin embargo, las bulas pontificias que debían ratificarlo, pasaban los meses y no llegaban. Debieron extraviarse por el camino de Roma a la Valladolid mejicana, capital de la diócesis, tomando posesión sin ser consagrado, dadas las circunstancias, en abril de 1777. Finalmente, como si de un regalo de Reyes se tratase, las bulas llegaron a su destino el día de la Epifanía de 1778, celebrándose en la fecha antes citada su consagración, ocupando con todos los requisitos y trámites cubiertos la silla episcopal de una de las más grandes y prósperas ciudades de Nueva España. (Según el censo de Revillagigedo, superaba por poco las 17.000 almas).
LOS BIZARRONES.
Como era tradición y costumbre, algunos nuevos prelados solían hacer un regalo, generalmente suntuoso, a la iglesia en la que habían desempeñado sus labores anteriormente. Así, nuestro paisano, Juan Antonio Vizarrón, arcediano y canónigo de la catedral hispalense antes de ser nombrado arzobispo de Méjico, donó media docena de gigantescos blandones, de 1,85 m. de altura y que tienen cada uno, nada de un baño de plata, sino 200 libras de la mejor plata mexicana, candelabros que son conocidos popularmente como “los bizarrones”. Desconozco si hoy en día pueden admirarse en la catedral de Sevilla, en el lugar en el que estaban instalado no hace muchos años, el presbiterio bajo de la Capilla Mayor, probablemente desde que los donara en 1752 el arzobispo y virrey. Su paje, discípulo y protegido, Juan Ignacio De la Rocha cuyo cargo anterior al nombramiento de obispo había sido el de Comisario de Cruzada del Arzobispado mejicano, siguiendo el ejemplo de su mentor, regaló a la catedral de México un incensario con la naveta de oro y dejó a la parroquia del Sagrario, que forma parte de la misma, un legado de cuatro mil pesos.
CEREMONIA.
Como no había obispos consagrados en 25 leguas a la redonda, asistieron con mitra, realizando la labor de obispos oficiantes dos doctores que ejercían de Chantre y Maestresala en dicha iglesia. Los antiguos ritos previstos se fueron sucediendo: Eucaristía, invocación al Espíritu Santo, lectura de la Bula Papal, homilía, enumeración de sus compromisos con la feligresía, letanía de los Santos… y a continuación, sus cansados huesos se extendieron sobre la alfombra que cubría el mármol del pavimento, repitiendo la sumisa postura, boca abajo, “besando el polvo” tal como lo hiciera el día en que fue consagrado sacerdote. En esta postura, que en cierto modo le aislaba de todo lo que le rodeaba no pudo por menos que evocar a su mentor y paisano, el arzobispo Juan Antonio Vizarrón, del que fue capellán caudatorio. (Esta denominación, debido a su desuso, no aparece ya en los modernos diccionarios de la lengua. Se denominaba así –y también porta-cola- al eclesiástico doméstico del obispo o arzobispo destinado a llevarle alzada la cauda o cola de la capa consistorial).
También recordó a sus difuntos padres: al capitán de caballería Manuel de la Rocha Solís, hijo del que fuera Corregidor de la ciudad en dos periodos diferentes (1694-1703 y 1708-1712), abogado de los Reales Consejos, Maestrante de la ciudad de Ronda y Caballero Veinticuatro, tanto en la Archicofradía de El Puerto como en Jerez, Antonio de la Rocha Solís y Ovando, y a doña Juana Diez de Alda Ceballos, su madre, hija de Juan Diez de Alda y Sopranis y nieta de un ilustre miembro de la Armada llamado Miguel Diez de Alda que perdió la vida en una las batallas navales contra la escuadra francesa en la época de Felipe IV, casado con doña Isabel de Sopranis y Boquín de Bocanegra.
Después de esta manifestación pública de humildad, tuvo lugar la imposición de manos, consumándose la consagración para, posteriormente y como acto final, recorrer lenta y solemnemente la iglesia recogiendo las muestras de cariño y devoción de sus nuevos feligreses, bendiciendo a los asistentes.
La catedral de Morelia (Michaocan).
RECUERDOS DE EL PUERTO.
De nuevo, en ese contacto de masas, afluyeron sus recuerdos de infancia y juventud, conforme iba traspasando cada una de las catorce columnas que sostienen la diáfana nave central y divide al recinto en sendas naves laterales. Retrocediendo casi medio siglo se vería despidiéndose de la familia de su mentor, en las casas principales de los Vizarrón, en la plaza del Polvorista, después de haber cubierto el trámite requerido para los pasajeros a Indias, la información de sus datos y características: “de 15 años de edad, natural de El Puerto, cuerpo normal, delgado, también de cara; color trigueño y pelo negro”. El trámite, ante el escribano Castillejo y con la presencia del Corregidor, el Licenciado Don Julio Alonso Velazquez Gaztelu lo realizaron otros tres mozalbetes como él: Bernardino Vizarrón, que iba como Caballerizo del Arzobispo y Fernando Carlos de Almeida y Leonardo de Terralla, pajes como él y como la mayoría del séquito, exactamente la mitad: trece. El resto lo componían un secretario, dos ayudas de cámara, un mayordomo, dos oficiales, cinco capellanes, el maestro de pajes y el mencionado caballerizo.
CRUZANDO EL OCÉANO
Los de El Puerto y sus equipajes atravesaron la bahía para embarcar en el navío “Nuestra Señora de Balvanera”, capitana de la flota de azogues, que salió de Cádiz el 20 de agosto de 1730, dos semanas antes de que volviese a la casa palacio de Juan Vizarrón Felipe V y su familia, por segundo año consecutivo. Nunca olvidaría la impresión que le causó la estiba de los tres barcos que componían la flota: el berreo de las terneras, los balidos de ovejas y carneros y la algarabía de un millar de aves de corral, todos asustados e inquietos en la operación de embarque. Jamones, chorizos, salchichón de Génova, bacalao, salmón, fideos, lentejas, arroz, habas, frijoles… todo en cantidades industriales; especias y legumbres frescas, aceitunas, almendras, pasas, avellanas, ciruelas de Marsella… queso y manteca de Flandes y manteca de puerco, aceite, dulces y bizcochos; café, té, azucar… una prolongada hilera de porteadores que entraban por el costado popa y salían por el de proa en un ir y venir incesante. ¡Y qué cantidad de barriles! De los de agua, no pudo llevar la cuenta. Los de vino común y aguardiente superaron el centenar y medio. Todo era de El Puerto. Y el vinagre, del que embarcaron 20 barriles, también. Para la oficialidad y los ilustres pasajeros se embarcó dos cajas de vino moscatel y ocho de vino de Florencia. Tampoco olvidaría los 46 cajones repletos de libros que llevó el arzobispo que distrajeron muchos ratos muertos de tan larga travesía y los dos de chocolate para el gasto del viaje, del que cató ampliamente, así como de los jamones extras que no formaban parte del “rancho” general. Esta película de sus recuerdos, borrosa después del tiempo transcurrido, tenía una escena importante que tenia marcada en su corazón: Poco después de salir de Cádiz, cuando todo el velamen del navío en que viajaba estaba casi desplegado y el barco viraba a la izquierda para enfilar el mar abierto, quedó grabada en su retina la imagen del fuerte de Santa Catalina, varado en un saliente de la costa que dejaba atrás. Era lo último que vio de su tierra natal, a la ya nunca más volvería.
Interior de la catedral de Morelia (Michaocán).
Esa especie de vuelta triunfal que hizo nuestro protagonista tras ser consagrado como Obispo partiendo desde la silla arzobispal, (que aún se conserva) situada bajo el baldaquín del Altar Mayor, recorriendo el perímetro del templo, primeramente la nave de su derecha, donde está el Sagrario y la capilla dedicada a la Virgen de la Soledad para acabar en el lado contrario, que finaliza con las capillas dedicada a la Sagrada Familia, una de ellas y la de San Jerónimo, capilla funeraria que sirve de panteón y alberga los sepulcros de los diferentes obispos que allí ejercieron. Antes de llegar a este lugar, decíamos, donde finalizaría su recorrido, orando ante las tumbas de los que le precedieron, revivió los últimos lances de aquel viaje que le transportó desde El Puerto de Santa María, donde vivió su infancia y parte de su adolescencia, pasando por Cádiz, hasta Veracruz, su punto final de destino.
San Juan de Puerto Rico.
LLEGADA A PUERTO RICO.
Tardaron mes y medio en llegar a Puerto Rico, donde la flota realizo una aguada. Concretamente, arribaron el 5 de octubre. El dramático percance ocurrió dos semanas después, en la navegación por aguas del Caribe para entrar en el Golfo de Méjico. Les pilló de lleno un huracán, entre el 18 y el 20 de dicho mes, del que salieron airosos milagrosamente, aunque muy asustados, gracias a la pericia y experiencia de Matías Bustillo y Juan Francisco Liaño, maestres respectivos del “Ntra. Sra. de Balvanera” y del “San Juan”, que así se llamaba el otro navío que, junto el bergantín “San Miguel” componían la flota de azogue en la que hicieron el viaje el arzobispo y después virrey Juan Antonio Vizarrón y Juan Ignacio de la Rocha.
Ese dulce paje que impedía que arrastrase la cola del manto el arzobispo Vizarrón, el mismo que abandonó patria y familia para cruzar el Atlántico formando parte del séquito de su ilustre paisano en tierras mejicanas sería, andando el tiempo, un excelente estudiante, un docto miembro de la Iglesia de su época y… un reformador de la misma, el más destacado aspecto de su amplia biografía profesional.
LOS ESTUDIOS.
Formando parte de la “familia” del Arzobispo Vizarrón, es decir, siendo uno de los denominados familiares (sirviente de su confianza) cursó gramática en el palacio arzobispal, iniciándose en filosofía en el Real y Pontificio Colegio Tridentino de México. Con 19 años se graduó de Bachiller en Artes; a los 23 obtuvo el grado de Bachiller en Teología, ambos con el número uno. Un año después, el título de Maestro en Artes, y a los 34 años alcanzó el Doctorado de Teología, “némine discrepante” es decir, sin contradicción, discordia ni oposición alguna, por unanimidad. /El arzobispo y virrey de Méjico, Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta.
OTRO PORTUENSE: JOSÉ DE TERRALLA.
El también portuense Leonardo José de Terralla y Bonsimart, hijo del capitán Don Esteban Terralla, contemporáneo de De la Rocha y compañero de viaje y séquito, dos años menor que él, podemos decir que le superó en su juventud pues con apenas 21 años, con sus mismos estudios, obtuvo el curato de la parroquia de San Miguel en la capital mejicana y era secretario de cámara y gobierno del prelado. Más discutible fue la cátedra de Retórica que obtuvo en competencia con otros aspirantes más doctos y con mayor experiencia, calificada como una prebenda del virrey arzobispo por Aguirre Salvador, que causó algún escándalo en los ambientes universitarios. Sin embargo, a medida que pasaron los años, el esfuerzo y el trabajo de Juan Ignacio de la Rocha fue imponiéndose hasta alcanzar la prelatura, mientras que Terralla, aún ocupando un alto puesto como fue el de Deán de la catedral metropolitana, presidiendo su cabildo, no tuvo ni alcanzó el prestigio ni realizó las obras pías y seculares de su paisano, nuestro protagonista.
Iglesia de Santa Catalina Mártir.
PRIMER DESTINO.
Inicialmente, Juan Ignacio De la Rocha, obtuvo un modesto curato, el de Santa Catalina Mártir, puesto que desempeñó más de doce años. Gran docente, impartió enseñanzas de Filosofía y Teología en sendas cátedras. En 1750 fue nombrado Rector del colegio metropolitano. Examinador sinodal, calificador del Santo Oficio, diputado del Colegio tridentino, uno de los jueces en el proceso de beatificación y canonización del Fray Antonio de Margil y uno de los dos testigos sinodales encargado de velar por el cumplimiento de los cánones y decretos aprobados en el IV Concilio Mexicano, celebrado en 1770, ocupaciones y cargos que exponemos tan solo como una muestra de la numerosa e importante actividad desplegada durante su carrera eclesiástica.
EMINENTE ORADOR.
Su faceta de orador es, asimismo, destacable. En 1736, es decir con 21 años de edad, pronunció en la Universidad una oración latina panegírica en honor de Santo Tomás, predicando desde entonces con frecuencia desde el púlpito de la catedral metropolitana. En su madurez, cumplidos los 45 años, inició su carrera como canónigo adscrito a una media ración. Posteriormente fue promovido a la canonjía lectoral, después a la chantría, ocupando años después la plaza de arcediano y, finalmente, tres años antes de obtener la mitra, la de deán.
INICIATIVAS DE LA PRELATURA.
Durante el corto periodo que duró su prelatura, algo más de un lustro, tomó diversas iniciativas en tan extensa diócesis, que abarcaba los actuales estados mejicanos de Michoacán y Guanajuato y parte de los de Jalisco, Guerrero y San Luís de Potosí con 125 parroquias y cuatro Misiones. Aparte de contribuir con 80.000 pesos de los fondos del obispado para la restauración de un astillero en la zona, organizó el plan de estudios en la ciudad de Valladolid, actual Morelia e impulsó y puso en marcha dos proyectos: un hospicio para los más pobres y desfavorecidos y el establecimiento de una imprenta, de la que carecían en dicha ciudad, creando asimismo una escuela de primeras letras para hombres y otra para mujeres en el convento de Santa Rosa que regentaban las MM. Capuchinas.
Vista aérea de la catedral de Morelia (Michaocán).
ILUSTRADO Y REFORMISTA.
Sin embargo, visto su curriculum, la faceta o característica que nos parece más interesante de su biografía es su espíritu reformador, similar en pensamiento al de los ilustrados católicos, los modernistas españoles dieciochescos que propiciaban la reforma de la Iglesia volviendo a las fuentes directas del cristianismo, tales como las Sagradas Escrituras, el estudio de la patrística y los documentos conciliares. No solo pensó en reformas teóricas, sino prácticas, considerando el auge y cierta degeneración que en esa época habían experimentado determinadas órdenes religiosas. La independencia que gozaban respecto a las jerarquías eclesiásticas, su libertad de enseñanza, a veces encontradas con aquellas y el excesivo gasto y populismo de algunas manifestaciones religiosas, además de normas de conductas desordenadas de algunos clérigos y frailes eran los objetivos prioritarios fijados por el obispo De la Rocha para su corrección, de acuerdo con sus ideas y principios. A tal fin, en 1780, inició una visita por el territorio de la diócesis recorriendo diversas comarcas: Zinapecuaro, Querétano, Acámbaro… llegando en abril de 1781 a la ciudad de San Miguel. Allí se alojó en el Oratorio Residencia de San Felipe Neri, fundado por la Congregación de los filipenses, los cuales tenían en dicha ciudad un colegio seminario y otro para niñas. Algo raro debió advertir, o bien tenía referencias y sospechas anteriores, el caso es que, como indica Hernandez Aparicio en su excelente trabajo biográfico sobre nuestro paisano “enseguida mostró gran interés por investigar sus actividades académicas y conventuales. Rocha deseaba conocer el número de miembros –sacerdotes y legos- sus costumbres y ejercicios, así como las rentas y bienes que poseía” tropezándose con la falta de colaboración y negativa total de los filipenses que, por dispensa papal, estaban exentos de la investigación del prelado, según arguyeron.
San Miguel Allende (Méjico), lugar donde se encontraba el oratorio de San Felipe Neri.
Ante esta actitud, el obispo De la Rocha se instaló en una hacienda cercana llamada “Puerto Nieto” que hoy es una pequeña aldea de poco más de mil habitantes, a más de 2.000 metros de altitud, intentando a través de su arcediano realizar una visita de inspección, llegando incluso a amenazar con excomulgar a toda la comunidad de oratorianos. Algunos historiadores apuntan que el disgusto que este incidente le produjo tuvo fatales consecuencia ya que falleció a las dos menos cuarto de la tarde del 3 de febrero de 1782. Sin dudar que esta tirantez nada cordial favoreciera poco el estado anímico del doctor De la Rocha, la realidad es que padecía de hidropesía y la humedad invernal del lugar donde se alojó debió contribuir más que lo otro a su fallecimiento.
El cadáver del 32º obispo de Michoacán fue trasladado a Valladolid, sede del Obispado y creemos que fue enterrado en el convento del Carmen de aquella ciudad. A título de anécdota, referiremos que, diez años después, en 1792, su sucesor en el cargo solicitó al Rey autorización especial para “visitar” a los filipenses de San Miguel, autorización que fue denegada por la corona. Dentro de tres años se cumplirá el tercer centenario de su nacimiento. Tal vez el conocimiento de su vida y obra inspire a algún munícipe a incluir su nombre, con todo merecimiento, en el callejero local. (Texto: Antonio Gutiérrez Ruiz - A.C. Puertoguía).
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BIBLIOGRAFIA CONSULTADA
SANCHO, Hipólito (1943) “Historia del Puerto de Santa María desde su incorporación a los dominios cristianos en 1259 hasta el año mil ochocientos. Ensayo de una síntesis.”
ARTACHO PEREZ-BLAZQUEZ, Fernando (2001) “Caballeros Veinticuatro de la Ilustre Archicofradía del Santísimo Sacramento de la Muy Noble Ciudad y Gran Puerto de Santa María. Siglos XVI-XX”
CASTAÑEDA, Paulino y ARENAS, Isabel (1997) “Un portuense en México: Don Juan Antonio Vizarrón, arzobispo y virrey.”
HERNANDEZ APARICIO, Pilar (1993) “El Doctor Juan Ignacio de la Rocha, obispo de Michoacán, 1777-1782” del libro: “El Puerto, su entorno y América” Biblioteca de Temas Portuenses.
MELLADO, Francisco de Paula. (1851) “Enciclopedia moderna, diccionario universal de literatura, ciencias, artes, agricultura, industria y comercio” Tomo 7
JARAMILLO M., Juvenal (1996) “Hacia una Iglesia beligerante: la gestión episcopal de Fray Antonio de San Miguel en Michoacán (1784-1804)
AGUIRRE SALVADOR, Adolfo (2004) “Carrera, linaje y patronazgo”
Nuevamente tengo que darte la enhorabuena por tu trabajo Antonio, gracias al mismo estamos conociendo la historia interesantísima de nuestro querido Puerto. Ah y lo del nombre de la calle que no se les olvide a los munícipes, ya que hay algunos que vaya merecimientos tienen para que figuren en el callejero. Un fuerte abrazo