Invocar el frío con una olla humeante

| Texto: José María Morillo
El otoño ha llegado antes de tiempo a ‘Sarmiento’, aunque el termómetro aún no se haya enterado. En el restaurante que dirige el portuense Fran Oliva, con Jessica Hevilla al mando de la sala y la terraza —junto al Centro Comercial Vistahermosa—, el cocido madrileño en tres vuelcos se ha convertido en la excusa perfecta para reconciliarse con los lunes. Un gesto casi poético: invocar el frío con una olla humeante y la promesa de una sobremesa cálida, de esas que curan el alma y el ánimo.

La propuesta no es nueva, pero sí necesaria. Quienes peinamos memoria recordamos los cocidos de José Luis Jiménez Alcázar en La Solera o en el restaurante del Hotel Monasterio San Miguel, aquellos jueves que sabían a tradición. Fran recupera ese espíritu con sensibilidad contemporánea y sin pretensiones, apostando por la cuchara como bandera. Además, rinde homenaje diario al guiso con un plato fuera de carta que cambia según el día: menudo, fabada, sopa de tomate, berza… auténticas joyas de puchero que reivindican lo cotidiano y sabroso.

El ritual del cocido madrileño no admite improvisaciones, y este año se mantiene fiel a su liturgia. Aquí no se trata de un simple plato, sino de una ceremonia en tres actos, cada uno con su propio tempo y su carácter. Aunque haya quien reduzca a dos platos la degustación, mezclando verduras y carnes.
El primero llega como un abrazo cálido: una sopa de fideos, reconfortante, servida en vajilla portuguesa que aporta elegancia a la humildad del caldo. Es el prólogo perfecto, la promesa de lo que vendrá. El segundo vuelco pone en escena la sustancia: los garbanzos melosos, las verduras rendidas al hervor —coles, patatas, zanahorias y un nabo que asoma tímido pero esencial—. Todo en su punto, sin excesos, con ese sabor que solo el tiempo sabe dar.

Y entonces llega el clímax, la esperada “pringá”: morcillo jugoso, tuétano que casi se funde con el pan –de excelente a excelentísimo, junto a unos picos sin gluten--, gallina tierna, morcilla, chorizo, culata de jamón, papada y tocino. Una sinfonía de grasas nobles, una oda al placer lento y contundente. Antes de tan pantagruélico desfile, unas croquetas de cocido —auténtica lección de cocina de aprovechamiento— abren el apetito, sobre una salsa de tomate frito que las eleva al rango de aperitivo de culto. Acompañan la función, una tapa de papas aliñás de bienvenida, unas piparras, rábanos y cebollas, aliados perfectos para aligerar la conciencia y el estómago.

Desde el punto de vista nutricional, el cocido sigue siendo un prodigio de equilibrio disfrazado de exceso: legumbres, verduras y proteínas combinadas en un festín que alimenta tanto el cuerpo como la memoria, en medio de una conversación lenta, como de copa bien hablá.
Este triple combinado, este monumento de garbanzos, carnes y reposo, tiene más historia que muchos templos catedralicios.

Ya en 1848, el viajero británico Richard Ford lo mencionaba con una mezcla de asombro y respeto en su “Viaje por España”, observando cómo los trabajadores de la capital lo devoraban al mediodía. Pero el destino del cocido —como el de tantos placeres plebeyos— fue escalar peldaños sociales. A finales del siglo XIX, el plato del pueblo se ennobleció. Cruzó el umbral de las tabernas y entró, sin perder el sombrero, en los comedores de las familias acomodadas. Los hoteles y restaurantes de lujo lo adoptaron con entusiasmo, refinando su presentación, pero sin alterar su esencia. Y así hasta hoy.
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