Así fue una de las bodas más notables de comienzos del siglo XX

| Texto y fotos: Antonio Gutiérrez Ruiz
Por estas fechas se cumplen 113 años de un acontecimiento en la vida social portuense de principios del siglo XX: el casamiento entre Juan Gavala Laborde y Ana Ruiz Golluri, sobre el que escribí en uno de mis libros de la serie 'Mansiones y linajes portuenses', el volumen III 'La Quinta de Terry'. Los contrayentes se casaron el 17 de abril de 1912 en el camarín de la patrona. Previamente se había celebrado la toma de dichos el día 2 de ese mismo mes, seguida de una pequeña fiesta en la Quinta de los Ruiz, hoy hotel Duques de Medinaceli.

La ceremonia nupcial se celebró con gran solemnidad, actuando de oficiante, revestido con pluvial blanco, bordado en oro, Francisco Monge Velázquez, primer capellán del hospital de la Santa Caridad de Sevilla. El acto estaba fijado para las doce de la mañana, agolpándose con bastante antelación numeroso público en la puerta principal del templo, en la explanada del atrio, balcones y hasta en las azoteas de las casas del perímetro de la plaza, tal como sucedía en las salidas y recogidas procesionales. [Algo parecido sucedió en la boda del futbolista Joaquín Sánchez celebrada en julio de 2005]

Los invitados entraron por la puerta de la sacristía, esperando la llegada de los novios en las salas y dependencias interiores. Formaban tres grandes grupos, bien diferenciados: uno, de personas mayores y matrimonios amigos de la familia; otro, integrado por jóvenes señoritas que “formaban un luminoso bouquet luciendo la mayor parte de ellas vestidos blancos y mantilla de igual color” y un tercero, en la misma puerta, formado por jóvenes caballeros que apuraban sus cigarros, oteando la calle Vicario para anunciar la llegada de la novia. Grupos de invitados formados por numerosos parientes y los Galarza, Sancho, Terry, Pico, Hernández Carrera, Morante, y otros …

El novio llegó puntualmente a la puerta de la iglesia, vistiendo el uniforme de gala del cuerpo de ingenieros de minas, dando el brazo a su madre y madrina. Poco después, en el landó descapotable de la familia, adornado con ramos de azahar, llegó la novia, que hizo su entrada en el templo del brazo de su padre. Lucía traje de seda blanca bordado, adornado de primorosos encajes y larga cola que sostenía el niño Pepito Galarza López de Tejada.

Cubierta por un fino velo de tul, atravesó las naves y la capilla del lado del Evangelio, dedicada a la Virgen de los Milagros, subiendo a su camarín donde se celebró la ceremonia a los pies de la imagen de la patrona, bajando después los contrayentes, sus padrinos y el oficiante a la capilla, profusamente adornada con flores y luces, en la que se habían instalado cuatro reclinatorios forrados, tres de ellos de grana y el otro, destinado a la novia, de seda blanca, teniendo lugar la bendición de las alianzas y de las arras, para las que se utilizaron trece monedas de oro 277 del reinado de Isabel II, finalizando con la Misa de Velaciones.
La liturgia del sacramento matrimonial era ligeramente diferente a la que actualmente se practica. Hemos entendido, de acuerdo con la crónica del acto que inserta la Revista Portuense, que tuvo dos partes: la ceremonia del enlace, propiamente dicha, en la que ambos contrayentes prestan su conformidad, escuchan los derechos y obligaciones y se pregonan los posibles impedimentos, bendiciendo el sacerdote la unión, en el caso de que no los hubiese. Esta parte ceremonial es la que se celebró en el camarín. Otra, de consolidación física y material de las promesas antes realizadas, mediante las alianzas y arras, después de haber asistido, arrodillados ante el altar de la capilla novios y padrinos, a la misa, en este caso con liturgia especial y exclusiva para las ceremonias nupciales, denominada Misa de Velaciones, en la que cubren a los contrayentes con un velo.

Finalizado los actos religiosos se dirigieron a la sacristía para firmar las actas, testificando Luis Portillo Pineda, Dionisio Pérez Gutiérrez, Francisco Gil de Partearroyo y Andrés González Sánchez de Alba, organizándose la comitiva de carruajes –-automóviles y calesas-- con los invitados y los nuevos esposos en el landó descapotado, en una especie de desfile nupcial por las calles Luna y Larga hasta el domicilio de la novia, en Cielos 8, donde estaba prevista la celebración. En el camino realizaron varias paradas para visitar a familiares ancianos que no habían podido asistir a la ceremonia y también a la congregación de religiosas de las Carmelitas, colegio en el que se había educado la novia.

A continuación de realizar la obligada tanda fotográfica con los grupos de invitados se sirvió un espléndido lunch a cargo de la Cervecería Inglesa de Cádiz en el comedor de la casa, situado en el bajo de la misma, habilitando un salón en la misma planta para el elemento joven que es de suponer celebraría con menos formalidad y más alegría y barullo el acontecimiento.
Los invitados y familiares acompañaron masivamente a los recién casados a la cercana estación de ferrocarril, desde donde partieron con destino a Madrid en el tren expreso de la tarde, capital en la que pasarían unos días, teniendo pre-visto visitar algunas ciudades del extranjero, que no detallan en la crónica social del acto contenida en la Revista Portuense, en donde nos hemos documentado.

Después de marchar la pareja continuó la fiesta en la casa, sirviéndose vinos Jerez, champagne y dulces, pasando los invitados a visitar las habitaciones de la casa en las que se había expuesto el ajuar y regalos recibidos, como era costumbre. Del amplio listado de regalos de boda referiremos solamente los de ambos padrinos y el del novio: “un traje de raso liberty con túnica de encajes y unos pendientes de mucho valor y delicado gusto, de perlas y brillantes, montado sobre platino.” Milagros Laborde Winthuysen, madrina de la boda, obsequió a su hijo con un alfiler de corbata de perlas y a la novia con “un abanico de gran mérito y un precioso aderezo de turquesas y perlas”. Y el padrino, Joaquín Ruiz López, regaló a la novia “una pulsera de brillantes montados en platino a la novia y un reloj de oro de bolsillo, con cadena del mismo metal”, destacando también un “valioso broche de brillantes” regalo de la abuela Tula.