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Marro. La muerte aquí sí es el fin #5.223

| Texto: José Antonio Aparicio Florido. (*)

En el libro Soldados de Salamina, inspirado en un macabro episodio de la Guerra Civil española ?que más merece olvidar que reconstruir?, el escritor Javier Cercas convierte en héroe a un miliciano comunista, uno cualquiera probablemente, por su humanidad al no disparar a sangre fría contra un falangista inerme, de nombre Rafael Sánchez Mazas, al que descubrió agazapado entre unos matorrales tras escapar pocos minutos antes de un fusilamiento masivo en las cercanías del santuario de Santa María del Collell. Sí, héroe por no asesinar a un hombre cuya vida no le pertenecía. Y yo me pregunto, sobre esta escala de valor de lo que significa la heroicidad, ¿qué lugar le corresponde entonces en la historia, al menos en la historia de Cádiz, a quienes se desvivieron (y se jugaron la vida en muchos casos) en el salvamento de vidas humanas, ¡de una sola!, tras la explosión del polvorín que arrasó Cádiz aquel caluroso verano de 1947?

José Marroquín Roldán fue uno de aquellos marineros que al amanecer siguiente se vio retirando escombros de lo que habían sido hogares de familias alegres, encontrándose nada más que con cadáveres de muertos de toda clase y edad. Su pensamiento no era si merecían morir, sino si los pudiera haber salvado. “Marro”, portuense de los de ayer y siempre, sí, de los herederos de Balbo y sus astilleros, se crio y se hizo hombre en el mundo de los carpinteros de ribera, del arte de la madera calafateada sobre ese pabilo de algodón trenzado que sella como dios la holgura entre tablas. No habría paisaje caletero sin carpintería de ribera y sin las manos de obreros como José Marroquín. No habría tampoco supervivientes de la explosión si no fuera por el mal trago que pasaron jóvenes como él, gente sin oficio ni beneficio, carne de sollado sin vocación, de los que no se espera un comportamiento heroico.

| Una imagen del Adriano I y II, en el Guadalete.

“Marro” pudo haber muerto aquel mismo día, pero se perdió la fiesta. En la mañana del lunes 18 de agosto había solicitado un permiso de siete días, que le concedieron, y que le llevó hasta El Puerto de Santa María sobre la cubierta del inolvidable Adriano I, donde su amigo Pepe le dejó en las manos el timón para entrar en la canal. Por la popa quedaban las Defensas Submarinas y el taller de Lanchas Rápidas, donde había dejado al sanluqueño Tudela mamando la guardia de la que se libró Marroquín y que a las diez menos cuarto de la noche le costaría la vida al compañero. José Marroquín Roldán nunca olvidó ni un solo día este trágico intercambio del destino en los noventa y seis años que ha vivido. Pasó de haber podido morir joven a vivir toda una vida larga, bella y emocionante. Desde aquel día han pasado tres cuartos de siglo, tiempo suficiente para ganarse el título de héroe, tiempo suficiente para escribirlo en un papel, tiempo suficiente para haberle nombrado hijo adoptivo como se hizo con otras personas antes que él por menos de lo que él y otros como él hicieron aquellos días trágicos. José Marroquín ha tenido la dignidad de morir en el setenta y cinco aniversario de la catástrofe, cuando para vergüenza nuestra --la mía, al menos-- las autoridades ni se acuerdan ni se quieren acordar de los niños que quedaron agazapados en sus cunas, mirando temerosamente a su alrededor, como Rafael Sánchez Mazas, sin saber si alguien los rescataría o les acabarían de rematar.

Para ellos no existe el agradecimiento, ni una carta, ni un telegrama, ni una carita sonriente en un mensaje de texto. No, aquí nadie tiene nada que decir. Ni un adiós gaditano para ti, “Marro”. Y no solo no habrá en El Puerto de Santa María una calle para vosotros, los carpinteros de ribera, sino que la que teníamos aquí os la han quitado. En fin, la muerte es triste amigo mío, pero más triste es el olvido y triste es el presente para los que quedamos aquí.

Descansa en paz, José Marroquín Roldán.


(*) Presidente del Instituto Español para la Reducción de los Desastres | Master en Protección Civil y Emergencias.

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