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“¿Vulevú-…?”. Cuando los portuenses ligaban en la playa del Cangrejo Rojo #5.330

“¿Vulevú-…?” Es un cuento de Juan Rincón Ares, Primer Premio en la XIV Edición del Premio “El mundo esférico” (2019) y Mención de Honor en el IX Premio Internacional de Relato ‘Patricia Sánchez Cuevas’.

En el relato Rincón sitúa la acción en el litoral del Cangrejo Rojo y la sala de fiestas El Candil Verde, contando las aventuras de un ligón de playa. Paisaje y paisanaje portuense de los años sesenta del siglo pasado, cuando llegaban las primeras belgas y francesas a nuestras playas.

La gente sonríe cuando ve que pasamos,
Y que gritamos:
¡Viva la vida y arriba el amor!
(Aire de Fiesta, Karina)

| Texto: Juan Rincón Ares.

No tenían ni puñetera idea de dónde estaba Francia ni Bélgica, ni sabían si lo que chamullaban  las gachís que tenían enfrente era finés o noruego,   pero lo que sí sabían era que les bastaría  un golpe de suerte o  una sonrisa bien echá para que la propina que le soltara la guiri significará más que el jornal de una semana o un mes en la obra de la nueva carretera a Jerez,  la que había cortado por la mitad a base de pico y pala la Cuesta del Chorizo,  más allá de donde pensaban colocar ese  toro gigante de Osborne…

Lo que sí sabían el Garbancito, el Bobi,  el Zacaluga o  el Paquito Jarana  era que nunca arrastrarían en su vida  las suficientes cajas de pescado como para pagar el almuerzo al que, si todo iba cómo debía ir,  les invitaría la mujer hacia la que se dirigían fingiendo una seguridad en sí mismo que para nada tenían. Sobre todo al principio, pensaba el Bobi, cuando empezaron a menudear las francesas,   porque para ellos francesas eran todas,   por la playa del  Cangrejo Rojo,  y algunos chicos de mi barrio,  hombres ya en mi visión infantil, desertaron del palaustre o del gancho de arrastrar cajas de pescado o barras de hielo,  para hacer cada  mañana de verano varios kilómetros en bicicleta hasta las playas más alejadas donde se habían instalado los primeros hoteles para turistas. Era allí   dónde se empezaban a ver carnes que era como llamaban ellos, y casi todo el mundo en El Puerto, al recién importado top-less que hacían  las primeras turistas europeas.

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Aunque el oficio que habían elegido, ligón de playa,  era solitario,  se desplazaban en grupo hasta las más lejanas orillas siguiendo la antigua carretera que llegaba a Rota o perdiéndose  por el Camino de Mazanttini, como lo llamó Rafael Alberti, con la maestría y el saber de una infancia de arrasar lindes y frutales,  por  una red de  polvorientas veredas que unían  las huertas que había entre la Plaza de Toros  y el Colegio de los Jesuitas donde acababa la civilización,  atravesaban  la barriada del 18 de julio con sus casitas blancas bajitas y sus patios pobres poblados de geranios y trompetas para llegar hasta los arenales más apartados casi en la linde con Rota.

Una vez llegados a la playa, dejaban las bicicletas a la sombra, escondidas entre las retamas que coronaban los taludes todavía vírgenes y empezaban desde allí a elegir a las víctimas con el turno y la preferencia con que los ordenaba la veteranía. Los aprendices ya maduros, prestos a debutar, respetaban el turno y el consejo de los más veteranos y poco a poco, unos y otros, iban bajando a la playa cómo salen los asistentes de una reunión clandestina con intervalos de tiempo acordados y rutas diferentes. La ropa de vestir quedaba también en la guardería de los camaleones o, en algunos casos, encomendadas a un aprendiz que todavía estaba verde y que miraba desde arriba para aprender sin tener aún ni la soltura ni el permiso para bajarse a la playa a ganarse la vida.

Y allí iba el ligón de playa de El Puerto,  sin saber siquiera que años después alguien de apellido Esteso reflejaría andanzas  similares a las suyas para el cine con más elementos de comicidad que los que tenía su figura:  un andar balanceante que para sí habría querido el mismo John Wayne,  un bañador slip blanco impoluto que marcaba paquetón real o exagerado,  y unas gafas de sol que podían  haber servido para hacerse señales de morse en la distancia; a eso se le sumaba un bronceado perfecto de mil horas de playa y, por todo equipaje,  una toalla que algún día fue blanca con el logo del Cuartel de Instrucción de Marina  Nº3 de San Fernando, un paquete de Bisonte sin filtro y una caja de cerillos con la foto de Kubala o de Di Estefano  en la parte de arriba.

El Bobi no sabía nadar y nunca se había metido fuerapié pero eso casi nadie lo sabía.  Siempre buscó la manera de escaquearse de situaciones que le hubieran llevado al agua. Conocer su impericia hubiera sido motivo de cachondeo entre la gente de su barrio pues allí, en Crivillé, un niño no se hacía hombre hasta que cruzaba el caná, el rio Guadalete, se bañaba en Valdelagrana y volvía a nado a la escollera de La Puntilla, o hasta que se ahogaba intentándolo que también pasó alguna vez.

Pero, es más, al Bobi no le gustaba el agua y solo alguna vez se había metido hasta las rodillas para buscar coquinas en el fango de los canales del río San Pedro o recoger los mansos burgaillos aprovechando las mareas bajas de La Puntilla. Por eso, se sabía fuerte en la arena, pero fingía dormirse sobre la toalla cuando la Brigitte se dirigía al agua. Su fuerte era el diálogo sobre las toallas y aunque no tenía ni idea de inglés ni de francés “… --el español lo hablo poco y mal.” respondía cuando le preguntaban “¿Yuspiquinglis? o¿Vuparlefrangsé? -,   se las ingeniaba para ofrecer o más bien pedir tabaco, que no andaba el presupuesto para andar convidando todo el día a fumar a las gachís, y así, poco a poco, se las ingeniaba para ir pegando hebra y, a golpe de sonrisa, ir acercando la toalla o su propio culo sin que la guiri escogida, la que él había escogido en tercer lugar detrás del Zacaluga y el Jarana, la que había bajado sola a la playa, huyera despavorida a las primeras de cambio.

Sabía decir “¡Que bikini tan bonito!”  señalando, sin tocar,  con un dedo amarillo de nicotina,  el bañador de la Brigitte y haciendo el gesto de besar la punta de los dedos y mover  arriba y abajo la cabeza;   también sabía decir  “¡¡Qué  frío!!”,  agitando todo el cuerpo cuando ella corría desafiando al Poniente traicionero desde la orilla hasta la toalla salvadora  --la de ella,  por supuesto--,  porque la de él era pequeñita y estaba espantosamente sucia por el lado que besaba la arena,  que él mismo  sacudía,   se atrevía ofrecerle, sin tocar,  y hasta a ponerle por los hombros.  Sabía, por último, preguntar el nombre de la víctima siguiendo la táctica de Tarzán, señalándose con el mismo dedo arrugado y amarillo su propio y peludo pecho y diciendo: “Yo, Bobi” y luego, tras una pausa dramática que clavaba sin que nadie le hubiera enseñado a hacer, añadía volviendo el índice hacia la interfecta, mirándola a los ojos como se pudiera verle el alma y como si masticara las palabras, levantando la voz:  ¿Có-mo-te-lla-ma-tú?

Hoy, en los tiempos del Google Traductor y   de generaciones de niños y niñas viajando por toda Europa a golpe de Erasmus, se nos hace un poco difícil entender como el Bobi conseguía echar todo el día en la playa con la Brigitte sin idea de francés ni de inglés, pero contándole cosas de El Puerto, de su familia y del mar, en su mayor parte inventadas, pero así era.  La hacía reír, le cantaba, le ponía crema si se terciaba, ahí sí que la iba tocando un poquito, y, pasito a pasito, le iba entrando por los ojos y por algún sitio más.

La mayoría de las veces cuando se acercaba el mediodía, la Brigitte se excusaba por señas porque subía al hotel a almorzar. Si la estrategia aún no había cuajado y ella no hacía ni el intento de invitarlo a subir, el Bobi le prometía, por señas por supuesto, que él seguiría esperándola allí abajo, al Sol, por la tarde.

Y así era. Siempre.  Un trabajo es un trabajo. Con las tripas tirándole bocados, con más hambre que “el que se perdió en la isla”, el Bobi aguantaba a pie de playa, o todo lo más se daba un paseo por donde estaban el Paquito o el Zacaluga para ver desde la distancia como les iba o si era posible pedirle tabaco, pero si los veía en faena ni se acercaba. Eran las normas “entre caballeros” que no se atreverían a romper nunca. Si no los veía en la arena podía suponer que ya habían subido con la gachí correspondiente y la sensación era contradictoria: se alegraba del triunfo, pero se cagaba en su propia inutilidad o en los remilgos de la Brigitte que le había tocado o él había elegido. También podía acercarse donde estaban las bicicletas, a ver si alguien había dejado una botella de agua, pero eso era arriesgarse a que en el ínterin bajará la Brigitte y no lo viera allí esperando como el amante fiel que ella debía imaginarse que era él. Así que, pese al hambre y la sed, casi siempre, el Bobi hacía cómo que se dormía sobre la toalla o se dormía de verdad.

La mayoría de las veces pasaba que la Brigitte no volvía y, horas más tarde, desde arriba le hacían señas los demás para que se volviera con ellos, todos mosqueados y con los bolsillos vacíos.  Venían dos o tres en la misma bicicleta y tenían que aprovechar el viaje de vuelta.

Alguna vez la Brigitte o cómo se llamara la de aquel día, volvía a bajar pero con otra amiga o en un grupo y el Bobi, que no sabía montárselo bien entre tanta gente, movía la toalla y se volvía a poner en las cercanías esperando que ella diera el paso de volver a acercarse, cosa que casi siempre ocurría. Entonces el Bobi pasaba a ser el centro de las atenciones del grupo, el juguetito de las gachís, pero él sabía por experiencia que, aunque esa tarde fumaría de gorra y tal vez se bebiera una cocacola o le pasaran algún sándwich de mantequilla -- ¡por dios! --, aunque entre juegos daría algún beso descarriado, al final la noche se tendría que volver andando para Crivillé. No daban para mucho juego esos grupitos escandalosos pero cicateros.

Si la Brigitte bajaba con el marido, como una vez le había pasado, el Bobi, que no quería líos, se alejaba y se iba a donde las bicicletas a esperar a los otros.  “Ya está to el pescao vendío”, maldeciría su suerte.  Sobre todo, desde aquella vez el verano anterior que el marido de la Brigitte de turno parecía tener las manos más largas que ella y el Bobi le había tenido que cortar el acercamiento de un guantazo. A él no le iban los tíos y menos si la tercera no era una mujer sino un gabacho viejo y fondón. Estuvo toda la semana sin volver por el Cangrejo Rojo por miedo a que el franchute hubiera dado parte a la Guardia Civil. Pero no pasó nada.

Pero si la Brigitte volvía pronto, sola y buscaba la cercanía del Bobi, este ya sabía que, usando un símil de la pesca con tanza que decimos por aquí o con hilo que dicen los más delicados, la boyita de la punta, el corcho se estaba moviendo en la superficie del mar y que la lisa o la corvina ya se habían comido la gusana del anzuelo. Ya solo había que dejarle cuerda y tirar en el momento justo; bueno y decirle al puñetero niño de las bicicletas que se asomaba cada dos por tres dándole silbidos y algún grito de desesperación, que dejara de “dar por culo” y se fuera para casa. El Bobi sólo debía esperar ese momento mágico en el que el sol se pondría más allá de Rota y una brisa fresca erizaría la piel de Brigitte para jugárselo todo a una carta y decirle al oído: “Vulevú-tu-que-ré-a-sé-la-mor-con-mua-es-ta-no-che” como quien se lo estuviera cantando.

A esas alturas del día o de la tarde, ya la Brigitte sabía tanto castellano como francés entendía el Bobi, y, entonces, si era que sí, que no era siempre, se iban caminando juntitos, ahora sí que la tocaba, para el Hotel Playa Andalucía donde ya conocían a El Bobi y sabían que era todo lo de fiar que podía ser un ligón de playa pero que nunca habían faltado ni una toalla ni un cenicero cuando le habían dejado acompañar a una de las huéspedes.  Además, si la Brigitte había entendido la sugerencia del Bobi y dejaba discreta una propinilla encima del mostrador al pedir la llave, el asunto estaba hecho.

Para el Bobi, pasada la recepción del hotel, volvían a abrirse las puertas del paraíso y sabía que tenía por delante como mínimo una noche con cena y desayuno y todas las copas y el tabaco que quisiera.  El sexo también, también lo habría, pero se había dado cuenta de que pasadas las primeras veces “lo de follar” no siempre era todo lo bueno que el Bobi se esperaba, pero si jugaba bien sus cartas podría permanecer el resto de la estancia de la franchute. Ya le había pasado otra vez y fue una semana mágica, aunque tuvo que aguantar a la Brigitte de turno borracha la mitad del tiempo y las cosas que se le ocurrían en la cama a la gachí cuando no estaba borracha o en proceso, le levantaban a veces el estómago. Pero, “más cornás da el hambre” decían los toreros de la época y se decía el Bobi antes de “bajarse al pilón” para acabar una faena que se alargaba y alargaba.

El Bobi nunca olvidó aquellos cinco días de agosto de 1966 en los que la primera Brigitte lo llevó consigo al hotel. Comió, bebió y folló para dos veranos por lo menos y la Brigitte, que “tenía dinero para alicatar el campo de fútbol del Racing” le compró ropa y calzado en SIMAGO llevándolo hasta allí en taxi, y hasta lo colaba a los saraos de “El Candil Verde”, la sala de fiestas privada del hotel. Así, siete días.

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El último día, la Brigitte ya se iba por la mañana,  bailando a lo lento,  mientras ella  le metía la lengua hasta la campanilla y la mano por la bragueta hasta el agujero del culo,  mientras  “Los  Radars”, el grupo más moderno y famoso de El Puerto,  interpretaban en directo  su peculiar versión  de “No tengo edad”,  de Gigliola Cinquetti, el Bobi le propuso a la Brigitte que se lo llevará de allí, por favor,  que lo metiera en su maleta y lo sacará de ese mundo de palaustres y ganchos que no le daban  ni para mal comer; que lo librara para siempre  de tantas  mujeres vestidas de negro, de tantas  chicas que no querían ni bailar ni  saber de él porque era un chulo,   y   de  tantísimos guardias civiles prepotentes que soltaban primero el vergajo, la patada o el puñetazo y luego la pregunta. La explosiva carcajada de la Brigitte cuando, a la quinta vez entendió la propuesta del Bobi, paralizó la fiesta; las risas saltaron de un corrillo a otro cuando, con los ojos como platos la francesa borracha repetía la propuesta del Bobi a sus amigas y estás la retransmitieron en mil idiomas a todos los asistentes.

Si el Bobi hubiera visto “Carrie”, si a él le hubiera gustado alguna vez el cine y la película se hubiera estrenado diez años antes, se habría identificado con la protagonista y quizás, en un arranque de furia e ira por la humillación sufrida, hubiera acabado con los asistentes que seguían riendo y señalándole con el dedo, en una ola de violencia sangrienta.

Pero el Bobi, ya lo hemos dicho, no iba al cine y además era de natural tranquilo. Viendo que la Brigitte ya no había vuelto a acercarse y lo miraba como un apestado y que todos los demás se apartaban de él, apuró su cuarto cubalibre y se dirigió hacia la puerta. Los Radars entonaban un pegadizo tema que habían estrenado ese verano, “¡Viva el amor!”, y que sacaban cada noche dos o tres veces; el Bobi, que tenía oído musical y ya se lo sabía, se fue caminando entre huertas, silbando su melodía.

Sabía que, a pesar de llevar los bolsillos vacíos, apenas le quedaban un par de bisontes del antiguo paquete y tres cerillas, iba vestido de punta en blanco y que, tras una semana de ausencia los corrillos estarían magnificando su hazaña, y sería recibido en la plazoleta como un héroe. Subiría uno o quizás dos puestos en el escalafón. La mirada de envidia de los veteranos, el Zacaluga o Paquito Jarana y la admiración de los aprendices le acompañarían hasta que septiembre se llevará por un año más a las turistas. Sería el protagonista del resto de las noches del verano y le invitarían en el Gazpacho y en la Casetilla del Carrurra a cambio de escuchar sus aventuras.

Tampoco tenía porque contar el epílogo y confiaba en que los hermanos Utrera, los Radars, que habían presenciado el indigno episodio final supieran guardar silencio.

 “Lo que pasa en El Candil se queda en El Candil” le susurraría Miguel, el vocalista, cuando se los tropezó en la siguiente Velada de los Milagros y le prometieron dedicarle   el siguiente tema después del descanso, “Viva el amor”.  El Bobi los había abrazado antes de subir al escenario mientras una lágrima se asomaba a sus ojos.  Los músicos festeros y los ligones de playa solo tenían una palabra, la de honor.

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Agradecimiento del autor: Este relato o cuento –-tiene casi tanto de lo primero como de lo segundo-- nació de la genial inspiración que me proporcionó mi amigo Daniel Marín Galvez en una nota de las que publica raras veces por las redes. Mil veces le he dicho que debía escribir con más regularidad sus historias. Lo valen. En homenaje a mi amigo y a los protagonistas, mantuve los nombres y gran parte de las descripciones de los personajes que hizo Dani. Lo demás es la ficción obligada por el discurso narrativo y la hilatura de mis recuerdos.

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