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3.687. Juan Andrés Bernal Cortés. El navegante a Indias y la Casa del Limonero

Entre las muchas y buenas ofertas que nuestra Ciudad ofrece a los visitantes para su alojamiento, hay una reciente, denominada “La Casa del Limonero”, en calle Zarza, 65. De la historia de esta bonita mansión, totalmente reconstruida y de la que solo se mantiene su fachada, reproduzco un fragmento, aún inédito, que permitirá conocer a los lectores a un pintoresco personaje, uno de esos protagonistas de menor entidad de nuestra historia local, que descubro o destapo en los volúmenes de la serie ‘Mansiones y linajes de El Puerto de Santa María. En este caso se trata de Juan Andrés Bernal Cortés. | Esta casa, que fue conocida como ‘del Portugués’, se alquila hoy con diversos apartamentos turísticos, a través de portales en Internet.
Siempre he pensado, desde bien joven, el rendimiento que les dio a la industria cinematográfica estadounidense las películas de “cowboy” y como supieron explotar sus guionistas (ellos y los italianos con su “spaghetti western”) episodios de su historia, tales como la repoblación y conquista de los territorios al Oeste del punto inicial de colonización. Pensaba que, teniendo el Imperio español una historia mucho más rica y dilatada, surgiría un inagotable filón de guiones inspirados en ella, algo que nunca llegó a ocurrir, entre otras cosas por el elevado coste de producción, ya que las pelis del Oeste con la que nos saturaron hace unas décadas con unas decenas de caballos, un vestuario barato y espacios abiertos por escenarios estaban listos y, por contra, para ambientar relatos de nuestra historia a partir del Descubrimiento había que reconstruir, carabelas, fragatas y bergantines, un enrevesado vestuario y una puesta en escena más compleja.
Saco esto a colación por la similitud que he ido descubriendo en los años que he dedicado a conocer la letra pequeña de nuestra historia local, donde los grandes titulares han sido expuestos repetidamente y muy poco o casi nada se sabe y conoce de centenares de personajes a estas alturas casi anónimos, que he podido conocer,  emergiendo de viejos protocolos notariales o reliquias bibliográficas al documentarme para construir “historias de casas” que figuran en la colección “Mansiones y Linajes de El Puerto de Santa María” que edita la Asociación Cultural Puertoguía. 

| Imagen antigua de la Casa del Limonero, antes de su rehabilitación. En realidad solo se conserva original la fachada, siendo el interior, obra nueva.

| Patio actual de Zarza, 65

La Casa del Limonero
Diego Bernal Celores tenía media docena de hijos, cuatro de ellos varones: Pedro Manuel, Juan Esteban, Juan Andrés y José Bernal Cortés, a los que habitualmente se les conocía solamente por su primer nombre, excepto Juan Andrés, que se citaba como Andrés Vernal, pues en esa época el apellido se escribía con uve. Las hembras se llamaban Blasina y María. Es bastante probable que el padre repartiese las casas y terrenos que tenía en esa parte de la calle Zarza en una especie de segregación de las amplias fincas, en vida, llegando a un acuerdo todos los hermanos. Según esta hipótesis, Juan Andrés Bernal Cortés debió quedarse con una parcela tal vez superior a los 600 metros cuadrados de superficie, en la que estaba la casa primitiva, reedificada por él, que correspondería, aproximadamente, al mismo espacio que actualmente ocupa la casa número 65, y un espacio vacío, prácticamente un solar, a su izquierda que, posteriormente, sería segregado de la finca y vendido a los Padres Mercedarios de Jerez, constituyendo una finca aparte e independiente.

| Vista de la Prioral desde la azotea de Zarza, 65

En esta operación debía indemnizar o compensar a sus dos hermanas con la cantidad de 4.487 reales, obligación que demoró en el tiempo, produciéndose el pago en 1764, fecha en la que imaginamos necesitó inscribir la propiedad a su nombre, para proceder a realizar la venta parcial antes comentada y otras particularidades para las que se requerían tener el título de propiedad del inmueble, dinero con el que, junto a sus ahorros, pudo reformar y convertir en la espléndida casona de patio porticado que fuera la casa número  Por esas fechas arreglaba las cosas terrenas. Hizo testamento y dejó asegurada la tutela de los hijos menores de su amigo y compañero de fatigas Juan Ruiz de los Cameros que, al morir, le dejó ese encargo. Con esta finalidad impuso un censo especial de 200 pesos a favor de dichos menores, obligación que cancelaría años después José Ramírez al adquirir la finca a sus herederos.

Navegante a Indias: Cuba, Colombia y Méjico.
Tal vez esté precipitándome, adelantando acontecimientos. Nos situamos en los años finales de la existencia de este personaje, Andrés Bernal, sin apenas ofrecer datos de su vida y ocupación, tan solo su ascendencia familiar. Había ejercido como navegante a Indias, profesión compleja y arriesgada donde las hubiera, durante varias décadas, en las que tuvo que lidiar con tantos problemas como viajes transoceánicos realizó, los cuales no podrían contarse con los dedos de las dos manos pues faltarían dedos. En tan dilatado periodo profesional tuvo que bregar desde capitanes incompetentes hasta grumetes “sabelotodos” pero remisos a la hora de arrimar el hombro en las faenas duras, en cuanto se refería a compañeros de tripulación; con mercaderes codiciosos y desconfiados, contrabandistas altaneros, clérigos pederastas, soldadesca ebria y pendenciera, damas frágiles y demacradas poseídas por el mareo, funcionarios soberbios, tahúres, rameras... y un sin fin de incidencias protagonizadas por el variopinto pasaje de los navíos en los que estuvo sirviendo, a los que de una forma u otra, directa o indirectamente debió atender y mediar en el mes y medio o dos meses, tiempo que solía durar el viaje desde Cádiz, según la bondad del tiempo, el estado de la mar y el destino: La Habana, en Cuba; Cartagena de Indias en Colombia o Veracruz, en Méjico y viceversa. Eso, sin mencionar a los corsarios y piratas, que podían aparecer en el momento menos esperado y los accidentes domésticos durante la travesía: incendios, desarboladuras, motines, etc... experiencias que daban para montar una novela, como tantas veces le había dicho a su esposa, Luisa de Aguilar, bajo el dosel de la cama, cuando reposaban del frenesí amoroso que, indefectiblemente, sucedía en los días que seguían a la llegada de un viaje, tras medio año de ausencia, normalmente.

Esta actividad estresante se transformó, al retirarse, en todo lo contrario: visitas a la cercana iglesia y al mercado con su esposa en ocasiones y una ronda por la Ribera y zona de muelles todos los días antes del almuerzo. Después, generalmente solía retirarse a sus habitaciones, bien para dormir la siesta o, en ocasiones, revisar sus papeles y ordenar sus pertenencias aprovechando la luz diurna. El resto de la tarde, reunido con la familia y algunas veces con parientes y amistades que viniesen de visita, degustando chocolate y bizcochos de merienda. Cuando su mujer y sus hijas bajaban a la Prioral a rezar el Rosario o alguna novena, solía jugar a las cartas con sus hijos y algún amigo de la vecindad de su misma generación o pasear, San Juan arriba, hasta el hospital de galeras y la campiña inmediata desde donde se divisaba todo el caserío de la ciudad y hasta esas pequeñas pirámides de los esteros, los blancos montículos de sal, en la otra parte del río.

El último tornaviaje transoceánico
Para finalizar el apartado dedicado a este propietario, navegante a Indias, que reedificó la casa en la que vivió con su familia durante cuarenta años, vamos a evocar imaginariamente el momento de su retirada, el último viaje transoceánico que realizó antes de emprender el definitivo y final unos años después. Nos situamos en el año 1760. Había zarpado de La Habana mediado agosto, revisando personalmente la estiba de su mercancía de la que formaba parte gruesas duelas de madera de caoba, facilitadas por un tabernero del puerto al que siempre proveyó del mejor aguardiente de contrabando que llegaba a la isla. Era el encargo de un viejo amigo carpintero de El Puerto, que ya le había realizado varios trabajos a él, a precio muy razonable. Las quería para una balaustrada de escalera que le encargaron.

| Raul de Mexico

Aparte de la madera, traía varios sacos de café, cacao y caña de azúcar, un par de loros para sus hijas, algunas piezas de telas bretona y una, especialmente valiosa, de encaje holandés, autentico de Chantilly, para su esposa. Todo ello adquirido a muy buen precio en el mercado del contrabando, el “top manta” de la época. A su hijo mayor, Diego Bernal Aguilar, traía de regalo uno de los afilados machetes con el que cortaban las cañas de azúcar y a José, cuyos gustos y costumbres eran diametralmente opuestos a los de su hermano, un cofre con tabaco que tenía dos compartimientos; en uno de ellos hojas de tabaco liadas y prensadas en forma cilíndrica y en el otro las hojas picadas, para mascar o, reduciéndolo a polvo, inhalarlo por la nariz.

La travesía consumió la mitad de agosto, todo el mes de septiembre y en esas fechas, primeros días de octubre, habían dejado atrás el Cabo de San Vicente y navegaban por el Golfo de Cádiz, en cuya bahía anclarían antes de 48 horas. Estaba en la toldilla de popa, resguardado del viento mientras leía una especie de gacetilla adquirida en la avenida del puerto de La Habana. Juan Andrés se maravillaba de la rapidez con que se propagaban las noticias de una parte a otra del mundo. (--imaginaros si viviese ahora, que hemos visto en directo incluso varias guerras--) Estaba leyendo la crónica de la entrada en Madrid el 13 de julio de Carlos III, proclamado Rey el año anterior, al fallecimiento de su hermano que reinó como Fernando VI (ya saben, ‘a Rey muerto, Rey puesto’). Carlos, virrey en Nápoles, se tomó su tiempo para tomar posesión. Comentaban que se encontraba muy a gusto en aquellas tierras, en donde era querido, rodeado de su amplia familia --¡tenía 13 hijos!-- y dedicado a su afición favorita: la caza. 

| ‘Carlos III, niño, en su gabinete’. Hacia 1724. Óleo sobre lienzo, 145,5 x 1116,5 cm. Obra de Jean Ranc. | Museo del Prado.

Esto último podía certificarlo él, testigo presencial de la habilidad en el manejo de la escopeta y la extraordinaria puntería demostrada por el entonces Infante don Carlos, un escuchumichado mozalbete de apenas 13 años cuando pasó una temporada en El Puerto, junto con sus padres Felipe V e Isabel de Farnesio, en 1729. Los días que no estuvo indispuesto, que fueron muchos, solía ir con su hermanastro Fernando, que ya entonces era príncipe de Asturias y estaba recién casado aunque no había cumplido aún los 17 años, al monasterio de La Victoria. Allí, mientras la esposa quedaba rezando en el coro de la iglesia, Fernando y Carlos disparaban a los pájaros llamados “aviones” especie esta que, junto con vencejos y golondrinas poblaban el tejado del recinto. Siendo ambos buenos tiradores, causaba asombro la precisión y certera puntería del infante Carlos, especialmente por su corta edad.

No hemos podido localizar la fecha exacta del fallecimiento de Juan Andrés Bernal, aunque podemos determinar que el año de su defunción fue posterior a 1764, fecha en la que testó y anterior a 1768, año en que se produjo el reparto de sus bienes y la inmediata venta de la casa de la calle Zarza número 65 por sus herederos, objeto y excusa para esta nótula. | Texto: Antonio Gutiérrez Ruiz. A.C. PUERTOGUÍA

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