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Dos días en El Puerto #5.206

| Texto: F.D.M.

Esta carta fue publicada en la Revista Portuense en mayo de 1932, que recuperó para nosotros el investigador Antonio Gutiérrez Ruiz. Salvo por los cambios de algunos nombres y circunstancias, podría ser un escrito actual, de hoy mismo,  donde una vez más, se aprecia lo que … juzguen por ustedes mismos.

Mis padres (q.e.p.d.) fueron portuenses; nací en la calle de Las Cruces, en la casa número 34 y bautizado en la Iglesia Mayor Prioral con los nombres, que hoy me reservo, que tienen las iniciales F. D. M.; me creo que no se dudará de mis palabras, y que soy portuense de cuerpo entero: prosigamos. A los catorce años fui colocado a los escritorios de una importante casa vinatera de una ciudad hermana; en ella estuve hasta los treinta y tres, en que, pareciéndome, como al hijo de Carlos V, que el mundo este era muy pequeño para mí, y muertos ya mis padres, me dije: «—¡Ahí queda eso!» y embarqué cantando «Dichoso aquél que tiene su casa a flote»

[En 1932, el gobierno de la II República dictó diferentes normas y decretos tendentes a la normalización laica del Estado, que pasaría de confesional a laico, suprimiendo ayudas, desvinculando la iglesia de la enseñanza y otros espacios civiles que se encontraban bajo la influencia clerical. El 10 de agosto de ese año se sublevaba en Sevilla contra la reepública, el general Sanjurjo].

Hace unos quince días, desembarqué en Cádiz de retorno del otro mundo. El viaje de ida lo hice en el histórico y simpático transatlántico «Monserrat». Mi equipaje era un mundo nuevo que encerraba un colmo de ilusiones, como exceso deequipaje. Guardaba media docena de cuellos, tres pares de calcetines, cinco corbatas, un canario de segunda muda, un terno dril rayado, tres pares de guantes y un quita-sol adquirido en Cádiz, en la Plaza de la Libertad, frente a la calle Santa Lucía. Esto ocurría el 30 de abril de 1932.

Mi retorno ha sido en un hermoso barco de la flota italiana. Al saltar a tierra tuve que encamarme tres días para terminar de digerir unos tres kilómetros de macarrones. Dado de alta por el doctor de mi asistencia, no perdí tiempo para embarcar en el vaporcito que hace los viajes de Cádiz al Puerto de Santa María.

 

| El 'vapor' Adriano I, atracado en el muelle portuense.

Antes de proseguir creo oportuno darme a conocer a mis paisanos, aunque sea con algún incógnito; dispensad.

Mis padres (q.e.p.d.) fueron portuenses; nací en la calle de Las Cruces, en la casa número 34 y bautizado en la Iglesia Mayor Prioral con los nombres, que hoy me reservo, que tienen las iniciales F. D. M.; me creo que no se dudará de mis palabras, y que soy portuense de cuerpo entero: prosigamos. A los catorce años fui colocado a los escritorios de una importante casa vinatera de una ciudad hermana; en ella estuve hasta los treinta y tres, en que, pareciéndome, como al hijo de Carlos V, que el mundo este era muy pequeño para mí, y muertos ya mis padres, me dije: «—¡Ahí queda eso!» y embarqué cantando «Dichoso aquél que tiene su casa a flote»

| Escritorio de una bodega.

¡Qué once años de mágico confín! ¡No tuve horas más felices que las que recordaba a España... Mentira que haya bajo el sol ni más bendito suelo, ni más hermoso sol! ¡Mentira! ¡Qué hambre de volver a ella! Dispénseme el lector estas digresiones y retrocedamos al vaporcito «Adriano .1°». Entre su pasaje me reconoció un señor que fué un íntimo amigo de mi familia y... ¡claro! hicimos cuarenta y cinco minutos de charla anfibia.

Ya atardecido llegamos felizmente, separándonos, no sin antes ofrecerme el amigo venir en mi busca al día siguiente para dar unos paseos por la ciudad. Acepté su ofrecimiento con complacencia, pues eran mis deseos recordar calles y lugares de los más preferidos en mi primera edad. Llegué a la fonda, me dí un bañito, me aseé, pedí un vermouth, escribí una carta, redacté un telefonema y… hasta mañana.

Madrugué, levantándome a las ocho, y después de desayunar salí directamente a ver y hablar a mis queridos padres… ¡a rezarles, como ellos me enseñaron de niño!

Cumplido este sagrado deber, me dediqué a repasar aquel archivo de restos humanos. Parado frente al nicho de una hermanita mía y reparando en una verja de hierro, por ella vi, no sé qué explicar; yo miraba aquel departamento fúnebre, pero dudaba...

--¿Eso qué es?-- pregunté a un hombre que parecía seguir mis pasos. --Ese es «er cimenterio cevil». Con gesto de extrañeza miré al buen hombre, el que prosiguió: Sí, ¿«usté» no ha «leío» el «rétulo» de la puerta? Han «quitao» el «monáquico» y han puesto el «municipá»

Mi asombro llegó a su límite. ¿Y es posible, me dije, tanto olvido o indiferencia en estos señores de hoy? Me despedi nuevamente de los míos y salí santiguándome dudando aún de aquella triste realidad.

Mi amigo ya me esperaba impaciente en el hotel. Salimos de la calle Pablo Iglesias al Parque Calderón; llegamos hasta la Rotonda por calles con nombres desconocidos para mí. Calle Sol. Plaza Polvorista a la del Castillo, (hoy Alonso el Sabio) Critóbal Colón (antes Plaza del Carbón). Jesús de los Milagros, José Navarrete, paseo del Parque y… ¡Quedéme petrificado! En el ángulo derecho de la fachada del antiguo Hotel Vista Alegre, paralela a la del Hospital de San Juan de Dios… ¡Agárrense! se lee ‘Reyes Católicos’.

| La posada del portugués Antonio Manso, delante de la plaza de Cristóbal Colón que hace esquina con la plaza del Castillo, hoy edificio de viviendas.

¿Qué fracción política forma este municipio? interrogué a mi cicerone, una especie de paella valenciana, me contestó, con aplicaciones cavernícolas. Así tan sólo comprendo que una calle. ni aún tan ridícula como esta, den el nombre de los que fueron primeros implantadores del Tribunal de la Inquisición en España, y no me sorprendería ver aquí alguna que otra calle con los nombres de Pedro Arbués y Torquemada.

En breves palabras y monosílabos me dio a entender mi amigo algo del por qué el cambio de nombres, lo que me hizo exclamar con Cervantes: «¡Oh fuerza de la adulación, a cuánto te extiendes, y cuán dilatados límites son los de tu jurisdicción agradable!».

Entramos en Ricardo Alcón, ¡Buen ciudadano y gran patricio! A este venerable profesor le debo mi primer año de francés. Dimos vuelta por Larga a Salmerón y recordé que guardaba una postal. ¿Estamos lejos de Corros? –pregunté a mi amigo—Por aquí estamos a dos pasos de él, y entramos por un callejón llamado Jesús Cautivo, por el cual el Divino Jesús. si pasara por él hubiese dado más de tres y de cuatro caídas ¡vaya un piso imposible! Si, que está malito de verdad; parece ser patrimonio de dos vecinos. Salimos con vida del accidentado piso de aquella calle, deposité la postal en Correos y... en marcha. Todavía cuando recuerdo aquel piso no digo Jesús Cautivo, sino una y otra vez... ¡Jesús... María... y José! Como si padeciera irritación de la membrana pituitaria.

Estamos en calle Diego Niño, llegamos a la de «Chanca», «partida por gala en dos». El trozo más corto y deplorable estado se le ha designado el título glorioso de Cervantes. El inmortal Príncipe de los Ingenios, el autor del Ingenioso Hidalgo «Don Quijote de la Mancha», tiene para perpetuar su nombre un pedazo de calle oculta casi por su poco tránsito, fea, poco o nada atendida por la higiene y muchos, etcétera. No hallamos comentarios a este porqué... y por ello enmudecemos.

Continuamos hasta la Victoria; esta no es la misma que conocíamos y la que tanta nombradía alcanzó en aquellos tiempos tan malos; despojada de árboles añosos que tanto hermoseaban sus paseos, arrancados sus frondosos azahares, sustituidos en gran parte por una alberca sin utilidad ni belleza.

Volvimos a calle Larga (así será conocida por siglos y siglos); en el centro de Plaza de los Jazmines vimos un monumento, que si bien simboliza una fe también da a conocer la indiferencia penable de los muchos que han debido tener en la memoria al ilustre sabio portuense, honra del Puerto, Dr. don Federico Rubio y Gali.

Ya en la esquina de calle Espíritu Santo, seguimos por ella a la de la Victoria (Albareda); al final noté que me faltaba calle; mi acompañante me informó del cómo, cuándo y el por qué habían amputado las extremidades a Don José Luis. Hay ciertos favores que los pueblos los aceptan con desagrado. Según parecer de mi amigo, el favor está concedido por un plazo limitado, y próximo a cumplirse; esta creencia debería confirmarse para dar a Dios lo que sea de Él y... lo demás.

Al llegar aqui, me sentí rendido del paseo y determiné volver al hotel; despedí al amigo, hasta nueva visita el próximo verano, agradeciéndole mucho sus atenciones e informaciones y descansé, siempre pensando en la poca fortuna de mi pueblo en no dar con un redentor verdad y valiente que se despoje de compromisos interesados para hacer renacer el renombre que corresponde al Puerto…

--El señor puede pasar al comedor cuando guste.... --¡Gracias, Montalvo!

A la mañana siguiente oí misa y volví a rezar y despedirme nuevamente de los míos. Horas después me alejaba pesaroso del bendito pueblo donde me cristianaron, dándole un cariñoso ¡Adiós!

Como el niño que viaja por primera vez en ferrocarril, no me separé un momento de mi atalaya, admirando con placer el fértil y her- moso paisaje de su campiña. Al llegar frente a Las Aguas mis ojos se cerraron involuntariamente; una ola de rubor me quemaba el rostro y en lucha mis ideas y pensamientos se fundieron en una imprecación y una compasión.

¡¡Qué enseñanza más infausta llevo en mi espíritu con sólo dos días en mi Puerto!!

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