
El portuense Adrián Morillo expone desde ayer y hasta el 6 de marzo en el Campus de la Universidad de Cádiz en Jerez, su exposición de fotografías en blanco y negro ‘Jondo’ alrededor del flamenco en la provincia de Cádiz que ha estado desarrollando durante los últimos años. Durante el acto estuvo arropado por flamencos, compañeros de profesión, amigos y familia y donde ofreció un recital de los que mueven entrañas el cantaor José Carpio ‘el Mijita’, acompañado a la sonanta por Domingo ‘Rubichi’. Se degustaron vinos de El Puerto de bodegas Obregón y los asistentes recibieron una cuidada copia del catálogo de la exposición. Reproducimos el texto que sobre la exposición y Adrián ha escrito Juan Jesús Torres Jurado.
Yo no soy de esta tierra,
ni conozco a nadie,
de esta tierra yo no soy.
Seguiriya de Jerez.

Adrián momentos después de inaugurar la Muestra. /Foto: M.M.
A cada verónica, temple. Si existe un rebato de la tierra, éste debe ser previo. No vive el apego a la cal de las paredes ni al canto de las chicharras, preexiste el blanco y el tedio. Nadie vuelve en la flama de agosto, tampoco nadie marcha. Sólo el compás del tiempo que no sucede, el eterno ritmo entre el calor y el mustio, es capaz de diluir el sol abrasador en la calma necesaria. Templar es armonizar, sonar la nota precisa, afinar, mitigar, serenar la sacudida de una bestia sangrante, retorcida, totémica. Hallarse en un lugar u otro es un lance, una suerte para eludir la embestida; en cada giro, en cada huella sobre el albero, el fin es alcanzar las profundidades, la jondura. Como el bailaor que ama la soledad, el caminante marca el ritmo de vuelta, una sinfonía de pasos en la que el tiempo sólo toma sentido cuando se refiere a la experiencia. El que torna para descifrar se debe a una pulsión vital de colmar todos los ámbitos, de atravesarlos. El que vuelve para saber se derrama ante nuestro ritmo, ese que otros, desconocidos, se afanan en explicar sin entender. Volver es convertirse en una figura multisensible, un actor deleuziano que aprende a ser transversal para discernir, ahora sí, que en Andalucía las vergüenzas se exculpan en la noche, en el abismo de un lenguaje proteico, en el estoque final. El golpe definitivo; un bofetón de acervo y mito, doloroso, anterior a cualquier atisbo de discursos pedantes, de tendencias dudosas. El que regresa sólo entiende el todo por el todo, verdad, esperpéntica y exagerada, pero verdad. Adrián emprendió el camino de vuelta con temple, el mismo que hace del artista un hechicero.

Carpio y Rubichi, durante el recital realizado en la Sala de Exposiciones. /Foto: M.M.
No hay origen anterior al gesto. La jondura nace del cante jondo, del baile jondo, nunca antes. Los vestigios, las señales supervivientes que aún pululan en cada esquina, en plazas, en tablaos, es memoria indescifrada que pervive a través de muecas. Son restos que surgen en la profundidad del instante, del deseo. Ombra Phantasmogorica. Cuando Adrián Morillo volvió a su lugar de origen llevaba una cámara de fotos. En la búsqueda de su venir a ser le atrajo lo deforme, la desmesura del rito, el figurín de un torero aficionado bajo una bandera falangista. Con él, con su cuadrilla, empezó su retorno, consciente de que la eternidad es reescrita al instante, a cada mohín, en la imagen fijada que vuelve una y otra vez. Despojado de recelos, se mezcló en los ambientes fundadores de las presunciones. Cara a cara con el precario arte del toreo rural, cerril y agorero, desvió su atención al carnaval y su máxima proeza, la creación de comunidades unidas por solera. Adrián se diluyó en Andalucía de noche, a través de la madrugada del lenguaje, en gestos. Con el fin de entender su apego a la soledad supo que el tiempo es un rizoma, una tolvanera sin extremos, y se adentró en él, en la cadencia de la destreza vital. Atrapado en el torbellino presencial quiso llegar a las profundidades de lo esotérico; reconoció en las siguiriyas un rujo animal, en las soleas el retiro del alma. Desasido, vislumbró en la jondura del baile el poder atávico de un pueblo, el calado de una valentonada. En el cante jondo, el redicho sólo escruta ruidos y formas sin son; ni ve ni entiende. En su regreso, Adrián sentía los remates.

Un aspecto de la inauguración. /Foto: M.M.
Jondo es el último estadio de un retorno al empiece. Fotografías en blanco y negro de alto contraste que hablan de soledad, de oraciones internas, de instantes irrepetibles succionados. Hay aquí una sima fotográfica más allá de la apariencia formal y tiene que ver con el infundio. La fotografía es, en cualquier caso, una decisión más o menos honesta; la vemos de lejos, reconocemos lo captado, pero al mismo tiempo nos obliga a acercarnos, a penetrar en los hechos que han quedado limitados, a fisgonear. Es la misma actitud que muestra nuestro fotógrafo, que no pretende desgranar los secretos de un arte ancestral sino escoger aquellos momentos que le sirven para construir una autobiografía latente. No es casual, por tanto, la posición de un artista que maneja los códigos fílmicos, consciente de que vivimos en una época consecuencia del celuloide, esto es, la vida a escala pantalla. Adrián hace que la jondura sea fotografía porque percibe que sólo a través de la farsa se pueden alcanzar cotas mayores de conocimiento; conocedor del eterno retorno de la imagen fijada, sabe que cuando Georges Bataille habló de instante privilegiado se refirió a ese instante en el que aparece la profundidad.

Una de las fotografías expuestas en el Campus de Jerez. /Foto: Adrián Morillo.

Un aspecto de la sala. /Foto: M.M.
Jondura y fotografía, por tanto, para lograr un entendimiento de su propia existencia, de saber leer el terreno del que beben sus raíces. Las fotografías de Adrián se centran en el delicado equilibrio entre ese instante y su sencilla apariencia en la realidad. Ahí, en ese lugar intermedio, es donde ocurre el acontecimiento, o lo que es lo mismo, lo puro expresado entre lo que nos sucede y lo que nos acecha. Adrián capta en Jondo un designio de nuestra contemporaneidad, la conjetura arqueológica personal en el disloque, el remate, la dialéctica, el conflicto entre cuerpos, como una danza.

El flamencólogo Pepe Marín, en el centro, durante la copa posterior de Fino Obregón que se ofreció a los asistentes. /Foto: M.M.
Se baila para estar unidos, rito de varios. La coreografía promueve el roce, el deseo. Unido al comportamiento humano, se baila para celebrar, para instaurar tradición. Cada paso es una supervivencia, la del bailarín y la del caminante. Adrián, en su reintegro, quiso fijar sus pasos y a través de fantasmas llegó a la soleá. Por la soledad, por medio de la soledad, a causa de la soledad; la soleá es el lugar de la soledad. Las referencias biográficas no se velan, cada elección esconde una forma de ser; la fotografía por su propio signo es falsedad y su designación remite a ella. Adrián quiso llegar a las profundidades, a la hondura, sin trampear, a través de actos de pura verdad y se transfiguró en un bailaor, que a diferencia del bailarín, lidia con su soledad. Adrián fotografió para ser solo y múltiple al mismo tiempo, para vibrar entre el espacio superficial y la jondura, porque fotografiar, en definitiva, es rizoma. Por ello, el trabajo de Adrián ha virado a un registro cotidiano, lo que él llama Fotodiario, un fotografiar pese a todo, como el bailaor vetusto y agotado que baila porque se resigna al presente. Como torear, como bailar, fotografiar es buscar el centro candente, el lugar del conflicto. En la jondura, en lo más recóndito, es donde el enfrentamiento y el movimiento se convierte en perfil. A través de Jondo, Adrián supo configurar el suyo, encontrar su sitio. /Texto: Juan Jesús Torres Jurado.
Ver vídeo de la Muestra, gentileza de El Puerto Actualidad, obra de Miguel Ángel Peragón.

Rafael Delgado Sánchez, apodado artísticamente “Rafael El Gitano”, nació en El Puerto de Santa María el 2 de abril de 1927 y se marchó con los que no vuelven el 3 de mayo de 2000, a los setenta y tres años de edad, en la Ciudad en la que por primera vez vio la luz. Pertenecía a una familia muy conocida en El Puerto cuyos patriarcas eran Juan Delgado Rodríguez y Carlota Sánchez Serrano, apodada “La Estraperlista”.
Mi compadre Luis Gatica, me comentó que lo vio en tomas de dichos, bautizos y quedó prendado de su arte y del de su hermano Perico, que también bailaba. Joaquín Albaiceta, guitarrista que estuvo en algunas fiestas con él, nos habla del movimiento de brazos de estos dos artistas del El Puerto: de Rafael El Gitano y de Manolo Ansonini. 
En el Cine Macario en los años cincuenta participó en un concurso de baile, con bailaores del Puerto y provincia, entre ellos, Los Hermanos Suárez, ganando el primer premio Manolo Suárez y el segundo para Rafael El Gitano. En el Teatro Principal de El Puerto, participó en muchos espectáculos, según viejos aficionados portuenses.
José Cabrales Campos, conocido artísticamente como Pepín Cabrales nacido en Cádiz en 1936, era un bailaor flamenco que en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado triunfó en tablaos madrileños de prestigio: El Duende, Zambra o Los Canasteros, viajando fuera de España con diversas compañías flamencas. Era también un hombre con gracia, capaz de animar la fiesta. Fue también un extraordinario palmero. A final de los setenta dejó de bailar. En 1979 y 1980 desempeñó la gerencia del tablao La Venta del Gato, retirándose a continuación de la vida pública. Falleció en Madrid en el año 2004.







AMIGOS FLAMENCOS.


El 6 de diciembre de 1880 'El Toreo' (Madrid) publicaba los siguientes datos biográficos del matador de toros, Luis Mazzantini, cuando este, --por vez primera-- despachaba un toro de puntas en la Plaza de Madrid. «Luis Mazzantini y Eguía es natural de Elgoibar (Guipúzcua), donde nació el 10 de Octubre de 1856. En unión de sus padres se trasladó a Italia en 1867, donde residió hasta 1870 en que regresó a España, ingresando en la servidumbre del Rey Don Amadeo de Saboya. En 1873, fue nombrado factor telegrafista de los ferrocarriles del Mediodía, y en 1878 jefe de Estación en la de Malpartida, dejando su destino en Mayo de 1880, para dedicarse al arte del toreo. Toreó por primera vez en Albacete, el año 1873, en dos novilladas organizadas por los empleados de aquella Estación, matando dos toretes. Después trabajó como sobresaliente en dos becerradas, dadas por la Sociedad de socorros de ferrocarriles, que se celebraron en Madrid en 1877 y 79». «.../... has toreado en varias plazas, entre ellas, Valencia de Alcántara, Sonseca, Villena, Jadraque, etc... Posee los idiomas italiano y francés, y tiene el título de bachiller en artes».

Posteriormente es nuevamente grabado por Antonio Mairena.. Según Alonso Núñez 'Rancapino' su abuela, 'Tia Antonia La Obispa' cantaba esta soleá con gran flamencura y es muy posible que 'La Niña de los Peines' lo aprendiera directamente de Teresita o bien de 'La Obispa' del Puerto.

«La más joven generación estuvo representada por Juan de los Reyes, cantaor con voz ronca parecida a la de Agujetas, poseedor de un buen estilo; Pepe Sanlúcar, aunténtico prodigio de voz y compás, camino de ser figura importante y Rancapino, un cantaor que no conviene perder de vista porque es muy posible que haya que contar con él en un futuro inmediato para poder hablar de cante.»






Antonio Suarez López, hoy en día lo recuerdan aficionados viejos de esta zona del Campo de Gibraltar, como un buen bailaor, la familia del Flecha, los Chaquetas y los Cortes, emparentado con Chiquetete. Actuó con muchos artistas del baile y el cante de estas fechas, como fueron: Antonio el Chaqueta, Adela la del Chaqueta, Chocolate, Jarrito de Jerez y los guitarrista, Félix de Utrera, el Niño de los Rizos y me dejo a muchos fuera del tiesto. En estas fechas Antonio estuvo ligado a una bailaora de nombre Dolores Cortés. /En la imagen, Manuel Suárez, acompañado a la guitarra por Joaquín Albaiceta.
José María Pemán --a la izquierda de la imagen-- dejó escrito que "La saeta, especie de oración silvestre y espontánea, con algo de copla y algo de sollozo, es la cifra y compendio de la devoción andaluza. En ella se increpa a Judas y a los sayones, se departe amistosamente con San Juan, se piropea a la Virgen y a las Marías, se lloran los dolores de Cristo con una familiaridad candorosa y sencilla, y al mismo tiempo con tal sentido de la realidad plástica y viviente, que, más que viendo desfilar a una cofradía por la calle, parece que estuviese el pueblo viendo pasar el trágico cortejo de Cristo, camino de la muerte, en las faldas mismas del Calvario".
Permitdme que recuerde a los saeteros portuenses a los que conocí, desde que por primera vez, acaso con siete años, me incorporé, como acólito provisional, en las madrugadas nazarenas, al lado de mi padre, fiscal de paso, y oí las voces fervorosas y venerables de Pellicer, de Laynez, de Gatica, de Paco El Azotea, de El Caneco, de Esperancita López, de Milagritos Forte, de Matiola, de Carrasco, de Juanito Arjona o el pito de caña con que un anciano interpretaba estremecedoramente su saeta en la Plaza de las Galeras, al paso del Nazareno, todos los años, hasta que uno de ellos faltó y nunca supe quién era. /A la izquierda imagen de Antonio Jiménez Salguero ‘el Caneco’. Debajo, Antonia Núñez Heredia, ‘la Obispa’, abuela de Rancapino y Orillo del Puerto.
El Puerto ha sido y es una ciudad de honda tradición saetera. Ha visto pasar la historia completa y tortuosa de cómo la saeta se engendró y tomó carta de naturaleza flamenca. El Puerto que, al amparo de la flota de las galeras tuvo en su solar a pícaros, a ciegos fingidos, a animeros; que tuvo Cofradía de Animas en la Prioral con magnífica capilla y retablo; que en el siglo XVII fundó la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno a la Cofradía de Animas de San Nicolás de Tolentino; que vibró con las penetrantes saetas de los misioneros franciscanos y capuchinos; que hizo suyos los retazos de coplas sentenciosas y morales y las pasó por el tamiz flamenco de un Tomás El Nitri, una Teresita Mazantini, una Ana Losa; una Antonia La Obispa, un Diego el Gurrino... hasta dejarlas pulidas e incorporadas a la tradición, tiene peso específico y legitimación para exaltar a su saeta. /Texto: Luis Suárez Ávila.
Vamos a citar un ramillete de artistas de nuestra ciudad, que también bailaron esta modalidad artística. Entre ellos se encuentra, Josefa Gallardo Rueda “La Coquinera”, (El Puerto 1871 - Madrid 1935). 
Manuel Fernández Cabrado, (Puerto Real, 1860-El Puerto, 192?) Maestro de baile y bailaor, dominó el flamenco y la escuela bolera, en el padrón de El Puerto de Santa María, de 1910, estaba domiciliado en la calle Espelete , 25, de profesión artista del baile, se trasladó muy joven a nuestro pueblo, por motivos personales; en boca de aficionados mayores, fue uno de los grandes bailaores de esta zona gaditana, según Jose Brea, Breita. 
