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¡A la playa! #5.136

Texto: Luis Suárez Ávila.

Siempre nos dijeron las personas mayores que lo de la gente de orden es empezar los baños cuando la Virgen del Carmen ya había bendecido las aguas del mar.  Siempre nos dijeron que evitáramos la compañía de niños que encueros vivos se tiraban desde las barandas del puente de San Alejandro o desde el muelle del vapor, en cualquier época del año.  Los niños esos casi siempre se ahogaron en un remolino del río, sin que ni Martínez, ni Fortunato, ni Javier Tejada, ni Paco Ameneiro, que estaban pescando robalos, con sus cañas en el puente, pudieran hacer nada. Los remolinos del río son la cosa más traicionera que se ha visto.

Pero, lo cierto es que bañarse antes de que la Virgen del Carmen eche su santa bendición a las aguas, no se le ha ocurrido a nadie, nada más que a esos niños y a la gente de Jerez. Cuando se ahogaba alguien en la playa, antes de la comprobación de su procedencia, siempre había algún avisado que anunciaba que el ahogado era de Jerez. La gente de Jerez, como es de tierra adentro, es que no sabe que la digestión se corta con el baño y se bañan o recién comidos o recién bebidos y así pasa lo que pasa.

A la playa, toda la vida de Dios, o se va después del 16 de julio, o no se va. Lo que está ocurriendo ahora de que cualquier día del año la gente se bañe en la playa, eso no ha sucedido nunca. Desde luego, que lo de cajón es empezar con la Virgen del Carmen y terminar con la Virgen de los Milagros. Lo otro es de descreídos y de gentuza.

El único caso de bañista fijo durante los trescientos sesenta y cinco días del año, sólo se ha dado en los tiempos gloriosos, en Puerto Real: Juan Antonio Campuzano era su nombre. Fue buen poeta, exquisito prosista y traductor de obras extranjeras. Vivió toda su vida célibe, pendiente de casarse con Lola. Salvo ese caso, yo no conozco otros de bañistas tan pertinaces. Claro, que, al parecer, Juan Antonio era algo republicano y desde luego leía a los poetas del 27.

| La playa de La Puntilla, antes de construirse los espigones que encauzan el Guadalete.

Cuando se acercaba el día de la Virgen el Carmen, se esperaba en cualquier momento la llegada de los Gay Palacios, de los Cañaveral, los Izquierdo, los García Gil, los Pérez García, las primas italianas de los Bootello, los Peinado Merchante, los Merchante Cobo, los Merchante Hernández, los Cobo Gavala, los García Loygorri, las Marra Arvilla, los Muñoz Tosar, los Guerra, Laurita y sus hermanos Rafael y Jesús, Lourdes López y sus abuelos, Patrito Martínez Solinís, "María de Dios", Marisa Muñoz,  las de Rojas, Miguel y José María Rodríguez (que por cierto jugaban magníficamente al baloncesto, con los Casado, con Juan Carlos Benjumeda y otros, por las tardes-noches en la Galera), y el desembarco de qué sé yo cuantos niños y niñas de Madrid, de Sevilla, de Extremadura y de otras partes del universo mundo, amén de un nutrido grupo de "flechas" que acampaban en las Dunas.

Expectación especial causaba la aparición del laureado poeta, doctor en Derecho e Inspector de Policía con destino en Madrid, Augusto Haüpold Gay, impecablemente vestido de blanco, con su maleta de piel negra, en la playa, que, usaba un gran bañador "meyba" y gorro de baño de goma y se permitía nadar por el canal.

2.883. Augusto Haupold Gay. Ayer playero.

Cuando se acercaba la Virgen del Carmen ya estaban puestas las casetas. Los bañeros, Neto y Bononato, colocaban sus reales en la playa de la Puntilla y en grandes barracones hacían la vida durante todo el verano. Se ocupaban no solo del montaje de las casetas, sino de colocar estacas en la orilla y hasta donde se podía perder pie, unidas por sogas para amparo y refugio de bañistas no avezados. Para estos últimos también mantenían unos bañeros en pateras y botes de remos que merodeaban  por los sitios de más peligro, en evitación de alguna desgracia.

| Familia Valimaña en una barquita.

Así las cosas, a la gente amante de la peripecia y del riesgo, lo que le privaba era cruzar el canal, justo por donde unos letreros, en la escollera, decían con letra clara y terminante: "Prohibido bañarse, Zona peligrosa". Porque es que, la verdad, en la Puntilla, con marea baja, había que llegar hasta Cádiz para bañarse, y, ni aun con eso, se perdía pie. Lo que ocurría es que esos días se aprovechaban para coger muergos, con largas varillas de paraguas y una bala incrustada en la punta, o coger cangrejos moros o "mariquitas", o camarones, en las rocas frente por frente del castillito de la Pólvora, o ir a las Dunas subir a los montes y tirarse desde lo alto, rodando, o a coger piñas o camaleones y burlar a Vicente, el guarda forestal, de quien decían, sin que se sepa de cierto, que tenía una carabina con balas de sal, que no hacían daño, pero que picaban cosa fina. Es verdad que, con la marea baja, la Puntilla se ponía imposible. Pero, hombre, acuérdese usted, también, de las mareas de Santiago. Cuando se acercaba el día del Apóstol, no es que hubiera poca agua, es que había una barbaridad. El agua llegaba hasta por detrás de las casetas.

| La caseta de los Serrano.

Cuando se acercaba la Virgen del Carmen, Ramoni, Emilio, Tadeo, Murga, Tarrío, Luis el Mutilado... se aprestaban a instalar sus bares en la playa con terrazas cerradas por artísticas arcadas de madera y cubiertas de cañizo.

A la vuelta del día de la Virgen del Carmen estaba el glorioso día 18. Entonces era el acabóse. Reconfortadas con la salvífica paga de Franco, yo no sé de dónde salían tantas "maris" de Jerez con sus sandías alargatadas bajo el brazo, sus peroles llenos de comida, sus proles y sus tenderetes de sábanas y palos. Aquellas que gritaban lo de "Rafaé ven pacá, que tevajogá". ¡Y vaya que si se ahogaba! Como que cada 18 de julio se ahogaba alguien que, imprescindiblemente, era de Jerez. La gente de Jerez, como no asidua a la playa, por no ser su medio, se colocaba entre La Colorada y el Castillo de la Pólvora y el que no acababa ahogado, terminaba colorado como un salmonete, lleno de ampollas, esmorecidito, o como un eccehomo todo cortadito por las cáscaras de ostiones.

| La instantánea está tomada en la playa de La Puntilla en 1965. Voluntarias de la Cruz Roja, de izquierda a derecha, desconocida (posiblemente cuñada de Luis Bootello Reyes), María del Carmen Gómez Pérez, María Cárave, Eloisa Martínez Govantes, Carmina Jiménez Alcázar y Lourdes Merello Govantes. Agachados dos camilleros de la Cruz Roja cuyos nombres desconocemos.

Tan es así que la Cruz Roja, con Remigio Andújar (que lo mismo tocaba el tambor en la banda de Dueñas, que leía, con excelente profesionalidad, los contadores de la luz, que evacuaba a un lesionado), y con Felipe Lamadrid, el practicante, (siempre con el cigarro en la boca, que le servía de filtro para no aspirar, en frío, bacterias y otros gérmenes de la gente) no daba abasto. Pero no se crea que todo el trabajo se lo daba la gente de Jerez. De vez en cuando, algún portuense aparecía con un tajo, en un pie, por haber pisado un cristal, o con la mano hinchada porque un alacrán o un cortapicha, le ha picado por escarbar debajo de las casetas.  Y todo, por desobedecer y no ponerse, los indinos niños, las alpargatas, o las playeras, que sus madres, con tiempo, les habían comprado en Mauricio León, en "La Valenciana" (la del zapato grande en la fachada) o en casa de Ramírez, en la Placilla. --Mira que se lo tengo dicho: no escarbes en la arena, que debajo de las piedras hay alacranes; mira que se lo dice una: niños, para andar por la playa, ponerse las sandalias, que para eso están.

Allí, también, en el castillo de la Pólvora  (el fuerte de la Laxa o de la Alhaja, que dicen los planos antiguos), el polifacético y bien recordado don Francisco Dueñas ordenaba el disparo de las bombas japonesas, cargadas de juguetillos y chucherías y la elevación de los globos y los fantoches; desde allí partía el jurado que habría de calificar el concurso de los muñequitos de arena, jurado que indefectiblemente estaba compuesto por Paco Bernardo, Manuel García, Dueñas y Martínez Montenegro y que indefectiblemente, también, otorgaba el premio  siempre a José Carlos García Gracia, el hijo del caricaturista Carlos García Gil. Los demás, que hacíamos muñequitos más vulgares, coloreados con anilinas de la Droguería del Cárave, nos teníamos que contentar con alguna mención honorífica, con algún accésit, o simplemente con nada.

 

| El jurado calificador de los dibujos en la arena, presidido por el concejal Rafael Sevilla, acompañado por el comandante de los guardas, Manuel López Romero; detrás, con su inseparable libreta, el jefe del negociado de Playas, Antonio Romero Castro.

Cuando se acercaba el día de la Virgen del Carmen, Emilio Bootello ordenaba pintar otra vez más, de celeste, los dos autobuses Chevrolet y los plantaba en el Vergel, junto a la taquilla, una casetita escueta de madera, donde campeaban los letreros de "Coñac Centenario Terry" y donde, dentro, pasaba el verano la hermana de Pepe Álvarez, despachando tiquets.

 

| El desaparecido edificio de los Baños Termales, donde hoy se encuentra la gasolinera junto al Polideportivo.

Los autobuses, cargados de gentío, salían hacia la Playa por el Vergel, calle Aurora, Rotonda (donde, en los Baños Termales, siempre se veían en la terraza, en sillas de mimbre, a los bañistas y a Feria, el guarda, poniendo en marcha el motor de la casetilla), para terminar en la parada, en la otra rotonda, a lado de la casilla de la Guardia Civil, día y noche habitada por un número con sahariana, tricornio, con visera y nuquera, forrado, subfusil y prismáticos, que guardaba la costa desde la boca del río hasta La Colorada, donde, en la punta, había otra casilla con otro número. Yo no sé si alijar tabaco era fácil o dificil, pero la verdad es que nuestros padres liaban y fumaban, como carreteros, "George Russo", "45", "Partagás",... en cuarterones que corrían por todas partes.

La vuelta del autobús era por la Bajamar, hasta llegar a la Galera y, otra vez, al Vergel. Y, así, todo el día.

| Niños en la playa de Valdelagrana | Año 1966 | Foto: Colección Rosario Peregrina Castilla.

Desde el Corpus, los guardias municipales habían cambiado el uniforme de invierno por el blanco de verano y, cuando se acercaba el día de la Virgen del Carmen, se las organizaban para montar los turnos de playa. Estaba rigurosamente prohibido jugar a la pelota.  Por eso "Merengue", valetudinario guardia de la porra, con media lengua y frenillo, tenía perseguidos a los que nos poníamos en la orilla a jugar al fútbol. A su llegada, todos nos tirábamos al agua, con pelota incluida, y le retábamos a que nos cogiera, pero él, impasible el ademán, espetaba: "No precuparse, que los onozco a tós... Y a sus adres. Ustede orré, que ontra más orráis, más orre el lapi". Y se ponía a apuntar no se sabe qué en una libreta que llevaba.

Por la playa, se comenzaban a oír pregones de "acerolas, blancas y colorás", de "arropías de Turquía, las llevo largas y retorcías, qué ricas y qué buenas llevo yo mis arropías", de "hay corrucos" , "al rico parisién, compre", "hay helado, rico mantecado, helado, el polo, helado, el corte, helado, el bombón helado" en esos carrillos, con porte de paso de palio  y tres tapaderas cónicas cromadas, con sus maquinillas para las bolas y para las galletas, hartas de mojar en el mismo agua ; "al rico pirulí de La Habana", que vendían clavados en una penca de pita; "piñones, como cabezas de gorriones"; " avellanas de los toros"; "almendras de los almendros, los niños las cogen y yo las vendo, peladas y garrapiñadas, oiga"; "y al buen higo", higos de Jeré, una gorda dié"; "La tajaita y el pollo", que gritaba "El Chirri"; "cangrejos, hay cangrejos, camarones y bocas de la Isla". Cuellar dejaba el Parque y trasladaba su negocio a la playa, vestido con su sobretodo de crudillo y con su máquina, su cubo y su trapito, su caballo de cartón otra vez recien pintado, y sus fotos de muestra con soldados y novias, niños jinetes, y grupos de amigos, dispuesto a hacer su agosto.

Por las mañanas, en la playa, se aprestaba todo para el baño. Por turnos -masculinos y femeninos- nos poníamos los bañadores, aquellos grandes "meybas" de gabardina y camisetas de tirantas-nosotros-- y ellas, con púdicos trajes de baño con faldas. Así era porque las madres, sobre todo a ellas, después de haberles sido impuesto el escapulario del Carmen en la Iglesia de la Concepción, les leían detenidamente las "Normas de decencia cristiana" que publicaba el Arzobispado de Toledo --por cierto, ¿Toledo tiene playa? --. Así pues, con la impedimenta de baño puesta, lo primero, era ir con el cántaro de Lebrija, con tapadera de corcho --comprado en "La Chana" o "El Inglés"--, a por agua a la barraca del bañero. El agua la traía, diariamente, desde la fuente de las Galeras hasta la playa, un señor muy gordo, en una bicicleta a la que iba uncido un carrito, con catorce o quince cántaros.

Luego, el baño. Lo primero, al mojarse los tobillos, en la misma orilla, era tomar agua y santiguarse; lo segundo, no perder nunca pie, no hacer el "cristo", ni el "pino", ni meter en el agua flotadores, porque, con la marea y el viento, podía uno terminar en América; lo tercero, no pisar las "aguasmalas", porque los días de temporal, aparecen por todos lados y pican una barbaridad; lo cuarto,  salir pronto, porque los baños prolongados son malos; lo quinto, al salir, tener una oronda tata con la toalla o el albornoz dispuesto y una madre con un vasito de vino oloroso, mezclado con agua, preparado, para "entrar en caja" después de la impresión del baño; lo sexto, secarse bien, porque o se cambiaba uno de bañador, o se podía coger una pulmonía doble.

La comidilla del día era cuando fulanita o menganita no se podía bañar. Vamos, que ni se ponía el bañador. Pepe Valle Sevilla, contestando a unas feministas que pedían la igualdad de sexos, dijo ingeniosamente que, a los hombres, la Patria les exigía jurar, una vez en la vida, derramar hasta la última gota de su sangre, pero sólo una vez y toda ella; la diferencia estaba, en que las mujeres, la derraman, poco a poco, y en cómodos plazos mensuales. Eso es cierto y, además, no se podían bañar. No como ahora.

| Portada de la revista Playas Ideales | Plumilla de José Camarena Borrego.

A la hora de comer, se abrían cestas enormes de mimbre, donde permanecían guardadas fiambreras de aluminio, cargadas de tortillas de patatas, de fritos, de ensaladilla, de bistelitos empanados y otras cosas propias para comer en la playa. Pero lo más propio, lo más genuino, lo más auténtico, es que las tortillas de patatas, con el levante, se llenen de arena. -¿Usted no ha comido nunca una tortilla con arena?  Pues si no la ha comido, no sé qué decirle. Bajo un toldo de esparto, que distribuye el sol a pintas rayadas, como espinas de pescado sobre la arena, por entre la empleita, sentados en banquillos de madera, alrededor de una mesa de pino, ante la mirada materna, que ocupa una hamaca de tijera y lona, no hay cosa más deliciosa que comerse una tortilla con arena. Lo que yo le diga.

Por las tardes, en la playa, se jugaba a "alredó de un fangá, charolí, charolá...", pasándose de uno en otro piedras ostioneras; al clavo; al salto "búa"; al dar; al esconder; a tula; a echar carreras; a las prendas, o a la "palmá", "cruz por mí y por todos mis compañeros y, por mí, el primero"... o se hacían pozos, hornos, o trampas en la arena. -- ¿No me diga que usted no ha hecho nunca una trampa en la arena, señor mío? Si usted es de los que se la dan de serios con la edad, le voy a recordar que las trampas en la arena se construían de la siguiente forma: Un gran boquete, excavado, a ser posible, en la orilla, donde pasea la gente, por la arena mojada; luego, con unos pequeños palitroques y unas cañas, se construye un entramado, para sujetar un papel de periódico y, sobre él, se coloca una torta de arena, bien disimulada. El resto es ponerse a esperar, como en un aguardo, a ver quién va a ser el que caiga. Pues caían. ¿Verdad que, ahora, se acuerda, provecto, venerable y formal padre de familia?

Con estas y otras inocentes diversiones, en la playa de la Puntilla discurría el verano, hasta el 8 de septiembre.

Claro que, por las noches, la cosa era distinta: o el Parque, o el Oasis, o el Club Náutico y para de contar. Y para qué te cuento, con las niñas, cuando aparecían los milicias universitarias con sus uniformes, con sus botas altas, con sus cordones, con sus galoncillos y sus estrellitas. Aquí, mucho rollo, pero en Rota, en "La Forestal", se les quitaba el cuento con el teniente coronel Sánchez Araña.  A las niñas lo que les gustaba eran los mayores y alguna, en el pecado ha llevado la penitencia, porque, hoy, hoy, las hay que con el milicia, lo que tienen es un carcamal, todo pocho, y ellas siguen como rosas, pero menos. Tan menos, que la que se ría con esto y diga que se acuerda, hay que echarle de cincuenta para arriba. Así que, calladitas, que estáis más guapas.

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