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Andaba el otro día por el Parque Calderón y pasé por el “servicio público” que está frente a la Herrería, uno de esos artefactos horrorosos de imposible uso para una emergencia y que parecen que de un momento a otro van a despegar, que es lo que deberían hacer.

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Los servicios que se emplazaron entre la Ribera del Río y la del Marisco, en 1974. / Foto, Rafa. Archivo Municipal.

Y me acordé de aquel otro evacuatorioque existió frente al Parque y a la Casa de la Munición (ver nótula núm. 2.301 en GdP), donde hoy está la fuente de la plaza Pedro el de los Majaras.

Se construyó en 1956. Si tiene edad para ello, seguro que lorecuerda. Entrando en los servicios de señoras, a la izquierda, dos water-closet con asientos y tapas de madera esmaltada en blanco, y a la derecha un lavabo de porcelana. Para los caballeros, al frente dos W.C. y el lavabo, y a la izquierda, en semicírculo, cinco urinarios de pared. Todo de Roca, claro. Cumplieron su higiénica función hasta 1979, y a los dos años, para mejorar la densidad del tráfico en la zona, se derribó el socorrido edificio que tantos apretones alivió.

Que tenía delante, como se ve en la foto adjunta, la figura de un guardia urbano de mentirijillas, uniformado de punta en blancocomo los de verdad (recordarán a los que se ponían en el centro de la plaza de las Galeras, en verano con sombrilla) y que distribuía a uno y otro lado de la Ribera del Río y del Marisco el paso de los automóviles y los de cargas pesadas. Eficiente servidor del orden que también tenía la virtud de que no ponía multas y no te echaba una bronca si incumplías las normas de las buenas conductas al uso.

En el 79 también se quitó el transformador anejo que se construyó al tiempo que los servicios, que al año siguiente se puso de nuevo en el Parque, junto al puente de San Alejandro, donde sigue.

Una vez despejado el solar –donde se pensó levantar un monumento al Arrumbador, que no cuajó-, se ajardinó, hasta que en 1983 se colocó el monumento dedicado al Pescador, obra de Javier Tejada Prieto (1929-2009)(ver nótulas núm. 020 y 790 en GdP)hasta que a mediados de los 90 se trasladó al paseo del río, frente al muelle del Vapor.

Y ahora que recordaba los servicios públicos que tiraron en el 79 me vuelvo a acordar de los que vi el otro día en el Parque. Y qué quieren que les diga…(continuará)./ Texto: Enrique Pérez Fernández.

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Aspecto anterior de la calle Santa María desembocando a la plaza de Juan Gavala. Albergó, en el último tercio del siglo XX la Ferretería Zaragoza y el Bazar Plastimar. Actualmente existe un solar en dicha esquina, una vez derribado el edificio de la izquierda.

Estas foto plumillas, originales del investigador Antonio Gutiérrez Ruiz  y comentadas por él, recogen, a excepción de la última, imágenes que no pueden verse en la actualidad tal como figuran en ellas, siendo realizadas en diferentes épocas.

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Anterior estación de ferrocarril y los muelles de carga de mercancías. Todo ha desaparecido, dando paso a una moderna estación.

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Hace unos años que se acabó de derribar esta capillita existente en el Camino Viejo de Rota, ya ruinosa en la época en la que se realizó la fotografía y que muchos portuenses tuvieron uso de razón de su existencia, por ser uno de los accesos al recinto ferial de Las Banderas.

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En el lugar donde estaba la Fábrica de Hielo, en el antiguo muelle pesquero de esta margen del Guadalete,  se hizo este moderno edificio para bar discoteca que ya ha desaparecido, igualmente, dando paso a otro negocio de hostelería.

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Aspecto que presentaba esta parte de la iglesia de San Francisco, en la calle del mismo nombre, cercada de tapias y sin la garita-campanario que fue añadida por el párroco del templo hace una década.

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Este encuadre fotográfico aún puede realizarse en las lindes del terreno de la feria, suponemos que por poco tiempo.

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La Asociación Cultural Puertoguía ha editado un nuevo libro de la serie 'Mansiones y Linajes de El Puerto de Santa María', del que es autor, como de todos los anteriores, Antonio Gutiérrez Ruiz. Se trata del volumen VI, con el título de: 'Cuatro rosas de piedra' que, manteniendo la misma línea y estilo de los otros volúmenes, reseña la historia de la casa número 76 actual de calle Larga, casas principales de la familia Fleming, de origen irlandés, en el siglo XVIII, y primera fábrica eléctrica a fines del XIX.

Esta saga familiar de los Fleming portuenses fue fundada por John Fleming y Elena Geynan que se establecieron en El Puerto abriendo una casa de comercio en la que participarán posteriormente todos sus hijos, bajo la dirección del mayor de ellos, Domingo Fleming, fundador de un Mayorazgo familiar. Se incluyen en las 280 páginas y 61.282 palabras que componen el texto, semblanzas biográficas de todos y cada uno de los hermanos y un seguimiento de los descendientes de Antonio Fleming Geynan, que se ordenó presbítero cuando enviudó, originando dos ramas perfectamente definidas y diferenciadas, la de los Fleming alicantinos y la portuense. No es habitual conseguir ensamblar miembros contemporáneos de un mismo apellido con sus orígenes, alejado en este caso más de tres siglos, detallando todas y cada una de las generaciones que le precedieron. En este trabajo de intensa investigación, el autor lo ha conseguido, desarrollando además algunas biografías cargadas de interés humano, en algunos casos, emociones que intenta trasladar a los lectores en su relato de la historia familiar de este 'linaje', principales moradores de la 'mansión' protagonista.

 

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En un segundo capítulo relaciona y da a conocer a los que fueron propietarios de dos casas situadas en la esquina de las calles Descalzos y Diego Niño, que se fusionarán posteriormente con la casa de los Fleming, personajes de apellidos conocidos en la localidad como son los Barreda, Ruiz-Tagle, Febrés, y otros, haciendo una sinopsis de su evolución como casa habitación hasta que fue adquirida por la compañía que la transformó en una fábrica eléctrica, junto con la casa y jardines de los Fleming.

 

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Y, finalmente, en un tercer capítulo aborda el nacimiento del alumbrado eléctrico en El Puerto, una breve reseña de los comienzos y trayectoria de “Electra Peral Portuense” y de su absorción por la que fuera su competencia, la Compañía de Gas Lebón, cerrándose así el ciclo histórico de este amplio inmueble con fachadas a las calles Larga y Diego Niño y todo el lateral en calle Descalzos, en el tramo entre las dos anteriormente citadas.

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Copia de comienzos del s. XVI de la Carta-puebla que Alfonso X otorgó a nuestra ciudad. Archivo Municipal. / Foto, Centro Municipal de Patrimonio Histórico.

Hoy, 16 de diciembre de 2014, El Puerto de Santa María cumple 733 años. Tal día como hoy de 1281, Alfonso X (ver nótula núm. 1.000 en Gente del Puerto) otorgó, rubricada en Sevilla, la carta-puebla fundacional de la ciudad que hoy habitamos, su ‘partida de nacimiento’; de la que el rey en ella decía: “…el Puerto que llaman de Santa María, que solía haber nombre Alcanatín en tiempo de moros, que es entre Xerés y la ciudad de Cádis, y tiene de la una parte la Grand Mar que cerca todo el mundo y que llaman Océano, y el gran río de Guadalquivir, y de la otra el mar Mediterráneo y el río de Guadalete, que son dos aguas dulces por donde vienen grandes navíos, es lugar más conveniente que otros que nosotros sepamos ni de que oyésemos hablar para hacer noble ciudad. Toda una declaración de principios del monarca a un lugar que bien conoció y por el que sintió verdadero afecto. Fue la última carta-puebla que en vida firmó.

islacartare8_2_puertosantamariaEn el gráfico de la izquierda, localizaciones de las 13 alquerías andalusíes en el término portuense. En verde, la aldea de Al-Qanatir.

La definitiva conquista y repoblación alfonsí de las aldeas andalusíes que poblaron las tierras del actual término portuense, que fueron parte de Cádiz hasta 1272 y de las que hicimos memoria en anteriores entregas (ver nótulas 2.294 y 2.308 en Gente del Puerto), se llevó a cabo en 1264, salvo las casas y solares de Al-Qanatir, que serían repartidas en 1268 a 300 repobladores. Pero al paso de nueve años, en septiembre de 1277, la recién poblada villa de Santa María del Puerto fue atacada y asolada por huestes benimerines procedentes del norte de África, al mando de Abu Yusuf Yaqub, hijo del emir meriní.

Tras la desolación, el rey decidió en 1281 avivar en la carta-puebla una nueva repoblación y marcar las bases económicas para el desarrollo de la villa, otorgando concesiones y privilegios a quienes se asentaran en su solar –extranjeros incluidos- y eximiéndoles del pago de impuestos. También se fijó su gobierno bajo la autoridad de alcaldes de la villa y del mar y un juez, se marcó su término municipal –grosso modo el actual- y, entre otras reglas, para el correcto abastecimiento de la población se establecieron mercados los miércoles y sábados y ferias a celebrar al comienzo de la Cuaresma y en octubre.

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Alfonso X el Sabio representado en las Cantigas de Santa María, en su corte.

Otros privilegios otorgaría el monarca en marzo de 1283 –un año antes de fallecer-, con el Guadalete como principal activo del porvenir de la población:Por hacer bien y merced a los pobladores del Puerto de Santa María, y porque se pueble mejor el lugar, tengo por bien que todos los bajeles cargados que pasaren por el río de Guadalete para ir a Xerés que se descargue y el tercio, también de vianda como de madera o de otras cosas que ellos mester hubieren”; “mando a todos los marineros mercaderes que por í pasaren que descarguen y el tercio de lo que llevaren en sus bajeles, y que lo vendan y también de vianda como de las otras cosas.

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Figuración de un barco del siglo XIII en las Cantigas.

Ciertamente, en el río y por el mar le llegó al Gran Puerto de Santa María –como Alfonso X también tituló a la población- el esplendor comercial que conoció la villa durante toda la Baja Edad Media y la Edad Moderna. Pero los pilares de su desarrollo –el aceite, trigo y vino de su fértil campiña, las vías comerciales abiertas y conocidas de antiguo, los avezados marineros, pescadores y carpinteros de ribera, la imprescindible sal de sus inmensas salinas, la piedra de las canteras de San Cristóbal, el agua de los manantiales de La Piedad…- se cimentaron mucho tiempo atrás.

LA ANDALUSÍ AL-QANATIR

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Inscripciones islámicas sobre mármol de Al-Qanatir.

Fue Santa María del Puerto heredera de la alquería andalusí que ya en el siglo X, en tiempos del próspero califato de Córdoba (929-1031), se había establecido en la ribera del wadi Lakka, dependiente en su fiscalidad y administración de Saris (Jerez), la capital de la cora de Sidonia hasta la conquista castellana. A su vez, Al-Qanatir fue sucesora del Portus Gaditanus que Balbo el Menor fundó a fines del siglo I a.C. y del Portum tardorromano y bizantino (ver nótula núm. 2.000 de Gente del Puerto). Su ubicación a orilla del Guadalete y de la bahía de Cádiz, estratégico puerto de comunicación entre continentes, propició que Al-Qanatir fuera la única alquería de las trece que existieron en el término portuense que ha perdurado hasta nuestros días.

Del urbanismo de la alquería andalusí destacaremos aquí y ahora dos elementos arquitectónicos: su muralla y la mezquita, de las que a continuación haremos memoria.

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La cimentación de la muralla excavada en Ricardo Alcón en 1993. /Museo Municipal.

LA MURALLA ALMOHADE.

En 1993, el Museo Municipal excavó en linde a la calle Ricardo Alcón (hoy Centro de Salud ‘Federico Rubio’) un tramo de la cimentación de la muralla (14 m de largo por 2’5 m de anchura) que circundó Al-Qanatir, y a ella adosada al exterior una torre defensiva (4’5 m x 2’5 m). La muralla, construida en sus paramentos con piedra arenisca y ostionera y al interior de mortero de cal y arena con guijarros y fragmentos de ladrillos, ha de datarse, según informaron arqueólogos medievalistas, en algún momento del periodo en que los almohades dominaron al-Andalus durante cuatro décadas (1172-1212), coetánea a la Giralda de Sevilla.

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Dibujo de planta de la cimentación de la muralla excavada en Ricardo Alcón en 1993 y su planta en dibujo. / Museo Municipal.

Este lienzo exhumado y otros eran conocidos de antiguo. De hecho, en el Libro del Repartimiento alfonsí (1268) se mencionan –con la voz de pared y paredes- en varias partidas del reparto, mencionándose el frente de la muralla donde se excavó en éstas: Comiença otra tabla de fuera del valladar e de la cárcava, del majuelo de Pero Ganzana fasta el cabo [extremo, esquina] de las paredes.”; otra tabla “cerca la noria en los espinos, de los solares que están en las espaldas de la casa de Pero Ganzana, la carrera del pozo en medio, de parte de Xerez, en el prado, como van al pozo hasta la pared que está levantada.”; y “Copo la punta entre las dos carreras en cabo del valladar del majuelo de Pero Ganzana con el corral y el figar, que está de fuera del valladar, y con los dos de dentro de las paredes sobre sí, que son cuatro solares para cuatro moradores, para hacer casas

Esa cárcava citada era el curso de agua que documentos de comienzos de la Edad Moderna llamaban arroyo de la Zangarriana, que transcurría –y aún transcurre en el subsuelo- desde su nacimiento en la finca El Caracol del cerro de la Belleza, a cuyo pie se asienta la ciudad. Y es preciso el documento alfonsí, porque una cárcava más que un arroyo debió ser el aspecto que presentaría su cauce en tiempos de fuertes lluvias, un torrente de agua bajando por la hoy calle Ganado para desaguar, por la plaza de la Herrería, en el Guadalete. Esta vía fluvial –una frontera natural- determinó el trazado urbano –su límite norte– de las villas andalusí y cristiana, y también la del Puerto Gaditano. En 1735 se procedió a canalizar su curso bajo tierra en la obra, reformada en varias ocasiones, que llamaron Caño de la Villa.

islacartare9_8_puertosantamariaEn la imagen de la izquierda, el Caño de la Villa, antiguo curso del arroyo de la Zangarriana, cuando apareció al hacerse obras en los 60 frente a la plaza de la Herrería. / Foto, Archivo Municipal.

La presencia de la muralla medieval en Ricardo Alcón –la antigua calle del Muro y de la Tripería (por el Matadero público que aquí existió hasta 1699, con acceso desde Ganado)- se puede rastrear en el Archivo Municipal. Así, el Cabildo acordó en 1641 “reparar el muro de la calle de la Tripería” (empleándose en ello diez carretadas de cantillos, nueve de ripios, arena y ocho cahíces de cal). Y en 1698, un vecino adquirió al municipio el solar para edificar en él: “se aplican 200 reales que dio Juan Rendón, por un pedazo de sitio y muralla propio de la ciudad en la calle de la Tripería, linde de sus casas.” Lienzo de muralla que aún era visible en 1764, según anotó el historiador Anselmo Ruiz de Cortázar, y subsistía en 1880, en testimonio de Joaquín Medinilla: “todavía se conservan restos de estas murallas en la calle Jesús de los Milagros casa sin número junto al uno [frente a la plaza de la Herrería], y en la del Correo, antes Muro, en la casa donde están los graneros del señor Camacho”; inmueble éste, más abajo del tramo excavado, entre Nevería y Larga, donde ciertamente se conserva en 2’5 metros de altura el lienzo de la muralla, como muy probablemente suceda en otros inmuebles en todo el perímetro de su recorrido, enmascarados bajo la cal y los repellados de las fachadas.

Es singular la mención en el Libro del reparto en dos partidas a cruces dispuestas en las paredes de la muralla: otra tabla como van al Pozo Santo, hay calle hasta la pared, que está la cruz en el canto (en un ángulo o esquina de la muralla); “…hasta la plazuela otra, donde está una cruz en la pared”. Cruces que parecen marcar la sacralización, desde los primeros momentos de la ocupación cristiana de Al-Qanatir, de una construcción –el cerco de la villa- levantada por moros.

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Reconstrucción ideal de Santa María del Puerto a fines del siglo XIII, con el recorrido de la cerca y el arroyo de la Zangarriana (que en castellano viejo es decir de la Tristeza o, en su acepción andaluza, de la Borrachera).

...continúa leyendo "2.324. DE AL-QANATIR AL PUERTO. 733 Aniversario de la Fundación de El Gran Puerto de Santa María. Isla Cartare (VIII)."

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El puente colgante de San Alejandro en 1867, fotografiado por Jean Laurent. Biblioteca Nacional de España.

Mal acabó el año 1839 para El Puerto. El 1 de diciembre, el puente de barcas de San Alejandro, el que se construyó a iniciativa del Capitán General Alejandro O’Reilly sesenta años atrás, se desplomó y la corriente del río se lo llevó. Pero para día aciago, el de su inauguración, el 14 de febrero de 1779, cuando la aglomeración de gentes sobre el puente fue tal que provocó que las compuertas móviles cedieran y se precipitaran al río numerosas personas, falleciendo 115.

De inmediato, el Ayuntamiento comenzó a gestionar la cons­trucción de un nuevo puente en el mismo lugar, decantándose en marzo de 1840 por el proyecto de un puente colgante que tenía presentado al Gobierno de la nación el francés Jules Seguin, aunque las obras se retrasaron varios años.

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Los hermanos Jules Seguin (1796-1868) y Marc Seguin (1786-1875), artífices de los puente de San Alejandro y San Pedro.

Era Jules Seguin empresario y hermano del prestigioso ingeniero francés Marc Seguin, el inventor en 1824 de los puentes colgantes suspendidos de cables de acero y también de la caldera tubular, entregada a la industria en 1827 y aplicada a la primera locomotora de Stephenson. Su ingenio le venía de familia: era sobrino de los hermanos Montgolfier, los inventores del globo aerostático.

El nuevo puente que sustituyó al de barcas –todo un alarde técnico para la época-, se conformó con un tablero de madera (95 metros de largo por 6’40 m) suspendido de cables que pendían de cuatro cilindros de fundición y retenidos a otros tantos pozos de amarra. Para su construcción se aprovecharon las calzadas de acceso y los estribos del puente de barcas. La obra la ejecutó la empresa de Jules Seguin, previéndose sufragar su coste con la reimplantación durante treinta años de un antiguo arbitrio de carreteras, debiendo pagar el Ayuntamiento como rédito anual 12.178 reales. Luego su propiedad quedaría en manos del Estado por situarse el puente en el tránsito de una carretera nacional de primer orden.

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Litografía del puente y la Ribera de 1864, de la ‘Guía del viagero por el Ferrocarril de Sevilla a Cádiz’, de Eduardo Antón Rodríguez.

Se inauguró el 18 de enero de 1846, a partir de las dos de la tarde. El programa de actos quedó fijado con el boato propio de la época… la presencia de las autoridades, los invitados y el clero portando la Cruz Parroquial; la música de dos bandas militares, situadas a cada extremo del puente; su bendición por el Vicario y la entonación del tedeum; la salva de la Brigada de Artillería dispuesta del lado del arrecife de Puerto Real; de nuevo las músicas militares; y el puente adornado con vistosas guirnaldas y banderas para marcar tan señalado día, pues el puente era la única vía de acceso terrestre a Cádiz y a las demás poblaciones de la bahía. Cinco meses después, el 30 de junio de 1846, también según proyecto de Marcos Seguin, quedó inaugurado otro puente colgante sobre el río San Pedro (que se hundió a fines de 1880, tres años después de hacerlo el de San Alejan­dro).

SE VEÍA VENIR…

Pese a los alardes técnicos empleados, el nuevo puente de San Alejandro (si los romanos levantaran la cabeza) no tendría una larga vida: a los 31 años de construirse se vino abajo. Según refleja la documentación conservada en el Archivo Municipal, era algo que se veía venir hacía años…

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Lámina del puente en 1864.A su lado, un pequeño astillero, lugar donde entonces se permitía bañarse a las mujeres –sólo a las mujeres- de noche.  

En mayo de 1855 el alcalde portuense elevó un oficio al gobernador civil de la provincia solicitando que se verificara un reconocimiento del puente (no realizado desde su inaugura­ción), especialmente en los cables no visibles de los pozos de amarra, pues se contaba con el antecedente reciente de cuando se tuvo que descolgar el tablero del puente del San Pedro para efectuar algunas reparaciones, se comprobó que los cables de suspensión embutidos en sus muros de mampostería tenían cortados las tres cuartas partes de los hilos. A tal requerimiento, el gobernador dispuso que pasase a inspeccionarlo el Ingeniero civil de la provincia, pero éste contestó que el alcalde tenía excesivo celo e incurría en un acto de injerencia y desconfianza al ser a él a quien correspondía juzgar si era necesario o no reconocer su estado. Al mes siguiente, el Ayuntamiento reiteró al gobierno civil lo solicitado, pero no consta que se obtuviera respuesta. Días antes, un dictamen de los síndicos portuenses recordaba que por Real Orden de 25-XII-1843, mientras no concluyese la concesión del puente a la empresa constructora, ésta tenía la obligación, no cumplida, de mantenerlo en buenas condiciones, teniendo que pintar la madera y los hierros al menos una vez cada tres años, y recomponerlos o reemplazarlos cuando lo exigiese la seguridad del tránsito, al igual que los cables de suspensión y retención que se rompieran. Otros intentos para reconocer el estado de conservación del puente se repitieron con el tiempo, pero siempre en vano. En julio de 1858 ardió el tablero en su totalidad, posteriormente repuesto a costa del Estado

Pasaron los años. En noviembre de 1873, la comisión de Obras Públicas del Ayuntamiento, aun a sabiendas de que no era asunto de sus atribuciones, pasó a reconocerlo. Se encontraron las maderas del pavimento podridas, así como la mayor parte de las transversales sobre las que descansaban, no siéndoles posible comprobar las amarras por encontrarse los pozos en que se sujeta­ban cubiertos de agua; días antes, el guarda del puente vio en ellos pedazos de alambres podridos. Y así, de momento, quedaron las cosas.

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Imagen captada en mayo de 1877, mientras el puente se reparaba, poco antes de derrumbarse. / Foto, colección de Manuel Pacheco Albalate.

…Y SE CAYÓ

El 15 de mayo de 1877, de uno de los pozos de amarra se safó uno de los cables o calabrotes (cabo grueso de 9 cordones corchados de izquierda a derecha, en grupos de 3 y en sentido contrario al reunirlos) que sostenían el tablero. Como precau­ción, se cerraron los accesos al puente con vallas y se reali­zaron algunas reparaciones menores. Entonces fue cuando se captó la imagen adjunta, en la que se observa a un operario encaramado a horcajadas a uno de los calabrotes, comprobando su estado o reparándolo. No pierda el detalle de la escalera por la que subió.

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Una vez venido abajo, aún con algunos cables de acero colgando. Fotografía de J. Laurent, 1879.

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Composición del puente derribado a partir de otra instantánea de Laurent, 1879.

El 2 de octubre, al paso de un carro cargado con losas de Tarifa que conducía el portorrealeño Diego Carrera, se asti­llaron completamente dos vigas madre del pavimento, hasta que definiti­vamente, el 16 de noviembre de aquel 1877, a las cuatro y media de la tarde, cuando cruzaban el puente en dirección a Puerto Real tres carros sin carga tirados por tres mulas cada uno, se desprendieron de sus amarras los tres calabrotes que colgaban del lado izquierdo de la orilla de la otra banda; los que (en la foto) revisaba el operario. Bestias y arrieros se precipitaron al río, resultando tan sólo herido leve uno de los arrieros, Manuel Romero. Como remedio provisional, se construyó una barca de pasaje, arrendada para su explotación a Francisco Vaca, y se habilitaron en ambas orillas sendos muelles.

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El puente de hierro de San Alejandro (1884-1977) desde ‘la otra banda’. En la orilla, el espacio que ocupó el pequeño carenero que en 1906 estableció José María Ponce. (Ver nótula núm. 2.311 en Gente del Puerto).

Y al colgante le sucedió el tercer puente de San Alejandro, el de hierro, que se construyó, con diseño del ingeniero Emilio Iznardi, en 1884 y fue desmontado, salvo sus pilas, que siguen aflorando en el río, en 1977. Justo un siglo después de que se hundiera, por dejación de las autoridades competentes, el colgante. / Texto: Enrique Pérez Fernández.

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Antonio Fernández Galloso y su cuñado Luis Feria, padre del torero José Luis Galloso, vendiendo caramelos y pipas --y algún tabaco de contrabando como Chester y Camel-- en el carrillo que instalaban durante la Semana Santa y otras fiestas. Antonio, tonelero y Luis, panadero, juntaron algo de dinero para crear, en 1958, las Destilerías Galloso (ver nótula núm. 92 en Gente del Puerto). /Foto: Colección Antonio Fernández Feria.

 

El varadero de los Hermanos Pastrana que en 1954 se estableció en Pozos Dulces (ver nótula 713 de Gente del Puerto) tuvo un antecedente medio siglo antes, justo enfrente, en la otra orilla.

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Entre los puentes del Guadalete, el carenero de José María Ponce. / Foto, Centro Municipal de Patrimonio Histórico.

Fue en febrero de 1906 cuando José María Ponce Pérez presentó un proyecto a la Jefatura de Obras Públicas de la Provincia (presupuestado en 600 pesetas) con el fin de habilitar un modestísimo carenero “para la gente trabajadora” –decía en su solicitud- dedicado a la reparación de embarcaciones menores y ‘parejas’, a emplazar en la orilla limitada entre el puente de hierro de San Alejandro (1884) y el del Ferrocarril (1862), en los 37 metros existentes entre ambos y 30 m adentro a contar desde la línea de plea­mar.

La obra a ejecutar era un pequeño muelle sobre estacas de madera, una calzada de madera donde varar las embarcaciones, una palizada (defensa de estacas) para protegerlo de las aguas y una caseta de madera para taller y almacén de las herramientas. Posteriormente, según refleja la foto primera de esta nótula, se levantó otra caseta, lindera al puente, de mampostería. No sé cuándo comenzó a funcionar ni cuándo cerró el carenero, pero consta que fue en junio de 1908 cuando el Ingeniero Jefe de la provincia fijó sus tarifas.

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Imagen del 29 de agosto de 1930, primeras regatas organizadas por el recién fundado Club Náutico, junto a sus instalaciones. Al fondo, el transbordador de sal de La Tapa y a la izquierda la caseta eléctrica del Guadebro. / Foto, Autoridad Portuaria en copia del CMPH.

En su proyecto Ponce dio cuenta de su intención, aunque fue en vano, de establecer junto al carenero, al otro lado del puente de San Alejandro, una “industria del automovilismo náutico”, iniciativa que de haberse llevado a cabo hubiese sido una de las primeras creadas en España. Al paso de los años, en julio de 1930, quedaron inauguradas, en el terreno que pretendió Ponce, las primeras instalaciones del Club Náutico.

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El espacio inmediato al Náutico, junto al puente, acogió, al menos a mediados del siglo XIX, un pequeño astillero, como refleja la lámina de 1864 y consta en unos edictos de alcaldía en los que se permitía a las mujeres -no a los hombres- bañarse de noche, sólo de noche, junto al estribo del puente -el colgante- de la parte del Coto, “en el sitio de el Astillero” (1850), “donde se está construyendo el bergantín” (1854). / Texto: Enrique Pérez Fernández.

rafaelgomezelgallo__puertosantamariaAquella tarde Rafael Gómez Ortega ’el Gallo’, Juan Belmonte y Francisco Vega de los Reyes ‘Gitanillo de Triana I’, o ‘Curro Puya’, alternaron en la Plaza de Toros de El Puerto de Santa María el 28 de agosto de 1927, día que recibió la sagrada investidura ‘Gitanillo de Triana I’, al cederle ‘el Gallo’  el toro de nombre ‘Vigilante’, berrendo en negro, de don D. Tomás Pérez de la Concha. Un testigo presencial del aquel doctorado, el portuense Juan Marchán Garcia –abuelo de nuestro amigo Francisco Varo Marchán- le contó a su nieto «...haber vivido la alternativa más larga de la historia del toreo, que duró 8 minutos.»

Juan Marchan era amigo de los tres matadores y era común en él que fuese de muy pocas palabras. A Juan Belmonte le caía personalmente muy bien por esa «virtud», y porque, además, era Marchan muy discreto, amable, bondadoso y noble. Jamás solía violentar una conversación y aceptaba las propuestas. Fue un modelo de condición humana: después de que sus cuñadas se quedaron viudas, él crió a todos sus sobrinos huérfanos. Todo lo asimilaba con frases taurinas. En cierta ocasión vio a un jubilado ya achacoso y dijo: «...tiene media estocá y se está acercando a las tablas.»

La histórica anécdota dice: En cierta ocasión, de las muchas que Rafael (Gallo) venía a El Puerto de Santa María y se quedaba a vivir en casa de los González (los Villegas) –cuando tenía que torear en nuestra plaza llegaba a la ciudad al menos tres días antes-, solía asistir a las peleas de gallos que entonces se celebraban, en el reñidero ubicado en la esquina de la  calle Santa Clara, al lado derecho donde hoy está el cementerio y desde donde se veía la finca de los Gallardo, en la que pastaban los toros de la primitiva casta de Miura. Rafael siempre recordaba una de las peleas de gallos de las que se ofrecían junto a los corrales –viviendas comunitarias de aquella época- en un local situado en la esquina de las calles sevillanas de Pagés del Corro y Costilla, en Triana.

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Reñidero de la calle Santa Clara. /Foto: Fernando Herraz

De todos es conocido la afición de la mayoría de los toreros a la crianza de los gallos de pelea, especialmente los de la raza calé. Así que entre ambos matadores se creó una especie  de competencia por tener el gallo negro, del que según Juan Marchán  se había enamorado Rafael ‘el Gallo’. Y en esa situación llegó el día en que ambos se vieron en la plaza de El Puerto de Santa María... la hora de que Rafael iba a imponer su investidura de doctor a ‘Gitanillo’. Los segundos transcurrían y ambos entablaron una amistosa y divertida charla de compra-venta, estando los tres lidiadores en el ruedo bajo el Palco. Lo que ambos se dijeron podía fácilmente interpretarse por los gestos y movimientos que hacía Juan Belmonte, que una y otra vez se separaba de ambos riéndose a carcajadas, poniéndose las manos en la cabeza y separándose de ellos... seguro que Rafael, al seguir oponiéndose ‘Gitanillo’ a venderle el gallo, le dijo: «O me lo vende, o te queas sin el sayo de mataó... y ahí te sigue de novillero...», durando aquella conversación los 8 minutos señalados,  mientras los peones no hacían otra cosa que detener a ‘Vigilante’ lejos de la ceremonia... y el respetable impacientándose. ‘El Gallo’ pasó a ser el propietario del gallo en litigio y ‘Gitanillo’ recibió la investidura. /Texto: Juan Zaldivar.

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Este epitafio se lo escribió Pedro Muñoz Seca al matrimonio que tenia la portería donde él vivió y que murieron con muy pocos días de diferencia:

Fue tan grande su bondad,
tal su laboriosidad
y la virtud de los dos,
que están con seguridad
en el Cielo, Junto a Dios.

El Obispo de la diócesis de Madrid que tenia que dar su consentimiento lo rechazó con el argumento de que Muñoz Seca no era nadie para asegurar que los porteros estaban en el Cielo, y junto a Dios. Muñoz Seca escribió otro:

Fueron muy juntos los dos,
el uno del otro en pos
donde va siempre el que muere...
Pero no están junto a Dios,
porque el Obispo no quiere.

El Obispo envió una carta a Don Pedro en la que decía "Ni yo, ni ningún otro representante de la Santa Iglesia, intervinimos para nada en el destino de los difuntos, por tratarse de un misterio inescrutable que ni usted, a pesar de su buena voluntad, ni nosotros estamos capacitados para aclarar", y Muñoz Seca escribió el siguiente epitafio:

Flotando sus almas van
por el éter, débilmente,
sin saber qué es lo que harán,
porque desgraciadamente
ni Dios sabe dónde están.

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Estos días pasados le han ‘lavado la cara’ parcialmente a la fachada de la Casa de la Munición, el singular edificio que divide la Ribera del Río de la del Marisco y que es el escaparate de entrada por Pozos Dulces al casco histórico. Pero yo, que ando frecuentemente por ahí y sabiendo que las estructuras interiores del edificio están mal, por si acaso, paso por la acera de enfrente, porque este histórico inmueble –como tantos otros- necesita más que un chapú, que sólo enmascara su lamentable estado.

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Frente a esta casa, por la Ribera del Río, nació Luis del Pino Robles, conocido como Luis 'el de los huevos' (ver nótula núm. 203 en Gente del Puerto).

La Casa de la Munición o de la Provisión se construyó en 1781 –dos años después de levantarse enfrente el puente de barcas de San Alejandro- para servir de almacén de víveres para las tropas acantonadas en la ciudad, en los cuarteles de la plaza del Polvorista y en el del Alamillo, junto a la Plaza de Toros. Para su uso exclusivo, pero se conoce que al año siguiente, en 1782 y a petición de Juan Pérez de Mena, arrendador de las rentas de los arbitrios municipales, se formó un auto contra Tomás de Goyechea, administrador de la Provisión, para “que no consienta que por el muelle al pie de la casa de la Provisión embarque o desembarque géneros de dueños particulares, pues la ciudad tiene para ello el muelle de madera y surtidas bajas [en la plaza de la Pescadería y aledaños], ya que éste es sólo para la provisión”; hecho que ocultaba, como venía siendo habitual, la ‘picaresca’ de evitar el pago de los aranceles fijados sobre los géneros y productos embarcados y desembarcados en el río.

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Se levantó el inmueble militar junto a una pequeña ensenada que la corriente del río formó de antiguo, orillada en los portales de la ribera, los que, según escribió en 1764 Anselmo J. Ruiz de Cortázar “sirven de no menor utilidad que hermosura los portales que se registran inmediatos a la orilla del río a cuyo amparo trabajan los calafates en la carena de las embarcaciones y pescadores en el aderezo de sus redes.” Lugar donde existió, frente a la calle Chanca, el humilladero conocido como Cruz de los Calafates, sufragado por el gremio de los carpinteros de ribera que de siglos atrás aquí habitaban y trabajaban.

federeicorubiogali___puertosantamariaY para el particular uso de los militares se levantó el referido muelle, de madera sobre pilotes, el que al paso de los años Federico Rubio (1827-1902) mencionó en sus Memorias recordando una travesura que de niño vivió en el río, en 1840, que a punto estuvo de costarle la vida. De su testimonio extraigo estos fragmentos: “El lugar de mi partida fue como a mitad de la distancia que media entre el puente [el de barcas] y un almacén que hay a la derecha, construido sobre pilotes, y que tiene a modo de un muellecito, que el río cubre en las crecientes y lame en las menguantes.

Cuando dueño de mí quise ganar el trecho perdido, hallábame como a dos cuerpos de edificio más allá del almacén. Tomar la orilla fangosa en el punto más próximo y seguir por ella a pie hasta el lugar de mis vestidos, era imposible; adelantar a nado, más imposible aún. […]

Lacerado cual se puede suponer, casi exhausto, llegué al punto donde, sobresaliendo el muelle del almacén, vi cortada mi carrera de caimán o de hipopótamo. Era preciso volver a convertirse en pez. Empresa vana: el cansancio extremado, el río veloz en opuesto sentido, hacíanme retroceder lo avanzado con tan penoso arrastre. Tenté a ver si agarrándome a las junturas de los cantos de la construcción podía pasar; y ¡oh, ventura!, casi a nivel de agua toqué, una magnífica hilera de estacas o defensa de pilotes que corrían por todo lo largo de la pared [estacada que se recompuso en 1854]. Ganada ya la última estaca, volví a nadar sobre la orilla; y fuese porque el estribo del puente cortase la fuerza de las aguas, fuese por haber terminado la bajamar, vi que adelantaba regularmente y sin obstáculos que vencer.”

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La fachada de la casa que da a la Ribera del Marisco, en 2012, el año del Bicentenario de las Cortes de Cádiz.

La ensenada del muelle de la Munición subsistió hasta que en 1873 comenzó a cegarse para construir una muralla de encauzamiento del río entre el puente colgante de San Alejandro y la plaza de la Herrería (138 años después de la que se levantó –en 1735- desde las Galeras a la Herrería).

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En este espacio inmediato a la Munición, cuando el río no estaba canalizado, sus aguas, durante las crecidas, golpeaban las fachadas de las viviendas situadas en primera línea. Así, en 1622, los franciscanos descalzos del convento de San Antonio de Padua, ubicado hacía dos años en la esquina de la calle Sardinería (hoy Javier de Burgos), decidieron trasladarlo de lugar (a la hoy plaza Peral), entre otros motivos y según alegaron, “por tener de la una parte el río de Guadalete que llega hasta las paredes de la dicha casa cuando crece el agua”.

Pero los trabajos de la nueva muralla comenzada en 1873 –por eso de que las cosas de palacio siempre fueron despacio y las del ayuntamiento más lento-, desde su inicio estuvieron cuajados de problemas técnicos, financieros y burocráticos, fueron paralizados en varias ocasiones y repetidamente motivaron la crispación en la ciudad, no culminándose las obras hasta fines de 1884, once años después de iniciarse.

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Con todo, el resultado dejó mucho que desear, por lo que de inmediato fue preciso acometer nuevas obras –conocidas en la época como ‘la Canalización’- que se prolongaron hasta 1895 (otros once años más), cuando el entorno del muelle y de la Casa de la Munición quedó definitivamente habilitado con la fundación del Parque Calderón. / Texto: Enrique Pérez Fernández. /Fotos: C.M.P.H.

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